Sé que puede parecer un tanto extraño, o tal vez sea lo más común del mundo, pero uno de mis momentos favoritos de mi día a día es la hora en la que apoyo mi cabeza en la almohada pidiendo despertar al día siguiente, al menos, igual que como me acosté: con muchas quejas que me recuerden que sigo viva. Y no lo es porque al fin puedo descansar y reponer fuerzas después de una jornada agotadora, sino porque es el único momento en el que me permito dejar volar mi imaginación libremente sin la molesta sensación de estar perdiendo un tiempo irrecuperable. A estas horas mi mente suele estar tranquila, deseosa de emprender alguna aventura ficticia entre amores imposibles o de revivir otros que tuvieron su pedacito de verdad y alegría. Pero, cuando mi subconsciente está inquieto porque algún aspecto del día no ha sido resuelto como debería o porque algún pensamiento traidor pasea por mi mente para hacerse oír, sé que antes del gratificante sueño es el momento justo para hablarme al desnudo, sin pelos en la lengua y encarando la verdad; es entonces cuando aprovecho la ocasión para dar audiencia por separado a mi razón y a mis sentimientos, y buscar si puede haber un acuerdo aceptable entre ellos, de no encontrarlo les pido una tregua y espero que el tiempo aclare las ideas y proponga nuevas soluciones. 09-01-16