Sofi decidió que, aquella noche, iba a dormir con el peluche más grande que tuviera. Sus ojos de almendra se mantenían de lo más brillantes y su nariz y sus mejillas, todavía algo encendidas. Se había recogido el pelo en un moño cómodo, horas atrás. Ahora, las sábanas de la cama parecían jugar a soplarle en la nuca: Sofi se llevó la mano a lo alto del moño y un manantial de aguas onduladas cayó en cascada a los lados de su cara. Un manantial en el que perderse; porque Sofi ya era una niña grande. Tenía sus pequeñas curvas, apenas bultitos bajo la ropa, y una risa que parecía el canto de sirena del parque de la ciudad. Estaba destinada a que el paso de los meses la cambiara… o quizá y con suerte no.

Sofi cogió el peluche más grande que tenía con sus dedos estilizados. Se trataba de un perro de unos cincuenta centímetros de altura, blanco de cuerpo, negro de orejas y cola y con dos manchas negras en el cuerpo: una grande y rara donde debía estar su corazón, y otra pequeña a forma de parche o antifaz sobre su ojo izquierdo. Sofi lo abrazó con unas manos temblorosas. Un par de mechones se le pegaron en el sudor del carrillo izquierdo.
Bajo las sábanas, los pies de la niña entraron en contacto y la asustaron: estaban congelados. Un escalofrío le nació en la planta de los pies, le subió hasta la cadera y allí se puso a bailar. Luego, retomó el camino hasta la nuca, donde unos labios sin rostro seguían soplado al son del “Sol, solet”. La pequeña frotó su fría nariz humana con la del perro con medio antifaz.

Sofi es la niña triste que aparece en todas las historias escritas pasada la medianoche.

(A.M.)

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