Cartas de Amor En la Distancia
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19 de octubre de 2011
por beth
-Si vas a empezar a reÃrte de mÃ, me marcho-le contestó ella muy digna.
VÃctor se levantó de la silla y acercándose a Natalia la miró a los ojos profundamente, deteniéndose en cada milÃmetro de su rostro. Ella no fue capaz de seguir mirándole a su vez, y bajó la cabeza, sintiendo como sus mejillas ardÃan.
-No, me he reÃdo de ti. Perdóname si lo has sentido asÃ. Simplemente me hace gracia ver cómo te pones colorada por cualquier cosa; y ya sé que es peor si te lo dicen.
-Cambiemos de tema, por favor. ¿Vas a servirme por fin ese café?
Ambos se sentaron en los raÃdos sillones y bebieron en silencio. La casa que la parroquia ponÃa a disposición de sus sacerdotes era de piedra, al igual que la iglesia, y carecÃa de comodidades. El único lujo que tenÃa era la estufa, que contribuÃa a que la temperatura no se pareciese más a la de un iglú que a la de una vivienda habitable. Natalia miró a su alrededor y de repente sintió preocupación y desolación a la vez por aquel hombre que la miraba desde el sillón enfrente del suyo. SabÃa que era unos cuatro o cinco años mayor que ella, y sus sienes empezaban ya a platearse, aunque seguÃa teniendo un rostro de aspecto inusitadamente juvenil, quizá debido a su sonrisa y a sus ojos, grandes y oscuros. Pero a pesar de todo, cada vez que le veÃa no podÃa dejar de imaginar a esos hombres que parecen como quemados por un fuego interior que les consume; una especie de ansia que les hace desprenderse de sà mismos y olvidarse de su propia existencia. Tanta calma, tanto sosiego y paz interior solo podÃan conseguirse a base de mucho sufrimiento, mucha renuncia y olvido de sà mismo. Su aspecto era en cierto modo el de un asceta.
-¿Estás comiendo adecuadamente?-le preguntó de repente Natalia.
Se quedó callado, como si el darse cuenta de que otro ser humano se preocupaba por él le sorprendiese y le turbase a partes iguales. No contestó, se limitó a encogerse de hombros y abrir ligeramente los ojos, como en un gesto de asombro y vergüenza a un tiempo.
-No, no me contestes. Ya sé que no. Conociéndote, eres capaz de olvidarte hasta de comer. Antes, cuando yo era pequeña, los curas que se daban a valer tenÃan a alguien que se preocupase por ellos.
-¿Quién? No necesito a nadie, tengo a Dios.
Natalia bufó, enfadada, sirviéndole más café.
-Pues francamente, no le veo haciéndote un potaje o un arroz con leche.
-No blasfemes, Natalia.
-No son blasfemias, llámale sentido del humor. Ahora en serio, antes los curas se traÃan a sus madres o hermanas para que les cuidasen o en caso contrario se buscaban una sirvienta.
-Mi madre hace años que está muerta, por desgracia. Mi única hermana tiene bastante con cuidar de su marido y sus tres hijos. Y francamenteÂ…no me veo teniendo sirvienta. Me gusta tanto la soledad que no soportarÃa a alguien revoloteando a mi alrededor; asà que acabarÃa matándola una noche con el cuchillo de cortar el pan y eso me condenarÃa por toda la eternidad.
Isabel cerró el cuaderno casi con rabia. ¿Mamá habÃa tenido una aventura con un cura? Todo esto le resultaba muy difÃcil de digerir por más que se dijese a si misma que era una mujer adulta y que tenÃa que aprender a ver a su madre también como persona. Pero, ¿cómo no habÃa sido capaz de dejar de lado esos sentimientos? ¿Es que no se daba cuenta de que era una mujer con obligaciones familiares y ese hombre le estaba vedado? Por un momento intentó imaginarse la situación pero no era capaz, le dolÃa demasiado. Miró su reloj de pulsera, que marcaba las nueve de la mañana. Pensó si serÃa demasiado temprano para llamar a la TÃa Esther, y decidió que no. Incluso aunque estuviese todavÃa en la cama, tendrÃa el teléfono en la mesilla de noche y sabÃa que ella estaba despierta desde las siete. Marcó su número y esperó con impaciencia. Por fin, al quinto pitido, su tÃa descolgó el auricular y escuchó su voz familiar al otro lado del hilo. No se anduvo por las ramas y entró en materia tras los previos saludos de rigor, que intentó que fuesen breves.
-TÃa, he empezado a leer ese diario o lo que sea que Mamá escribió. ¿Tú lo has leÃdo?
-No, cariño, no lo he leÃdo. Tu madre me lo confió hace muchos años pero lo dejé en un cajón, guardado en su caja hasta que tú llegaste ayer.
-Entonces no sabes la cantidad de despropósitos que hay en él. He leÃdo solo las primeras páginas, pero me ha bastado para descubrir cosas de Mamá que me ha dejado dolida. ¿En qué terminó su relación con ese maldito cura?
-Sigue leyendo si tanto te interesa saberlo.
-Pero tú lo sabes. Mamá te lo contaba todo.
-SÃ, no tenÃamos secretos la una para la otra, pero no quiere decir que yo deba compartirlos contigo. Asà que si quieres saber más sigue leyendo, solo te puedo decir eso.
Isabel retorció las manos de pura desesperación, aunque en aquel momento lo que hubiese deseado era retorcerle el cuello a su tÃa hasta hacerla hablar.
-A veces eres horrible, ¿lo sabes, tÃa?
-Lo sospecho. Y no creo que la edad y mi dolor en la cadera contribuyan a mejorarme el carácter. Asà que tendrás que tener paciencia conmigo, querida.
-Paciencia, eso es lo que me falta. No podÃa con mi madre cuando se ponÃa cerril y no puedo contigo. Vaya dos, no me imagino lo que debéis de haber sido.
Esther rió con voz ronca al otro lado de la lÃnea.
-Fuimos a veces muy felices y en otras ocasiones profundamente desgraciadas, supongo que como la mayorÃa de las personas. Pero nos apoyamos siempre la una a la otra, en los momentos buenos y en los malos. Ojalá tú tengas una amiga tan buena como lo ha sido para mà siempre tu madre. Los amantes, los maridos, los hijos, todo te puede fallar, pero las buenas amigas te acompañan a lo largo de toda tu vida.
-Y si querÃas tanto a Mamá, ¿por qué no le sacaste de la cabeza esa absurda idea de liarse con un cura? Qué depravación por Dios.
Esther siguió riéndose por lo bajo. Qué absurda era la juventud y aquella niña en especial. Si ella supieraÂ…En ocasiones se alegraba de no haber tenido hijos; la mayorÃa eran unos desagradecidos que se pasaban la vida juzgando a sus padres, pensando que debÃan hacer siempre lo que era correcto o lo que ellos en concreto veÃan como correcto.
-A todo esto, Sabela, ¿me has llamado para algo más?
-Que no llames Sabela, demonio, qué sabes que lo odio. No, te he llamado para que me ayudes y te niegas…Te odio, ahora entiendo porque mi madre y tú os llevaseis tan bien. Tal para cual.
-Adios querida, cuando se te pase el enfado me llamas de nuevo. Pero sin malas palabras, que no estás libre todavÃa de que te lave la boca con jabón.
Y le colgó el teléfono
Tus Manos1374 lecturas, 3 comentarios, 2 lo recomiendan
Muerte1686 lecturas, 12 comentarios
Ok, muy bien. Aquà seguimos.
Creo que Isabel se precipita, deberÃa seguir leyendo ante de juzgar,¿verdad?