Sudábamos en el campo. Cuando el patrón negaba el descanso por una hora más de trabajo, la distancia de los surcos crecía junto con la fatiga. No era un mal capataz, sólo que exigía un buen desempeño de sol a sol.
A la hora del desayuno platicaba con los demás peones sobre las secuelas de ser pobre, sobre la vida y sobre la cautela de los amantes de nuestras esposas; luego reíamos, pero con la duda entre el sabor de los frijoles y el huevo ranchero.
Llegué empapado de sudor a mi casa, donde no había ni riqueza, ni vida, ni esposa, únicamente el recuerdo de mis frustrados intentos por hacerla quedarse otra eternidad conmigo. Llené mi botella de caguama y comencé a beber en la lucha del reloj y la tristeza.
Hace meses que estoy solo, con mi dinero, con mi trabajo y mi vicio. Hay ocasiones que ella llega acompañada. Presumida. La última vez era Juan quien manejaba, el mismo que regresó con la cara partida por mi ebrio coraje.
"Mira, no me molestes, estoy bien sin verte, porque cada vez que te presentas siento la necesidad de irme al infierno".