En un cuarto pequeño se gestaba algo grande. Nadie conocía el significado de las cosas pero lo hacían todo con cierta autoridad y seguridad. El elemento perfecto para que esa magia diera como resultado tal magnitud, fue el disparador de un instante de felicidad.
Por otro lado se guardaban secretos de algún tiempo no muy lejano y fantasías que, recién hoy, eran visibles a sus ojos.
Pero no hubo tiempo para festejos; ni mucho menos para lamentos. Y fue entonces cuando una vuelta más decidió por todos. Y fue ahí cuando el agua tapó los pensamientos y el cerebro quedó completamente seco. Ni una idea. Ni una frase de contención; nada.
Algunas manos se entrecruzaron casi por compromiso y la luz se apagó. Alguien cantaba pero nadie quería oírlo. Era una voz que anunciaba la despedida y nadie apretó los dientes.
El sacrificio de años iba a otorgar su fruto; pero, extrañamente, nadie quiso comerlo.
Será que su madurez era aún menor a la de los comensales. El vino ni se tocó, la carne menos.
Y el cuarto se vació cuando la gente sufrió ese raro sentimiento de contradicción y culpa que aparece, en algunas personas, luego de un banquete.
La puerta se cerró y nunca nadie quiso volver a abrirla. Aunque hay quienes aseguran que con el tiempo se oyeron llantos y golpes en su interior, nadie quiso volver a abrirla.