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Vientos de Trueno

El escritorio I
Veo hacia el cielo a través de la ventana mientras intento escribir. El viento sopla con furia. Se introduce por las rendijas haciendo un chillido de miedo. Los árboles se mecen como borrachos malditos de ira. Ráfagas de luz cruzan el firmamento cual flash de una cámara que fotografía los patios traseros sucios y melancólicos condenados al abandono por la infancia extinta del barrio.
Sentado aquí, frente a mi escritorio, no consigo la paz ni con el ácido experimental que me chingué hace un rato. Estoy solo. Me dan ganas de tener en mis manos el revólver, ponerla en mi sien, jalar el gatillo. Reventarme la cabeza. Intentar escribir…
La casa
Era un buen lugar para meterse mierda sin que nadie molestara. ¿Qué puedo escribir de la casa de Leny y sus trece gatos? Supongo que del costal de croquetas intocable, de los sillones llenos de pulgas y sus resortes salidos, papel higiénico embarrado de distintas secreciones humanas y felinas. Periódicos, latas y trapos sucios en todo el piso. Las paredes sucias de colores grisáceos, húmedas por las inclemencias del tiempo y los orines. Un refrigerador pequeño en la cocina (sin alacena, mesa ni estufa) que despedía un olor nauseabundo cuando lo abrías en busca de algo de beber. En una de las tres habitaciones había una colchoneta de color rojo, pero que el polvo y la mugre le dieron un color ennegrecido, acompañada de una almohada que no conocía el jabón desde que Leny la había comprado hace unos años. La taza del baño fue bombardeada sin piedad de caca, orines y vómitos durante semanas sin que alguien tirára de la cadena. Era una gran plasta similar en su textura a la mancha voraz de la película aquella. No me quejo, era un lugar que me ayudaba a resistir la realidad. A Leny no le importaba si eras licenciado o un piedrero con sueños de ácido en sus venas, todos eran bienvenidos. De cualquier modo, la entrada no tenía puerta, la usábamos como mesa de centro y sus patas eran dos cubetas de impermeabilizante que alguien olvidó.
La casa estaba ubicada en medio de un predio olvidado. Ninguna autoridad del municipio se acercaba a la propiedad delimitada por una malla ciclónica y adictos, que en sus días de campo sobre la mata crecida, tenían hambre de sueños y recuerdos de glorias como los elefantes de circo recuerdan al polo norte; seguro las autoridades preferían vernos ahí que mantenernos en el reclusorio.
Había un Mustang del año 1965 dentro del terreno de la casa. No tenía motor, puertas ni llantas. Sus asientos viejos eran de Combi y la carrocería picada por completo. Era la sala de juntas de Leny. Se trataban temas como las drogas y buscar quien las moviera, planear asaltos y asuntos muy diversos. Los tópicos a discutir en la sala de juntas, dependían del estado de ánimo y las necesidades personales. Había casos en que se hablaba sobre el hijo de alguien que iba bien con sus calificaciones de la primaria o una hija que cumplía sus quince años y las preocupaciones monetarias para hacerle una fiesta digna a la niña que se convertía en mujer. También se hablaba sobre golpear a personas por viejas y recientes rencillas.
Entonces la conocí en la casa.
Ella
Estaba formado en la fila. Habían pasado cuatro esa noche. Tenía muchas ganas, ya no me aguantaba y estaban dos delante de mí, así que tuve que sobornar a los dos compas con unas piedras y una Modelo a medio tomar para ser el siguiente. En cuanto salió el tipo en turno entré de inmediato, me bajé el pantalón con todo y trusa, me puse de rodillas. Despacio bajé mientras me ayudaba con mis manos apoyadas sobre la colchoneta, me fui deslizando hacia Ella hasta encontrar su cavidad vaginal. Entonces la penetré. Su vagina era estrecha y yo sólo había probado puras anchas. No sabía que existían como la suya. Me bastaron cinco minutos para venirme y enamorarme. Sentí mi corazón palpitar de manera desenfrenada. Estaba seguro que no era la coca. Prendí la luz, quería ver el resto de su cuerpo. No tuve decepción alguna.
Era preciosa.
Su quijada recta, nariz aguileña, labios carnosos y sus ojos… pues estaban bien rojos. Tenía unos senos pequeños, tersos como duraznos. Su vientre plano y las costillas salidas; su piel morena que además estaba quemada por el sol. Estos fueron argumentos poderosos que opacaban sus brazos morados por tantos arponazos. Tenía una necesidad imperiosa de platicar con ella, pero toda la banda que estaba formada empezó a presionar con chiflidos y no dejaban de tocar la puerta. Le pedí que platicáramos al rato, balbuceando me dijiste que sí. Pero no pudimos hablar esa noche. Me quedé dormido en un rincón de la cocina mientras me preguntaba: “Por qué Ella no había venido antes.“ Leny me dijo después que casi se ahoga en su vómito y tuvo que llevarla a la casa de su madre.
Después regresó a la casa. Estábamos sentados en la sala y no había nada relevante en nuestra conversación hasta que le pregunté si se quería casar conmigo. Casi sin pensarlo se lo dije. No tenía opción, no la iba a dejar ir. Leny fue testigo de mi proposición. Estaba muy serio, cosa extraña en él. Acariciaba a uno de sus trece gatos, luego se paró y gritó: ¡Hambre tengo, tengo de tragar! Los doce gatos restantes llegaron de todos lados y lo rodearon, luego Leny sacó croquetas del costal para darles de comer. –No le hagan caso a ese pendejo—dijo Leny dirigiéndose a sus gatos, los acarició y luego fue a encerrarse a su cuarto. Eran como las tres de la tarde, no había movimiento dentro de la casa. Alguien estaba tirado boca abajo en el pasillo que da a las habitaciones y otro estaba sentado en el piso con la espalda recargada en la pared, semiconsciente mientras vomitaba de poco en poco sobre sus ropas; los demás estaban en el día de campo. A Ella le pareció loca y muy divertida la idea de casarnos. Me respondió con un muy alegre “sí.“ Prometí darle un anillo de compromiso y pedir su mano, porque quería hacer las cosas bien.
El escritorio II
El viento sigue incesante. Tengo que darme una pausa, no para contemplar lo que sucede fuera, sino que ya se me está pasando el efecto del ácido. No quiero estar lúcido. Me da miedo el trueno, no me deja tranquilo. La detonación del cielo con todo su rigor me persigue, a veces es distante, a veces me tortura de cerca. Me muele de miedo cuando lo escucho en mi oído. Me susurra. Es la bestia que me persigue. La que pone en entredicho mi existencia, la que me arrastra a abrir la gaveta, tomar el revólver, depositarle seis balas para no jugarle al escapista.
La insurrección de mis neuronas ante el ácido intenta ganar la batalla, pero cada vez son menos y más confusas entre sí. Dudan de la causa que defienden. Están por rendirse, por dejarme a merced de la locura. Tiemblo.
Las nubes de la tarde se mueven con gran rapidez. El brillo naranja del cielo y el ventarrón son espectáculo para los desquiciados que piensan que es el fin del mundo… aunque pareciera. ¿Es paranoia? Me dice que la bestia me apura a combatirla. Ir a su encuentro con mi espada forjada a las llamas de todos mis miedos. El peso de mi andar cobarde, espero me permita gritar que estoy vivo. Pero la bestia me ronda, no me apura a enfrentarla. ¡Ruge la bestia en el trueno del cielo! El relámpago es su furia, el viento mi miedo. Guardo mi espada en una laguna mental. Tengo frío.
Miro hacia el baño.
El Baño
Se encontró con su reflejo en el espejo. Abrió la llave del agua, dejó el revólver sobre la caja del escusado. Su rostro era duro, inmutable, sus ojos no se movían de sus ojos, el agua corría y sus manos sucias aguardaban el momento de meterse bajo el chorro. Miró sus ojos como poco a poco se humedecían, estaban a punto de desbordarse las lágrimas, el agua caía del grifo y su sonido se hacía más grande a cada momento. Extendió su mano para alcanzar el revólver sin quitar la vista de su reflejo y puso el cañón en su sien; respiró agitado, tragó saliva, en su frente había sudor y una lágrima se deslizaba por su mejilla. El chorro ya era un torrente de aguas sin cause, a este, se le unió un zumbido que provenía de su cabeza, de un rincón del baño, de la rendija de la ventana, del trueno… o quizá era un susurro del cañón pidiéndole o rogando ponerle fin a todo. Su mandíbula estaba trabada como la de los perros de pelea en el cuello del vencido. Su cuerpo ya temblaba, de su boca escurría baba; la mano empuñaba con fuerza el revólver, el dedo índice tocaba el gatillo, pero estaba petrificado; era como si recibiera una orden de resistir hasta nuevo aviso… una mosca voló frente a él. Quitó sus ojos del espejo, bajó el arma y la dejó otra vez en el tanque. Vomitó sobre el lavabo, y acompañado de una tos seca, soltó varios quejidos hasta que ya no tuvo nada más que expulsar. El chorro de agua que salía de la llave volvió a su cause y el zumbido lo escuchaba cuando la mosca volaba cerca. Lavó su cara y sus manos con abundante agua, cerró la llave y respiró profundo. Se puso la toalla alrededor del cuello, dejó el revólver y a paso lento salió del baño para dirigise a su escritorio.
Leny
Esperaba a Leny en la sala de juntas. Había ido a zurrar al cagadero que estaba en un rincón del patio donde la mata estaba más crecida para tener intimidad. En el lugar había una bolsa de cal para espolvorearle encima a la mierda. Al cabo de un rato llegó a mi encuentro y discutimos acerca del anillo de compromiso. Me dijo que estaba loco, que solo un pendejo se casaría con esa mujer. Le dije que tenía la vagina estrecha. Leny, muy enojado, me dijo que no volviera a su casa, me olvidara de él y de ella, que esta era la última vez que me lo decía, pero que yo tenía la decisión final. Yo le dije que estaba decidido a casarme. La dureza de Leny cambió bruscamente. Dijo que él conseguiría el anillo y la mejor opción era el centro joyero del centro de la ciudad, porque había más variedad de gustos y que por el precio no me preocupara. Dijo que tenía un amigo ahí que le iba a echar la mano.
Leny tenía cuarenta años de edad y yo de conocerlo tres. Hasta entonces se me ocurrió preguntarle por su vida. Supongo que por su actitud. Nunca me habló de esa manera.
Resulta que Leny se casó cuando tenía veinticuatro años. Su matrimonio duró seis. Según él, era un hombre fiel y todo lo que le pedía su mujer se lo daba. Tenía un buen puesto en una empresa trasnacional, una casa en un buen barrio y una hija de tres años. Su esposa padecía de problemas psicológicos. Estaba siendo tratada por un psiquiatra que le recetaba antidepresivos y ansiolíticos. Debido a su inestabilidad emocional se refugió en el alcohol. Le era imposible dejar el brandy. Una mañana de domingo ella estaba sentada en la mesa del jardín mientras la pequeña jugaba. A escasos diez metros de su madre, la niña abrió la cisterna, cayó en ella y se ahogó. Su mujer no se dio cuenta, se quedó dormida. Fue un golpe duro para Leny. Se divorciaron ocho meses después. Leny ya no pudo soportar el estrés que le exigía su trabajo y no le hallaba sentido a las cosas. Renunció. Vendió su casa. Con el finiquito compró la propiedad y vivió algunos años con el resto del dinero. Se prometió así mismo nunca volver a trabajar y vivir de lo que cayera. No le temía a nada. Sin embargo, era muy servicial con los demás y de sangre liviana, escepto cuando alguien osaba tocar el costal de croquetas de sus gatos. No me tocó ver, en el tiempo en que lo conocí, que alguien (depués de la primera advertencia) se metiera con la comida de sus felinos. Era un selecto grupo, porque no dejaba que otros gatos se acercaran a su casa y sólo adoptaba uno cada año. La fama la tenía, pero en la casa jamás lo vi envuelto en un problema.
Estábamos en la puerta del Centro Joyero. Antes de entrar, Leny me preguntó que si de verdad me quería casar con ella, le contesté con un rotundo sí. Leny me dijo: Eres el único que sabe que tuve una hija. –No importa—respondí—no le voy a decir a nadie, Leny. –Hoy cumpliría catorce años y ya no quiero adoptar gatos. Planeé mil maneras—continuó Leny—de celebrarlo y qué mejor que ser tu padrino, ¿no?--Le agradecí y nos metimos a las joyerías.
Vimos varios anillos hasta que me decidí por uno modesto. Leny insistió en uno costoso. Dijo que lo esperara a dos calles de la joyería. A los cinco minutos, Leny llegó presuroso con su pistola en la mano, me dio el anillo y me dijo que me perdiera entre el bullicio de las calles. De inmediato me fui del lugar. A los pocos segundos escuché que gritó: ¡Hambre tengo, tengo de tragar! Y luego se escucharon varias detonaciones. Volteé, Leny era acribillado a balazos por la policía.
Leny no le temía a nada, pero no era un tonto. No fui a reconocer su cuerpo. Tuve temor de que me involucraran en el asalto. Al otro día, leí en un periódico de nota roja que la pistola de Leny no estaba cargada. Nadie de nosotros fue a reclamar el cadáver. Seguramente terminó en una fosa común.
Unos días después, mi prometida malbarató el anillo en una casa de empeño. Era una noche de farra, ella no traía dinero. Lo necesitaba para saciar su necesidad de heroína.
La casa de Leny sigue ahí. No hay pista de sus trece gatos, supongo que se fueron a buscar comida a otra parte porque teníamos la costumbre de no alimentarlos y el costal se quedó tal como lo dejó Leny. A la que fue mi prometida le siguen haciendo fila. Ya no he vuelto a la casa.
El escritorio III
Amanece, el clima se ha despejado y por fin comienzo a escribir… fue una noche pesada.
Yacko7911 de agosto de 2012

2 Comentarios

  • Sandra01

    increíble;me encanta(:

    17/08/12 10:08

  • Yacko79

    Gracias, Sandra. Saludos! :)

    21/08/12 01:08

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