España es una cosa fría que palpita sin saber si debe hacerlo. En este momento, y después de los homenajes, las lágrimas institucionales y los ramos de flores venidos desde todos los rincones de nuestra piel de toro, Adolfo Suárez musita eternidades de concordia y golpes cutres, a lo 23-F, donde Suárez se levantó de su asiento y se encaró a la ultra derecha más rancia y desnortada, que más que ultra derecha, venía siendo un bigote mal depilado y un tricornio adquirido en el Corte Inglés de ultramar, sombrero roído malamente y sin demasiada gracia por el espíritu de Mayo del 68 y los cuatro o cinco libertarios exiliados en Francia.
Adolfo no tuvo memoria durante años porque la memoria se la procuramos ahora nosotros, agasajando con suma efusividad su valía, su entrega y su saber hacer a la hora de enfrentarse a los puñales de la derecha, la izquierda y el medio centro. Falleció y enseguida se plasmaron en su pecho añoranzas de principios de los años 80: España dolida y malherida por el final de una dictadura de todo a un euro (cien pesetas) y por el inicio de lo que actualmente estamos viviendo: la división constante y desatinada entre los pueblos que fundan este país de maracas, panderetas sicodélicas y vino recalentado a modo de sangre que gime crisis y desconfianza.
Muere Adolfo y todos le queremos algunos de verdad-. Suárez de café solo y cigarro constante que fumaba a modo de ansiolítico. Hombre que quiso ser presidente desde joven y que lo fue, aunque, después de todo, tuviera que irse por la puerta de atrás, cabizbajo, esa puerta que es la que frecuentan los gatos pardos, las grupis viciadas de alcohol y drogas made in London, y los poetas que dejan a deber botella y media de absenta. Adolfo de "¡Viva Adolfo!" mientras el féretro camina cual legajo de sombras y dudas que lleva el viento de la solemnidad hacia el recuerdo, circulando a paso lento y entre aplausos por el Madrid de los Austrias, de los Goya velados y abombados, el Madrid de los políticos vigentes que ni de coña, y por mucho que se esfuercen en aparentar, lograrán ser como él consiguió ser. Suárez venido a menos que hizo lo que hizo por el bien de un país que enseguida lo denostó, ese mismo país que ahora lo alaba y lo televisa como referente de un tiempo donde la política era una cosa seria que daba de comer al que realmente lo necesitaba. Presidente que no fue santo y que ni siquiera se permitió serlo, ya que traer la democracia a España es más una cosa de quijotes que de beatos con fama de clérigos. Adolfo dijo: "Un político no puede ser un hombre frío. Tiene que recordar que cada una de sus decisiones afecta a seres humanos. A unos beneficia y a otros perjudica. Y debe recordar siempre a los perjudicados". Y es que, Adolfo, sólo por estas palabras, mis huesos quebrados ya te están echando demasiado de menos.