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La Sombra y El Ruiseñor

Alice rozó la superficie helada de la ventana. Afuera llovía a cántaros, y la niebla se levantaba para empañar el vidrio, nublando la visión de la joven por completo.

A Eric le agradaba la lluvia. Solía conducir hasta su casa cada vez que llovía, y ambos jugaban una partida de ajedrez frente al ventanal, o simplemente se leían uno al otro sus libros favoritos.

Su vista se empañó de lágrimas, y pensó que aquél día el clima reflejaba su interior perfectamente.

Era incapaz de recordar lo que había hecho esa mañana o el día anterior. Pero debía considerar el hecho de que su tiempo se había detenido con la muerte de Eric. Aquél inesperado suceso había acabado con el transcurrir normal de su monótona vida.

Apoyó la mano sobre el vidrio, y una corriente gélida inundó su cuerpo por completo. Cerró los ojos y dejó que su cuerpo se acostumbrara a la sensación.

En la oscuridad de sus pensamientos se asomaba el rostro alegre y lleno de vida de Eric. Habían pasado sólo unos días desde su última reunión. Habían llorado de tanto reír con las anécdotas del chico. Su cabello negro se había desparramado sobre sus ojos cándidos, que habían visto tanta miseria y sin embargo conservaban la pureza de un niño.

Miró de nuevo hacia el ventanal y encontró una densa cortina de lluvia.

Se preguntó si su amigo era capaz de sentirla después de muerto. Se preguntó si su cuerpo, que descansaba inmóvil bajo la tierra, era en ese instante acariciado por el agua.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

Se levantó, sintiendo sus músculos débiles y reacios a moverse. En el momento en que se decidía a ir a su habitación, se sobresaltó al escuchar el chillido de un ave a lo lejos. Aguzó el oído, intentando reconocerlo.

Entonces, sintió cómo el resto de fuerza que le quedaba era drenado de su cuerpo por completo. Tomó asiento de inmediato, y sus ojos comenzaron a entrecerrarse.

Intentó mantenerse despierta, pero pronto cayó en las poderosas fauces del sueño.



Despertó tendida bajo un vasto cielo que se extendía sobre ella. Una bóveda infinita surcada por numerosos puntos luminosos. De pequeña solía dibujar el cielo estrellado muchas veces. Creaba historias imaginarias en las cuales caminaba una senda luminosa que le llevaba a la luna, y en esos momentos era realmente feliz, puesto que le hacían compañía su soledad y sus sueños absurdos.

Inhaló una ráfaga de aire frío que se extendió por todo su cuerpo. Parpadeó ante la humedad de aquél viento, y cayó en cuenta de que no se encontraba ya en su hogar.

Se levantó, ceñuda, y notó un sonido crujiente bajo su cuerpo.

Miró a su alrededor y se encontró sentada en un amplio campo de hojas secas. Apenas percibía los colores otoñales de éstas bajo la escasa luz de las estrellas. Tomó una de ellas mientras que una ola de pánico se alzaba en su interior.

Pensó que se trataba de un sueño, pero en los sueños el sentido del tacto es casi imperceptible, y las personas en los sueños suelen saber, de cierta forma, que se encuentran dentro de uno.

Entonces, cuando estos pensamientos comenzaron a surgir dentro de su mente, la hoja que había recogido comenzó a ennegrecerse lentamente como si hubiese sido acercada a la llama de una vela, y pronto se deshizo en los dedos de la chica, reduciéndose a partículas de carbón.

Alice se levantó de un salto, y observó con ojos temblorosos el lugar.

El campo de hojas se extendía sin límites hacia todos los horizontes. No había montículos, valles o árboles. Una simple línea horizontal, compuesta por hojas muertas, se alzaba doquiera que mirase.

La chica se llevó una mano al pecho helado, y sintió de inmediato el retumbar de su corazón, como si éste le ordenase a gritos que encontrase la salida de ese lugar.

Alice comenzó a correr entonces.

El viento le golpeaba el rostro, y apenas podía respirar mientras que su pecho y sus vasos comprimían en protesta.

Corrió un largo trecho hasta detenerse para recuperar el aire. Observó a su alrededor, y gimió desesperada al darse cuenta de que el paisaje seguía exactamente igual.

¿Cómo saber si se avanza cuando el horizonte es eterno y constante?

Se arrodilló y se cubrió el rostro con las manos. Lloraba desde hacía bastante tiempo, pero era ahora, ante el contacto directo con su rostro húmedo, que se percató de que lo había hecho.

Sollozó, y el rostro de Eric apareció de nuevo en su mente.

Un rayo partió el cielo sin nubes, y Alice, apretando los ojos, dejó escapar un grito. Sintió un sabor ácido en su garganta, y temió por un momento que se tratase de sangre.

Se encogió en el suelo, que crujió bajo su peso, y se abrazó las rodillas llorando y gimiendo con desesperación.

Eric, que no le temía a nada, acostumbraba tomar las manos de una pequeña Alice durante las tormentas. Alice temblaba en sus brazos, y él repetía amablemente su cántico:

- No pasa nada. Todo está bien.

Ahora que Eric soñaba el sueño eterno de la muerte, Alice estaba sola en el mundo. La Alice que había superado tantos temores y tantos traumas, ahora no era más que una nena asustadiza en un mundo que poseía muchos terrores por mostrar.

Levantó la mirada, temblando, y observó a lo lejos una figura diluida por sus lágrimas. Intentó componer unas palabras, pero éstas se ahogaron en su cuello.

Cerró los ojos con fuerza y gimió. Su cuerpo se debilitaba, y empleó toda su voluntad para poder quitarse las lágrimas que le nublaban la vista.

Respiró hondo y levantó de nuevo la mirada. Esta vez la figura se encontraba más cerca, y, en aquella profunda oscuridad, Alice observó un rostro que conocía muy bien desde niña.

- Eric –masculló con esfuerzo-.

Con su reconocimiento la figura se hizo más clara, y entonces Alice cayó en cuenta de que el hombre lloraba.

La joven se cubrió la boca, hipando fuertemente. No podía evitar las lágrimas que se deslizaban, cual cascada, sobre sus mejillas.

Aquél Eric no era más que un reflejo distorsionado de su mejor amigo. Su cuerpo escuálido estaba envuelto en una blusa demasiado amplia para él, y su rostro pálido, igualmente demasiado delgado, le otorgaba un aspecto cadavérico. Sólo había un rastro de vida en sus ojos enrojecidos que brillaban con las lágrimas derramadas.

Alice sintió un temblor que agitaba su cuerpo entero, e intentó controlarlo, más fue inútil. No podía levantarse.

El hombre dio un paso hacia adelante y extendió unas manos esqueléticas hacia Alice, quien negó con la cabeza, incapaz de tomarlas, temiendo sentir el frío de la muerte que ahora aquejaba el débil cuerpo de su amigo.

El cuerpo de Eric se dobló con sus sollozos, y sus manos temblorosas se posaron en su pecho.

- Eric –balbució Alice con dificultad-. Eric...

Repitió el nombre de su amigo una y otra vez. Un nudo en la garganta le impedía gritar, y el dolor en la sien, producido por su llanto, la mareaba.

- ¿P-Por qué? –dijo entonces Eric-.

Su voz, quebrada y temblorosa, fue como un puñal que atravesara el corazón de Alice. Le cortó la respiración, y los sollozos y gemidos de la chica se hicieron más intensos.

- Eric…
- Libérame –dijo el chico entre lágrimas-.

Sus palabras detuvieron el llanto de la chica por un instante. Repitió las palabras en su mente, pero no les encontraba sentido.

- ¿Q-Qué? –murmuró-.
- Libérame –repitió el chico-. Libérame. ¡Libérame!...

El tono de voz del chico comenzó a ascender progresivamente, y hundió su cabeza en sus manos mientras lloraba desesperadamente. Alice lo observó, anonadada.

- Eric…
- ¡Libérame! ¡Libérame! ¡Libérame!...

Un viento tumultuoso se alzó entonces alrededor de ambos. Alice fijó su vista en el panorama, dónde las hojas secas habían desaparecido, y ahora el campo que se extendía bajo ellos no era más que hierba negra. En ese momento las estrellas comenzaron a apagarse una a una, y Alice observó como una enorme masa negra empezaba a extenderse hacia ellos, engullendo el paisaje.

A lo lejos, un ave empezó a cantar. Alice giró el rostro, siguiendo el sonido, y observó lo que parecía un ruiseñor posado en un árbol que antes no estaba allí.

Eric, desesperado, gritó con fuerza, mientras se debatía contra un enemigo invisible para Alice.

Pronto, la sombra comenzó a cubrir los cuerpos de ambos.

- ¡Eric! –exclamó la chica-.

Extendió las manos hacia Eric, quien se detuvo un instante y comenzó a sollozar mientras desaparecía en las oscuridad.

- ¡ERIC!

Pero ella misma había desaparecido ya dentro de ésta.



Despertó sobresaltada en la mecedora que se encontraba frente al ventanal. Afuera la lluvia no había parado.

Apoyó la cabeza sobre sus manos, y sintió la palpitación agitada de su corazón retumbar en sus oídos. Más otro sonido hacía también eco en la cabeza de Alice: los gritos desesperados de Eric.

“Libérame”, había dicho.

Se frotó el rostro sudoroso y notó que sus manos estaban heladas.

Cuando finalmente pudo dejar de jadear apoyó su espalda contra el respaldar de la silla y cerró los ojos suspirando profundamente.

Recordó el rostro macilento y el cuerpo consumido de su amigo, y tuvo que esforzarse para no llorar de nuevo.

Eric había conocido a Alice a la víspera de sus ocho años. Él, cuatro años mayor, se había mostrado amable y comprensivo con la niña, y en poco tiempo pasaron de ser compañeros de juego a convertirse en verdaderos e inseparables hermanos.

Toda su vida Alice había dependido de Eric, y él había cuidado con celo de su “pequeña hermanita menor”.

En una ocasión, Alice había sorprendido a Eric exigiéndole que le prometiese estar siempre a su lado y nunca dejarla sola. El chico de catorce años aceptó la promesa, pero ahora, pronto a cumplir sus cuarenta y dos, había roto su juramento.

Recordó entonces el campo de hojas de su sueño, y la imagen de la viña dónde había crecido se materializó dentro de su mente.

Fueron numerosos los años en los que Alice y Eric habían jugado en terrenos similares, dónde el otoño, a la luz del ardiente sol, era tan hermoso como la primavera, y en numerosas ocasiones las hojas rojizas, iluminadas por la luz, habían simulado llamas en la incontrolable imaginación de la pequeña Alice.

Cerró los ojos, y escuchó la reverberación de sus risas infantiles cruzando el tiempo y el espacio para recordarle tiempos más felices.

El sonido se confundió con las exclamaciones de Eric, y pronto la chica abrió los ojos, sobresaltada. .

Miró la lluvia caer, incesante. No parecía tener intenciones de disminuir.

Una somnolencia invadió el cuerpo, ya débil, de Alice. Sus párpados se cerraron por voluntad propia, y antes de perder la consciencia, la joven deseó, con todo su corazón, que aquél sueño no se repitiese de nuevo.




Estaba detenida frente a una trampilla de la cual descendía una escalera que parecía endeble. Se encontraba en medio de lo que parecía una pequeña cabaña de madera, de esas que se utilizaban para guardar diversos implementos destinados al uso agrario.

Alice miró a su alrededor.

La luz cegadora del sol se colaba por medio de los espacios entre las vigas, bañando así el heno dorado que se acumulaba en una esquina en forma de organizados cubos de gran tamaño.

En la pared contraria se encontraba una puerta movediza. Alice se precipitó hacia ésta, pero por más que intentó no pudo hacer que se deslizase.

Miró la trampilla, dubitativa, y decidió que debía cerciorarse de la existencia de alguna salida en el piso superior. Comenzó a escalar, insegura de si la escalera soportaría su peso, pero era lo suficientemente fuerte.

Cuando la mitad de su cuerpo se encontraba en el segundo piso, estuvo a punto de caer cuando la puerta movediza se abrió violentamente de un solo movimiento.

La niña dentro de Alice se removió, nerviosa.

- ¡Alice! –exclamó una voz profunda en el piso de abajo-. ¡Ya sabes el castigo de las niñas malas!

El corazón de Alice comenzó a latir con furia ante aquél sonido que conocía tan bien. Aún no podía olvidar la voz amenazante de su padre.

Escuchó el silbido de un hacha al cortar el aire, y fue todo el incentivo que su cuerpo necesitaba para actuar.

Subió apresuradamente los escalones que le restaban. Sintió cómo el hacha deshacía la escalera bajo sus pies, y escuchaba las brutales exclamaciones de su padre:

- ¡Sabes que no puedes escapar, Alice! ¡Tendrás tu merecido!

Alice se golpeó la cabeza con el techo de madera al terminar de subir, salvándose por poco del corte que pretendía realizarle el hombre. La habitación era completamente de madera y profundamente oscura.

Miró desesperadamente a su alrededor, mientras que el hacha de su padre era lanzada una y otra vez por éste hacia arriba, clavándose hondamente en los tablones que comenzaban a astillarse.

Identificó una pequeña ventana circular en el mismo instante en que el hacha se hundía en el sitio dónde antes había estado apoyada su mano.

- ¡Alice! ¡Baja en este instante!

La chica gateó, sintiendo su corazón agitado latir impetuosamente dentro de su pecho, y pronto alcanzó la pequeña abertura cubierta de una gruesa capa de polvo.

Buscó un objeto lo suficientemente fuerte como para romper la ventana mientras que los hachazos se acercaban apresuradamente hacia ella.

Desesperada, pateó con fuerza el vidrio, que se hizo añicos, y saltó fuera de la habitación.

- ¡ALICE!

Cayó sobre un vasto campo de hierba negra. Frente a ella una figura sombría se levantaba. Enclenque y tembloroso, Eric lloraba mientras repetía una y otra vez “Libérame, Alice. Libérame, Alice…”

La chica, jadeando, echó un vistazo. No había señales de la casucha de madera ni de su padre.

Fijó la mirada en Eric, que volvía a sollozar con intensas convulsiones.

- ¿Eric?

El chico se mesaba el cabello y continuaba coreando las mismas palabras. Alice lo observó, intentando recuperar el aliento.

Entonces, un ruiseñor cantó a lo lejos, y la sombra comenzó a ceñirse sobre ellos.

Comprendiendo, la chica apartó sus temores y exclamó:

- ¡¿De qué, Eric?! ¡¿De qué debo liberarte?!
- ¡Perdóname, Alice! ¡Perdóname por…!

La oscuridad los envolvió con rapidez, ahogando las palabras de Eric.




Despertó tendida en el suelo de su sala de estar. Jadeaba, y el corazón latía con fuerza dentro de su pecho.

Se sentó con lentitud, forzando a sus músculos, adoloridos, a obedecerle.

Afuera continuaba lloviendo.

El eco de la voz de su padre resonó en los oídos de Alice como un zumbido. Aquél hombre, que tanto daño le había causado en su niñez, había aparecido, después de tantos años, en sus sueños.

Leander había sido un alcohólico maltratador. Había asesinado a su mujer cuando Alice tenía poco más de tres años, y durante toda la vida de la chiquilla se había encargado de recordarle, por la fuerza, que los hombres siempre tenían la razón.

No había sido acusado de la muerte de su esposa. En el mundo, y en especial en un pueblo pequeño, la justicia, muchas veces, está a favor de quien posee los mejores contactos.

Durante su adolescencia Leander había sido la estrella de todos los deportes, y había traído a casa numerosos trofeos de las competencias regionales. Poseía una gran fortaleza física. Era admirado por algunos, y temido por muchos otros.

Aquella escena en su sueño se asemejaba mucho al día en que había conocido a Eric. Sólo que en esa ocasión el hacha había atravesado el suelo para inflingirle un corte en la pierna que la había dejado inmóvil. Cayó por la puerta de la trampilla, gimoteando. Su padre, que sabía que no sería perdonado esta vez, la había llevado inmediatamente a un hospital cercano.

Había sido atendida de inmediato, y se había salvado por muy poco de perder la pierna.

En la tarde, el joven Eric se había asomado, por casualidad, en la habitación de Alice. Creía que se encontraba vacía, y al ver a la niña se sorprendió.

Hablaron hasta el anochecer, cuando Leander llevó a la niña de regreso a su hogar, y desde entonces Eric y Alice se hicieron amigos.

La Alice adulta recordaba ese día con un sabor agridulce. A partir de entonces el hombre se había vuelto más distante hacia la niña, por lo cual las posibilidades de que la golpeara se redujeron notablemente. Así, en cierta forma, Eric la había salvado de su tristeza en la misma fecha en la cual su padre había llegado más lejos que nunca.

Observó la lluvia que golpeaba la ventana monótonamente.

Eric había intentado disculparse en el sueño. Pero, ¿por qué? Después de todo había sido Alice la que lo había sobrevivido.

Intentó recordar el apodo que le había dado Eric cuando eran niños, pero a su mente sólo acudían los silbidos del hacha al cortar el aire, y el golpeteo incesante de la lluvia contra la ventana.

Esos sueños, avivados por la ausencia de Eric, se apoderaban lentamente de la chica.

Entonces los sintió acudir de nuevo desde el fondo de su subconsciente. Sus párpados cayeron pesadamente y pronto se deslizó en una nueva pesadilla.




Corría, ascendiendo unas anchas escaleras negras mientras jadeaba, intentando en vano recuperar el aliento.

Se detuvo y miró a su alrededor.

Miles de escaleras se enroscaban una con la otra en un espacio infinito. El ambiente era sombrío y frío, y Alice podía ver sus exhalaciones formar nubecillas de niebla y luego disolverse en la nada.

Se abrazaba a sí misma, intentando calentarse el cuerpo, mientras que sus dientes castañeaban al tiritar.

Nunca, antes de esos sueños, había sentido frío dentro de uno. Pensó en que era imposible. En que aquello no tenía sentido, y que de seguro su cuerpo, tendido sobre el suelo helado del salón de su hogar, era el que le transmitía aquella ficticia sensación.

Se dijo que era inútil ahondar en eso. No lograría encontrar una salida así.

Continuó ascendiendo, sintiendo su desesperación acumularse en el centro de su pecho con rapidez.

Repentinamente el escalón debajo de ella desapareció.

Cayó sobre una superficie de hierba negra, y perdió de inmediato el equilibrio, desplomándose así sobre el suelo mojado.

Observó el ambiente, y notó que ahora se encontraba en medio de un cementerio.

Las lápidas, los ángeles y los monumentos de mármol se esparcían por el terreno, centelleando bajo el brillo tenue de las estrellas.

Fijó la vista en una de las losas, la cual se encontraba cubierta por un montículo de hojas secas. Se acercó y apartó algunas de ellas. En gruesas letras plateadas se leía el nombre de Eric.

Las lágrimas se derramaron por su rostro entumecido.

Extendió el brazo y posó una mano pálida sobre el texto. Un escalofrío le recorrió la espalda, y entonces, perdiendo el aliento, se alejó de la tumba.

Un líquido rojizo había comenzado a resbalar desde las letras, bañando la lápida. La sangre caía copiosamente, y comenzaba a bañar el suelo, formando una charca que se extendía rápidamente.

Alice ahogó un grito y se apartó, tambaleándose.

Sollozaba, inconscientemente, mientras observaba aquél malsano espectáculo desenvolverse ante sus ojos temblorosos.

Se frotó los ojos, cual niña, intentando borrar aquella imagen, pero era inútil.

Percibía la presencia de Eric tras ella, más no quería volverse. Temía ver el rostro destrozado y sangrante de su amigo, y algo le decía que eso era lo que sucedería.

- Alice –musitó Eric tras ella-. Alice…

La chica gimió y giró lentamente hacia él.

Clavó los ojos en su amigo, y se sorprendió al encontrar nada más que su desmejorada figura y sus facciones pálidas. No había sangre ni huesos visibles. Sólo él, llorando.

Sintió una oleada de alivio.

- Eric…
- Libérame, Alice –dijo el chico-. Libérame, por favor.

No dejaría que la oscuridad los atrapara de nuevo.

- ¿De qué, Eric? –exclamó-. ¡Dímelo!

El chico hipó, como si se hubiese quedado sin aire.

- De la promesa –respondió-.

Eric se dobló, llorando desesperadamente. Alice contuvo sus lágrimas. Debía saber lo que quería. Debía detener esos sueños.

- ¿Cuál promesa, Eric?
- Lo siento, Alice. P-Perdóname –dijo, gimoteando-.

Parecía profundamente conmovido. Nunca, en vida, había visto a Eric tan alterado y tan frágil.

Recordó entonces aquella vez cuando, siendo unos adolescentes, una llorosa Alice se había refugiado en los brazos protectores de Eric, y le había dicho con voz temblorosa:

- Promete que nunca me dejarás sola. Promete que estarás siempre a mi lado.

En ese entonces Eric había asentido, silencioso, y había acariciado el cabello de Alice de forma conciliadora.

La joven sonrió, y la tristeza la invadió por completo.

- ¿Por qué te disculpas, Eric? Soy yo la que debe ser perdonada. Fui yo la que---
- Por favor, Alice...Por favor… Deja de aparecer en mis sueños.

El corazón de la chica dio un vuelco.

- ¿Qué? –dijo, creyendo que había escuchado mal-.
- Por favor, Alice –dijo Eric con dificultad-. Perdóname por no haber podido salvarte.

Sintió que sus manos se calentaban. Las miró, y jadeó al descubrir que estaban cubiertas de sangre.

Pensó que se trataba de la misma sangre de la tumba, y giró el cuello para verla.

Ahogó un grito al ver que el nombre que rezaba en ésta no era el de Eric, sino el suyo, en grandes y gruesas letras plateadas.

Miró a Eric, que lloraba, y le rogaba su perdón una y otra vez, más un zumbido resonaba en sus oídos, y sus ojos temblaban de forma incontrolable. Intentó decir algo, pero su garganta estaba seca.

La imagen del accidente se formó ante sus ojos incrédulos.

El auto había girado con el golpe recibido por el furgón. Los vidrios estallaron en pedazos, y Alice sólo era capaz de escuchar su propio grito desesperado, y, como si estuviese muy lejos de ella, las exclamaciones confusas de Eric.

No había entendido lo que decía, y, francamente, no le parecía importante. En cambio, una sensación de adormecimiento se había ido extendiendo por todo su cuerpo. Aquella pesadez se apoderó de ella, y pronto su visión se fue opacando, hasta sumirse en unas silenciosas tinieblas.

Había despertado en aquella sala de estar. Había visto la lluvia, y el tiempo se había detenido para ella.

Sonrió al demacrado Eric que se encontraba frente a ella.

- Así que estoy muerta –susurró-.

Eric estudió su rostro por un momento, y luego asintió con timidez.

- Perdóname –dijo entre hipidos-.

Alice extendió sus manos hacia él. Ya no estaban manchadas de sangre, pero habían adquirido un color blanquecino y enfermizo.

Tocó el rostro de Eric, y se dio cuenta de que no sentía nada. No sentía su tacto.

Las lágrimas del chico se intensificaron ante aquel contacto, pero Alice era incapaz de llorar. Una extraña tranquilidad la invadía.

- Cumpliste tu promesa –dijo, sonriendo amablemente-.

El torrente de lágrimas de Eric se detuvo ante aquello. Contuvo el aliento, y luego, aliviado, rió modestamente.

Alice observó una sombra levantándose alrededor de ellos, y supo que su tiempo se había acabado.

- Adiós, Eric –dijo-.
- Adiós, Alice.

La oscuridad los envolvió por completo, y a lo lejos, se oyó el canto de un ruiseñor.




Eric despertó, sudoroso, sobre un amplio sofá plastificado. Por primera vez lo había hecho sin caer al suelo. Pero, en esa ocasión, todo había terminado.

Giró el rostro hacia el hombre canoso y enjuto que lo observaba desde un sillón cercano. El hombre sonrió.

- ¿Y? –inquirió-.
- Ha terminado –respondió Eric mientras tomaba asiento con dificultad-.

El hombre asintió, silencioso, y garabateó unas palabras en su libreta.

Eric desvió la mirada hacia la ventana, cubierta por una persiana azulada, por medio de la cual se colaba la luz del sol en finos rayos.

Pensó en el rostro manchado de sangre de Alice.

- No sabía que estaba muerta –dijo, hablándose más a sí mismo que al hombre que lo observaba atentamente-. Era como si… Como si hubiese continuado con su vida dentro de mis sueños.

Giró el rostro y fijó la mirada en el anciano.

- ¿Es eso posible?

El hombre lo miró a través de sus gafas ovaladas. Pasó un largo tiempo y entonces suspiró.

- No lo sé –respondió al fin-.

Eric parpadeó sorprendido, y el anciano rió.

- Puedo pretender que lo sé todo y decir que no. O puedo aceptar que he visto muchas cosas inexplicables y limitarme a responder que no lo sé. ¿Qué debo considerar más sabio, Señor Reeves?

Eric analizó sus palabras y finalmente asintió.

Se levantó con cierta pesadez y extendió una mano hacia el hombre, el cual sonrió, aliviado, y regresó el saludo.

Se encaminó hacia la salida, y se detuvo ante la puerta, pensativo.

- ¿Señor Reeves? –dijo el hombre a sus espaldas-.
- ¿Por qué tardó tanto tiempo? –dijo Eric-. Ha pasado ya un año, y no ha sido sino hasta ahora que ha descubierto lo que es.
- Porque lo ha escuchado de usted, Señor Reeves.

El chico lo miró, sin comprender. El anciano suspiró.

- La sombra de sus sueños no son más que los temores de su amiga. No ha sido sino hasta ahora cuando ha deseado, en verdad, comprender la verdad. Y lo necesitó para ello. ¿No dijo que dependía directamente de usted desde que la conoció?

Eric asintió, y extendió una mano hacia la puerta.

- Algo más, Señor Reeves –dijo el hombre-.

Lo miró.

- Hay algo que no logro comprender. El ruiseñor. ¿Tiene una idea de qué significa?

Eric lo consideró por un momento y entonces rió con tristeza.

- Así la llamaba cuando era pequeña. “Ruiseñor”(*). Su cuento favorito.

El joven echó un vistazo al rostro del anciano doctor. Sonrió, y abandonó aquella sala para siempre.



(*) "El Ruiseñor", H.C. Andersen






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Biografía del cuento:

Al terminar “Aunque sea por un momento” sentía la imperante necesidad de “redimirme” respecto a la historia que había creado. Pensé en crear una especie de historia de terror, pero no fue sino unos meses después que logré sentarme a escribir “La sombra y el ruiseñor”.
La premisa es simple. La protagonista cree que su mejor amigo ha muerto, y en su profunda depresión comienza a sufrir de extraños sueños que se relacionan a hechos de su pasado. Finalmente descubrirá que, en realidad, es ella quien ha muerto, y que su amigo sufre de pesadillas, relacionadas a sus recuerdos, un año después del terrible suceso. Es este conocimiento el que la libera, finalmente, y su amigo puede continuar viviendo en paz, habiéndose disculpado con ella.
En realidad la historia se trata fundamentalmente de la dependencia. Los seres humanos odiamos estar solos por mucho tiempo. Digamos que las paredes comienzan a cerrarse sobre nosotros, y vemos el mundo mucho más oscuro, no importa cuán brillante centellee el sol sobre nosotros.
La historia, en sí, surge después de un sueño en el cual mi mejor amigo moría en un accidente de tránsito. Al poco tiempo, pensé en lo que yo sentiría en tal caso, y así la historia de Alice y Eric cobró vida.
Desgraciadamente, por tratarse de un cuento, debí apresurarme a hablar de los sueños de Alice (que en realidad son de Eric), por lo cual la historia posee un aire bastante apresurado. Sin embargo, espero que al menos el sentido de la dependencia y del amor haya quedado tangible.
Alice y Eric poseen una idílica amistad, la cual es envidiable. Él la salvó con su cariño, y desde entonces ambos fueron inseparables, incluso después de la muerte.
Verthandi19 de julio de 2008

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