El Cono Maestro_ Parte Cuarta
Un tono medio quebradizo, un papel seco hasta el vidrio, su vocecita que antes era una lamparita blanca, ahora solo se resume a un sonidito quejumbroso, una piedra luchando contra las paredes de un pozo mientras cae, una piedra helada y en picada era su voz desde hace unas semanas. Lo que antes fue un cantar de aves, de esas que te despiertan el día desde la ventana, hoy, desde ese arrullo de sabanas y transpiración que enriquecía cada día con el declive, no era mas que el ruido del fino aleteo de un insecto de alas espinadas o el de una nube fragmentada de murciélagos esquivando estalactitas, hacia la luz.
Jaime, una estatua más entre sus amigos y los adultos, figuras planas y opacas alrededor de Isabel, la madre de Ernesto, que ahora, no es más que un cabello mojado en el baño, observa con los pulgares de los pies agitados, una gotita de sangre fusionándose a otra de sudor cerca de la axila. La gotita pedalea alegre su triciclo, cubierto por las polleras rojas, hacia el balneario axilar, grita espantando toda ave microscópica, con ese grito imprevisto y molesto que se pierde en la pubertad (los perros ladran por el chillido infantil de la minúscula sanguínea, alguien en la pieza advierte con tono de sabio que lo hacen por que la muerte ya entro a la casa). Las otras gotitas, todas niñas panzonas con el cabello rojo regiamente peinado hacia atrás por sus madres, repiten el gritillo de guerra, mientras las gotitas de sudor, mas introvertidas y pacificas apenas se arrastran para evitar el brusco encuentro.
¡Tan tontas como saladas! Gritan burlescas, desorbitadas, las gotitas de sangre en bajada, antes del splash inaudible para las mentes impedidas, que provoca la violenta fusión.
Mientras Jaime sigue atrapado en una confabulación entre su imaginación y los detalles de una moribunda, los invitados a la elevación, permanecen alrededor de la copa casi vacía, que sigue derramándose donde mismo se gestan, con las ventanas de los ojos cerradas la mayoría de las veces, un crepúsculo de bestias y emociones sobrepuestas, esa mancha sin fondo que son los sueños, y es que tanta vida es la que derrama el hombre sobre sus pasos, que se hace inconcebible la idea de una sola vida en su surco, seria una injusticia, un desequilibrio atroz; es por esto que la imaginación es nuestro mayor argumento a favor del inmortalismo.
Dentro del fluido aneblinado que aletarga cada silaba pronunciada por los presentes en el espino invertido, el filtro grisáceo de las tragedias, los quejidos ahogados, asquerosos de miserables, y ese silencio desconcentrado casi insensible, está Ernesto; que ahora es incapaz de saltar la pirca de un solo brinco, ahora es solo una horca posterior al ahorcado. Su madre yace goteando, de cabeza al precipicio mas negro, con los brazos extendidos con la esperanza de desligarse, fugarse en una curva ascendente hacia la planicie invertida, esa de edificios dorados sobre el turquesa mas amplio, el paraíso exótico de los que tanto sufrieron en vida.
Ernesto se ha quebrantado, se entiende entre el murmullo de ideas que subyace al silencio del duelo. Todos piensan al mismo tiempo, se atropellan unos a otros, las ideas más grandes a las chicas, varias chicas a las más grandes, el silencio de los niños siempre es un silencio caótico.
Isabel mira el techo de su hogar quizás por ultima vez, abre la boca, una cueva de ladrones, tuerce la esquina de una sabana, el coito entre las manos y las cosas, eleva sus pechos, el desafío al dios mas pagano de todos.
La expiración es una acto tan hermoso, solo se hace un vez en la existencia; es lo ultimo que le robamos al mundo, es una protesta de aire, nuestra ultima creación, la mas espontánea, la mas grande. Quienes no expiran al morir, quienes no derraman su presencia vital sobre otros para que los respiren por ultima vez, no murieron, engañaron al mundo. Nos han engañado a todos.