Sentado en un rincón de la pequeña cafetería del pueblo, lejos de las miradas del resto de la clientela, su mirada desenfocada se perdía en el infinito, produciéndole una extraña mueca que desfiguraba su expresión de una manera inquietante. Los dedos de su mano derecha martilleaban la mesa sin descanso mientras con la izquierda removía el café lentamente.
Desde la ventana, observaba como la fina y constante lluvia no cesaba de caer desde primeras horas de la mañana, el cielo grisáceo que la acompañaba, no auguraba ningún cambio en la meteorología mientras el frío y la humedad iban calando progresivamente en el ambiente. El café humeante era reconfortante, tomo la taza con las dos manos buscando el calor que desprendía cerrando los ojos para aislarse del frío.
El viejo camino del cementerio se encontraba embarrado y cubierto por la hojarasca otoñal, el viento hacia danzar a su son los árboles que lo custodiaban, y en lo alto de la montaña se divisaba envuelto en la niebla el viejo castillo ahora abandonado. Aún estando con los ojos cerrados era capaz de visualizarlo sin esfuerzo, había recorrido esa ruta desde su más tierna infancia en multitud de ocasiones, y hoy a pesar del mal tiempo estaba dispuesto a volver a hacerlo.
Abrió los ojos y comenzó a beber, miro de reojo el espejo que estaba colgado en la pared descubriendo reflejada la silueta del castillo, como si de un cuadro se tratase, aunque el movimiento de los árboles y las distintas tonalidades grisáceas del cielo que iban modificándose por momentos, le conferían una vida que un simple lienzo nunca hubiera podido darle. Lo estudio con detenimiento, la tormenta parecía concentrarse sobre la vieja y todavía majestuosa construcción, cercándola mientras infinitas gotas de lluvia se deslizaban incansablemente por torreones, almenas y murallas. Se levantó de la silla sin dejar de mirar el reflejo, fascinado por él, dejo el dinero sobre la mesa y cruzó el umbral de la puerta.
Las gotas de lluvia lo atraparon sin piedad dejándolo empapado a los pocos pasos. No le importaba el frío que sentía, ni la humedad que corría a colarse y deslizarse por debajo de su impermeable, su paso era rápido aunque pesado pues las botas se hundían en el barrizal del camino, pero sentía como el magnetismo del edificio lo atraía cada vez con más fuerza.
Mientras ascendía tuvo la sensación de estar realizando una regresión en el tiempo, recordando perfectamente los relucientes mocasines que tantas veces había ensuciado de niño por ese camino, e imaginándolos nuevamente en sus pies, o las deportivas negras que su padre le regaló en su noveno cumpleaños. El camino hacia el castillo acortaba la distancia entre el presente y los recuerdos de su niñez, mientras la nostalgia corría a enredarse entre sus botas paso tras paso.
El abrupto camino no era un obstáculo para él, y en poco más de media hora consiguió llegar junto a las murallas, atravesó rápidamente lo que antaño había sido el patio de armas y finalmente de nuevo, pudo entrar en él. A pesar del intenso frío seguía encontrando el calor de su infancia entre esos gruesos muros, y no podía dejar pasar muchos meses sin regresar, y tocar las viejas piedras que guardaban su secreto. Cruzó los familiares pasadizos y se encontró de nuevo frente a él, el viejo espejo.
Observó la imagen que éste le devolvía y se le llenaron los ojos de lágrimas. Se reconoció rápidamente en esa sonrisa y en los grandes ojos llenos de vida del pequeño. Ella permanecía a su lado, vigilándolo siempre atenta, como el mejor ángel de la guarda.
Este era el momento en que nuevamente cargaba las pilas de su existencia. Por desgracia no la había llegado a conocer, pues murió al darle la vida, pero la había sentido siempre a su lado, y sabía que lo protegería hasta el final de sus días. Rozó con su mano el espejo intentando tocar con sus dedos, el instante mágico en que su niñez cobraba vida en ese reflejo, mostrándolo junto a su añorada madre, aunque la imagen de ella, sólo fuera un montón de huesos, y su cara, una inquietante calavera.