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Moderar Todas Mis Palabras

Moderar todas mis palabras tal vez sea sentarme a escribir por qué soy protagonista de esta historieta trucha, esta cosa sin variación ninguna, último escrito en el que me embarco. Porque me aburro, porque me aburro y para más datos mi mujer me dejó. Más bien me cortó todas las plumas de ganso que poseía, guardaba de antaño. Arrancó toda la raíz de mis emociones, sentíame yo como árbol viejísimo, anterior a lo inmemorial. Uno de esos que aun así no se inmuta en que los despojen de la maravilla del bosque.
Asi fue, con todo el desgarro que uno pueda sentir o ustedes quieran imaginar.

Los viernes, los viernes son para eso, para no cortar conexión con los laborales mundos a la vez que se la establece intermitentemente con el vampiro de fin de semana que aguarda atrás de cada arbolito. El sábado no nos reconocemos y el domingo dormimos. Qué lunes de mierda se piensa después, y es que nos come la vibración de nuestras propias vidas.
“si, estaría genial verse para boludear y correr y saltar por el campo maravillados del blues de la naturaleza. Pero estoy terriblemente apenado con la vida y no estoy saliendo para nada que no me resulte tremendamente urgente o molesto. Las dos cosas me enervan, y me motivan por igual”
Fin de la conversación. Así eran mis respuestas de momento, no las corregía ni hacía falta. Esa era la importancia de lo que deseaba decir, y si no decía lo que deseaba decir, entonces me engulliría lo que no digo y engullo. Así es cuando se toma la determinación de desear explotar o vomitar. No quiero establecer cariños, ni lazos, todo lo que brote a partir de ahora es desde las entrañas, y no lleva más que desolación futura ¡A quién quiero condenar a eso, a quién odiaría tan descreídamente como para hacerlo! Es necesario medir el paso en circunstancias ajenas al remolino de opciones que uno crea. Hay tornados más grandes, que asustan a los murciélagos y drenan toda una ciudad al océano. Yo no me inmiscuyo, ni me inmiscuí en la brava mano de la vida, qué miedo tuve de hacerlo...
En fin, escribo poesía y me senté esa noche, bien recuerdo, vedado por los talveces, las marrrrrrruñias raras insoportables, el alter ego de los errores que decía cualquier cosa, el semántico que llevo adentro y los cafés. Escribía:

“Tuve una mujer que me obligo a matar,
Una única que me obligo a matar
La ultima hoja solitaria del cuaderno. ¡Dios!
¡La mente es lo único que me queda!
Tengo que reconocer la rabia de mi pájaro,
Propia de mi pájaro. Sin alucinaciones ni Tremendasvistas,
Soñar con la tierra por debajo de la cartulina negra: se despliegan las estrellas,
Se enrollan y se van al Otrocosmos…

Le juré a esa mujer que se trataba de una maldición,
Que era tiempo de correr a solas. Siempre lo fue.
Ella lo fue siempre, a la par, y entrechocaron marañas de cosas y franelas.
No se
Cual de esas cosas debe quedarse ahora.
No se
Cual es Francia y cual un francés imposible, idiomático y chamullero.
Me sobra, me sobra lo que necesito para vivir,
Tengo todos estos pelajes de mono que me resguardan
Pero matan a mitad de verano, matan...

Todo es poesía. No quiero nada de eso. Quiero la tuberculosis con sabor a nostalgia de otro tiempo,
Con otro padecer,
Y otra espada muy distinta.
Ella, me obligo a matar, usó (es posible)
La base del mismo palo que mi padre,
Palodurohijodeunaputa.
Disgregó tanto mis voluntades,
Que no quedó ninguna, y no, no tuvo ella la culpa de todo.
Tuvo culpa de todas sus lanzas y desbocó acaloradamente las mias.
Yo, yo tuve que descifrar y molestar a la academia con ella,
Ella me obligo a matar a traición un almuerzo
A cambio de un postre
Que empacho todas las panzas angurrientas.
“Permíteme completar esta velada con un fraude…”

Cuando ingreso al baño… Noto el nilo local,
Separando las duchas de los nobles reinos inodorescos, veo, en la esquina,
Caca de gato. Caca fresca de gato, con todo el olor
Persiguiendo las palabras. El pelo de mi ultimo corte casero,
Casera también su mugre, sin poder volarse a causa de esas, esas mugrecitas
Que los adhieren al suelo.
Una trágica nevada de varas.

Doblecapa de gusanos, Las sanguijuelas negras y sus retorcijones
Retorciéndose naciendo del huevo, del nido de Parsec en el borde de la ducha,
Destrozando el cascarón para nadar
Y ser arrastrados
En el perpetuo húmedo de este recoveco,
Y también en agua que utilicé para lavarme la ropa.
A veces cagando mirando las arañas o el cuadro de moho verduzco húmedo
(todo húmedo), todo tiende a empeorar,
Empieza a tomar su forma indistinta de las demás.

Una.
Una sola vez pude escribir en el baño.
Fue un sueño en que ardí, me doblegué y más tarde prometí recordar.
Me distraía el chirriar de mi cuñado, por lo que me encerré.

Pero oime:
Cuando entro a ese baño… Los multiuniversos se comprimen y descomprimen, inflamados de enamoramiento, la mugre y el smog de mi máquina de cigarrillos, de mí mismo cagando y fumando para el afloje estomacal. Smog, me dirán después del sorete. Tanto arte y desinterés en las redes que componen las telas que componen las presas y descomponen su carne atravesada de tela, “algodonicasisinsexo”, muerte sin reproducción.
Muerte que le da la vida. El moho en las paredes es hilarante: casi buñuelitos de espinaca desafiando la gravedad, casados con el techo siemprehúmedo. Siemprehumedo, le dirían los viejos caballeros si desearan regatearle un nombre como antaño hacían con corceles, armaduras, espadones y toda clase de cursilería macabra. En guerra rítmica, cucarachas contra arañas, pesadumbre, más smog de la maquinadestrozacigarros, y regresar siempre en busca del agua saliendo del tubito aspersor taponado de blancuzco sarro. Gotatransparente le gana terreno otra vez a gotablanca y vuelve a mí…
Y vuelvo yo a la caca de gato. Oloroso, inadaptado, no elige nada y aun así actúa, en alguna parte, cualquiera más, actúa. Yo no tiro las cadenas, no peino los remolinos ni tampoco tapo el sol con un dedo.
Yo entro a la pocilga, a la pocilga que ha sido toda mi vida, y medionadando en las tareas bañeriles que aún asi blanquean, temo…
A que se caiga mi anillo, que se desparrame junto con el agua y los restos de caca, que se me escape más allá del día por el desagüe para dar de comer a la culpa y la pulpa, la pulpa de culpa podrida (bien sabés que siempre me quedó flojo, y no es que lo apartaba de mi mano, es que temía por aquel simbolismo como para ponerlo a cubierto, aunque más no fuere de mí mismo).
Me da miedito perder el anillo que me diste, lo deposito en el banquito comido donde apoyo el detergente y los jabones (es duchalavaplatoslavaropas)… Las pobrecitas, las pobres cucas que se multiplicaron hasta hartar los soles y los dioses y, entonces la Arañadevorandotodo, tan lentamente, qué morbo delicioso de baba de cucaracha, un helado desde las sombras. Y yo cuidando el anillo, y yo me perdía recordando a través del anillo, codeándome con los futuros que vislumbraba el sonar del anillo plateado perfecto y reluciente.
No quería perder tu anillo, lo deposito, lo deposito con decisión y aun así, aun en ese producto turbio de lugar que requería toda la atención, no dejaba sin embargo de mirar el anillo a la vez que enjabonaba bolas, tacos y hoyos. No lo dejaba de mirar, su terso suave y quirúrgico acero me brillaba, me brilla cada vez que trato de bañarme a ciegas, y allí se encuentra, dándome luz que enoja a las señoras arañas negras y patonas y convulsiona de rumores oleadas de cucarachitas veraniegas en un constante unísono dadá… Tal como bebés, dadás.
Aquella hija, aquella pieza de metal más desinteresada y mejor que un gato o una persona, era mi enferma promesa y recordatorio de que habían mundos así de ofuscados e irremediablemente infelices, era cierto, pero también tenían lugar otros tantos en la misma tierra. Unos dentro de otros, a su lado, arriba en los cielos y bajo la maldita tierra arcillada. Habían mundos, ilusiones, situaciones explotables y voraginosas, mantras bellos y dolorosísimos como el nacer. Todos relacionados a los seres, y es que ahí estabas vos… Lo que me hacía querer bañarme y asicalarme todos los días con la emoción de un paseo soleado para un niño. Brillaba por donde se lo quisiera mirar, justo como el anillo.

Ahora corro en lo laberíntico de este barrio
Y las plantas del balcón ya no están. Es terrible,
están todas muertas y, en su lugar,
Nuevas pieles como serpentarias,
cubren las hojas y las ramitas en una melaza de piel aceitada
que quiero, que quiero, pero ya no reconozco en nada.”
Esos matetes me comía para pensar el doble en mi circunstancia. Pero al menos recuerdo dos o tres cosas. Bien, primero que ella mencionó cosas reales pero incandescentes en términos discursivos, porque obviamente nuestras misiones de vida no eran demasiado ceñidas la una de la otra. Y es que solo quería de mí, el espacio para “verdecer y ser natural” (Fernando Pessoa), hacerlo por mí mismo, sin el impulso de su persona, y a la vez mejorar lo que sea que hayamos tenido con mi 50% de sustrato que era simple y llanamente, lo justo y necesario para avanzar.
Pero a futuro, y eso incluía escribir y al fin publicar, callar mi voz y levantar LA voz, lo que sabía era mi primer impulso desde niño y tal vez mi mayor pasión. Una que nunca me senté a domar. He de agradecerle a su sombría imagen el que esté sentado en mi guerra de las galaxias, en mi choque entre varios mundos.
Eso fue lo primero, más tarde recuerdo que de los mil mensajes que le enviaba, uno contestó, tal vez por una reestructuración extrañamente emocional más allá del tiempo de paso de la angustia. Bien, el hecho es que ella también me quería, pero ese no era justamente el problema. Bien, el problema era mío, por lo que era yo y solo yo quien accionaría por completo a partir de allí. Ella… ese fue un segundo “regalo-cuchillo”… Y es que a distancia podía lanzar ciegamente lo que quisiese con impunidad.
Me siento y observo pienso, “yo sé dos, tal vez tres cosas”. La tercera, y que de manifiesto pongo siempre en duda es la de escribir. A ello me aboco pero sin academia, y sin academia exalta su ser todo lo que pienso y valoro intenso como para transcribir. No he domado esta cosa peluda, sin desembocar siempre en el avatar de la academia, que tanto me rompe las pelotas (en un intento verbal raro). “¿Cómo?” mascullo para mí de a poco y disminuido, parte de la manifestación oral tanto como de la psíquica… “¿cómo?”.
El ritmo de las cosas es como el dadá, más que las arañas, que lo transportan a su plano más obscuro e instintivo. La música de la noche pierde coordinación e hila así como el jazz (los que bailan saben de tormentas). Amé siempre escribir acerca de, pero creo que cometí el error de mostrarlo, y algunos infelices me domaron las ganas tal vez (sin saberlo yo) diciendo “que es muy bueno, y que tengo que seguir, que me gusta, es, es buenísimo, me tenés que mostrar lo que estás haciendo ”. Imponer la gloria como obligación, es el desastre que arruina al que escribe.
¿Y es que en dónde mierda está el proyecto, en la infeliz persona que admite su porquería oponiéndola a la mía donde yo corro veloz y sin mirar atrás siempre y ni escucho, salvándome de vaya a saber qué crimen? Cómo diablos es que criticás un discurso verborraico sin perderte en la agonía de la liturgia? Podría preguntar y callar y huir, sí, pero igualmente muestro, muestro hasta lo que no me agrada nada (de la misma forma que ese reluciente anillo y ese banco del baño olvidado, añejo, y ahora pase allí resto de sus días, tal vez). Observo a veces la paliza de la crítica con amor, pero esos errores ¿de qué me valen? Le he mostrado mis escritos a gente equivocada, ¡y es por la perra manía de querer elegir la gente! Debería lanzarlos por los aires y que cualquiera que pase los resguarde, quien lo merezca, quien los quiera y ya. Si hasta un niño vería muchos de mis errores, como me pierdo o diluyo las frases en consonancia con nada (¡hey, hola, es intencional!). Mezclo y sufro el espasmo estomacal, igual que cuando bebo. La bebida es el espíritu santo que modera los medioespíritus que marcan la bota firme en la tierra (la firme, no la otra); es algo que promete algo, justo como ese santo espíritu, y ¡además osa estar compuesto así, salvadora y artísticamente, desde la mismísima mugre humana! Ahhh, lanzo el humo… Promete demasiadas cosas.
Pero cometo errores, es verdad, descargo el potencial de cualquier forma porque conocí cualquier forma y jamás me molestó cambiar eso, y allí me acosa lo que brama, lo que no conseguí por otros medios. A veces no se qué hacer exactamente y me instruyo en cualquier cosa que no pueda contener demasiado futuro o sea velozmente clasificada por su condición de excepción o rareza. Me he mentido demasiado en las excepciones y las rarezas.
No pude quise tomar nota de algunas cosas que hice por aquél entonces (por ver a dónde llegaba), en los turbios días. Desde el principio ni dudé en hacer de la experiencia un relato:
“Bien, coloco suavemente el libraco de ocultismo con sus setecientos doce ejercicios en la cama revuelta. Los ejercicios me llaman y esperan, aún no he decidido cual o cuales me satisfacen. Y no es que no confíe en la veracidad del ejemplar o en los ejercicios que aun parecen más veraces al leerlos que la teoría. Temo un poco por mi vulnerabilidad, pienso mirándolo con su tapa cerrada y los caracteres brillosos sobre el pelo suave de algodón encolado. Era un libro viejo sin duda.
Mi vulnerabilidad, la que tal vez ha caído ya por leer este coso que me entregaron, jamás devolví y no me pidieron (puede que para quien me lo otorgo esto haya sido más una bendición que una molestia). Había terminado con cierto cansancio las últimas palabras, un recordatorio al lector acerca de la inestabilidad de las entidades la mayoría de las veces, y, me parece ahora, un menosprecio a la capacidad del ser humano para interactuar con fuerzas que de hecho ya nos revolotean. Si es que nos revolotean, y el libro parece admitirlo desde un principio, ¿Cuál es el asunto de temer? Eso me pregunto, ¿Cuál es el asunto, el punto de temerles y desasirse de la interacción? ¿Cuándo nos volvimos tan poco diabólicos, siéndolo a la vez tanto, rindiendo culto a los pies del diablo mismo y todas sus exigencias? No somos idiotas en el fondo, ni somos tampoco pedazos de idiotas: Tenemos en las manos todas y cada una de las herramientas palpables y legítimas, en una era de lo más alejada del suelo firme, en una época de lo más diabólica. Es el tipo, la clase de culto que se le rinde: uno anónimo, o bien descreído (pues más efectivo resulta dudar siempre acerca de todo que aceptar el verdadero margen de unanimidad entre los humanos para con nuestros nuevos dioses). Son, efectivamente, los nuevos dioses. Esperpentos nos hemos vuelto por ellos, por su causa que se va convirtiendo en la nuestra, por la lejía del presente que no acaba siendo sino un descuartizamiento del alma, hasta que esta ya no está y la vibra es una sola. Hay personas en los alrededores que ven grupos de oscuros africanistas degollando alguna que otra gallina en pos de bien amadas causas blancas (ellos las considerarán blancas en lo que es su engaño) o bien las más simples religiones que, con el paso de unos cuantos pastores o curas y legiones de idiotas seguidoras, pasan a ser versiones hasta incluso estúpidas de la brujería antigua que resolvía con muñecos, que resolvía con estatuillas, que celebraba fechas paganas (Será navidad en una semana, ya entramos en las fechas del gran Nimrod babilónico y su dios al rojo, es decir, papá noel). La ignorancia que nos carcome bien pudo llevarnos a la racionalidad, pero esto no es sino un falso desgaste de las capacidades, pues comprender el funcionamiento de todo no hará en sí comprender todo, ni nada por el estilo. Quienes esgrimen estas ideologías tan vastas y empíricas no son sino los mayores demonólogos de la historia. Ellos están esperando nada, esperan que nada suceda, cuando hay fuego ardiendo en sus calles, fuego ardiendo en sus veredas, fuego en el comedor. Hay que huir a toda costa del empirismo, porque de un modo u otro el cuerpo intentará destruir esta cárcel matemática (Le diré a mi mujer que me sirva ese platazo de fuego para la cena de navidad).
Esperpentos, tales y cuales a los demonios que nos tantean o hacen que encontremos un paquete de cigarrillos a medias en la calle el día que dejamos de fumar definitivamente. Definitivamente. Esperpentos. La diablura y la picardía, si, pero ¿Por qué es que deseamos tan hondamente seguirlos allí, a donde nos llevan, al destornillamiento de las sociedades y a mirar al bruto y no al sabio? Bien, porque de hecho no lo deseamos. Mejor dicho, podemos desearlo pero no lo queremos, es un engaño, es la materia del engaño sobre la cual ellos, los demonios, si se han vuelto sabios perfeccionistas, obsesionados. Nadie ve tan claro como ellos nuestra naturaleza y la del ser blanco que anida en las alturas, arriba de los limbos, del algodón suavecito de esas nubes, las tormentas sobre el globo que enmarca al globo, y el salmón que vuela en el hiperespacio solitario.
Miro, pienso, no dejo de mirar otra vez. Que inmundicia no saber y ver del todo, pero, vamos, no puedo pensar en los hombres con indulgencia. Ninguno nació estúpido ni lo criaron enteramente estúpido, ni es factible que no haya de comprender en absoluto ninguna de las premisas. Alguna, siempre se le cruza en el camino de la vida, las hermosas y las dañinas también; el solo elige, sumido en el engaño, sí, pero esa sea tal vez también la deficiencia de los poderes celestiales: no entender que en un noventa por ciento del ser uno se encuentra bajo el sortilegio del engaño, por lo que ese diez de morondanga (de verdadera morondanga) nunca hará peso ni valor en el altar de las voluntades contra semejante porcentaje. Ven un juego que no juegan, se involucran soltando magias pero no, no zambullendo el dedo como en una receta grano abierto y sangrante”. (Nótese cómo escribo “bien” cada dos por tres… Pero es que, de algo ha de convencerse uno, y sucede que suele ser lo tonto, o lo que quiere pasar desapercibido. Nótese que quien pueda publicar esto es un héroe sin duda, pues me salvará a mí y es probable que esta psicología absurda se encuentre en todos nosotros y por eso mismo no descansa ni molesta al ser leída. Ojalá).

“Algunas cosas comenzaron a suceder de forma extraña. Las primeras fueron como un producto habitual de mi propia vida, como las sucesivas diarias discusiones torvas o batallas de gritos con los tíos, tras las cuales permanecía encerrado en la habitación y sumamente exhausto y molesto, por lo que dormitaba en un sueño gris largas horas en las tardes. Normalmente las discusiones eran tan exacerbadas que nadie me extrañaba ni deseaba extrañarme. Solía despegar los ojos llegada la hora de la cena, si no había pasado ya (encontraba meros restos en la heladera, como avisos que decían: nadie quiso llamarte. O eso meditaba yo), y pasaba las madrugadas estudiando el volumen, releyendo con la atención de quien ha descansado los conjuros y las invocaciones, que leía tan, tan de memoria que a veces suponía, no sin errar demasiado, que ya estaba invocando por mi cuenta. Esta escena se repetía varias veces a la semana, al punto que me mostraba irritable cuando el reloj daba las primeras horas de la tarde ya queriendo provocar las peleas, o simplemente, con el paso de días y días, decidía dormir a contratiempo. Fuera de aquello, me resultaba mucho más cómodo y suelto estudiar en aquellas horas tenebrosas para algunos cautos.
Las peleas mermaron luego del primer mes, y, habiendo acabado las resoluciones prácticas del denso volumen (habiéndolas acabado hasta el hartazgo), seguía en mí la extraña vocación a tales estudios específicos, e instintivamente, después de considerar algunos pensamientos como importantes y ciertas consideraciones cuasi imprescindibles, me decidí a llevar en las horas de lectura un block en el cual anotaba, a veces intuitivamente, lo que se me iba cruzando, simple y llano. Me resultaba este un gran método, escribía sólo cuando lo deseaba y (siempre estudiando el mismísimo libro) llegué a ejercitar la mente de modo que una noche noté para mi sorpresa, que estaba escribiendo aún más de lo que leía. La siguiente noche cronometré con mi reloj pulsera y efectivamente volví a hacerlo. La tarea era agotadora, incluso la de leer, y allí empezó lo verdaderamente extraño cuando, o el cansancio me estaba infundiendo omisiones, o era posible y real: el libro me dejaba ver nuevos fragmentos, nuevas consideraciones (invocaciones no, pues estas estaban todas y cada una desde el principio sin faltar una sola). Esto me fascinó y a la vez me llenó de terror, pues nunca consideré realmente con qué estaba queriendo lidiar. Así, fue como supe que un demonio mayor jamás se presenta (esto le asquea) a quien no posee una férrea voluntad para soportar y una mente que sopese siempre en frío. Requerían sabiduría, los demonios. Entonces comencé a ser consecuente con los nuevos dictámenes, abandonando las carnes para que el cuerpo no se me vuelva fofo ni la mente apelmazada, así fue como hacía ejercicios de meditación al amanecer, así fue como me hice, durmiendo apenas unas cuatro, tres horas al día, día tras día. Una vez me tomé veinticuatro horas para ayunar, suponiendo que esto agradaba a tales entes. Pues no, caí en fiebre y no pude levantarme de la cama por plazo de seis días. Al cabo, no volví a intentarlo, ni a tomar ningún parecer propio como legítimo; sentía que estaban molestos conmigo ahora.
Bien, por esas épocas (que coincidían con el comienzo del otoño) empecé yo a fumar, luego del episodio de la fiebre. No sé por qué ni como, encontrábame una tarde comprando un King Size en el almacén a la vuelta de mi casa. El viejo almacenero me conocía, probablemente desde pequeño. Usó su mejor cara (caradura) de extrañeza. Le mentí deliberadamente. Caminaba de vuelta, encendía el primero de una larga seguidilla y pensaba tras cierto dejo de angustia, a la vez que sentí extrañas repulsión y curiosidad también por aquél tabaco, que me estaba enmoheciendo rápidamente. Tal cosa descarté de mi mente al instante, estaba olvidando mis razones, para nada subjetivas y para nada de importancia menor. Estaba olvidando mis razones”.
En efecto lo paranormal fue completamente anecdótico. Tal como las cosas sucedieron.
De todas formas, llí detuve el conteo. Por aplazar las prácticas y un poco también por caer en la cuenta de que “razones” no es nada, ni siquiera es una palabra válida en la argumentación. Comenzó a ser una Devolvía al injurioso verdadero poseedor del libro, que incluso lo aceptó nuevamente de buen grado, contradiciendo el humo de mi personaje. Sería en todo caso (podía ser) para un personaje aburrido que dio la talla y se acobardó, o para la enseñanza práctica de todos los días: que siempre había algo nuevo bajo el sol (contradiciendo Eclesiástes) y que todo podía ser el contorno de todo. Pero veo más simple copiar y pegar para dar cuenta al pobre que lea, de que en realidad no hay final alguno posible si no es con la muerte. Toda historia posee en su final la invocación casi necesaria de un futuro posible, el silencio al final de las páginas delata el nerviosismo de la mentira o el mentiroso: todo, irremediablemente sigue, sigue y sigue como no lo sabemos ni lo hemos de suponer. Qué final de mierda es dar un final, o intentar decir que la historia evocó un punto culmine sobre el cual marcó el plano exacto del resto de la vida. Qué idiotez.
Entonces sueño, en busca del reclamo, pero me hallo a mí mismo en un estado de incondicional traición, sonde ni reconozco madre, ni reconozco amistad, ni confío del que tengo atrás, el que trae mi misma campera. Sueño, y sueño estupideces varias que no cambian el existir después, que no proveen revelaciones mayores, que es lo que busco. Revelaciones mayores.
¡Quién se pudiera jactar de salir a la calle y, viendo todo lo que veo yo, con la demasía de comprensión chocante que traigo, quién pudiera jactarse de salir y no meter la pata de automático como confinado al caluroso amanecer en la celda! ¡Quién no amaría la celda! Verter todo con el único aceite que reconocemos de cabo a rabo y, por lo tanto, no provee daño. Nos salva hasta de nosotros mismos. Y ese es el gran problema, que uno debe a mansalva superarse y saciarse de todos, menos de uno. Uno es el único y último que queda, que cabe en el espacio determinado e hiperminado de la razón, el sinfín que escribe detrás de la música de la noche, perfectamente identificable por su errar lujurioso o la habilidad de hilar de pronto, mística, ruidosamente.
Entonces me recuesto en este sillón de mierda donde escribo la letanía, y le doy rienda suelta para que gire, gire. Llevo meses en ese revuelto, haciendo amalgama con todo lo que he tratado de crear a partir de semejante mierda que me sucedió y quebró el paradigma irremediable, como pan duro, cruelmente. No piensa encontrar sentido para nada, y amenaza con condenar toda mi escritura para que no pueda concretar nada felizmente ni hallar paz, y así, y así, hasta que invariablemente me duermo… O proclama renacer también, pero a su manera brutal y acabando en la cueva que elija. Y esto es probablemente peor, me atemoriza, es el poderío que pueden llegar a tener esas garras sucias, no con los demás sino conmigo. No me atrevo.
De cualquier forma, es esta una tortuosa visión y dudo que sea hasta servible. Paralelamente, he notado que el esfuerzo para activar mi propio mecanismo individual se cuajó, tal vez a causa del pensamiento fijo, de esa mujer que se me escapó de las manos y del candor, haciendo suyo mi patrimonio, arrastrando tras de sí una valija con todo lo que yo podía esperar de una vida. En fin, de cualquier manera estaba fracasando en esta tarea también. Pero su imagen (que se desvanecía lenta entre otros mil detalles) se me había convertido, a través de cada escrito, en el motor esencial de las ganas de escribir, en la fuerza impulsora: ni las descargo, ni mis fallas, ni la búsqueda de fama, de reconocimiento, ni el dinero. Igual, caben todas en la misma caja, porque dar pulso a la escritura que late desde adentro como una obsesión o presionado… simple, no funciona. Todos los escritos se me turban, vuelven solos a esos trombos convulsos que tanto erosionan y hacen que me pierda en lo irreconocible de mis propias palabras. Ella se había vuelta LA razón, y con el tiempo, más que impulso, fui llevando el quiste de que ella tal vez me seguía esperando, y tal vez en vano, y ¡solo dios sabía si ya no me espera nada! De cualquier modo, me es imposible concentrarme. Se me ha vuelto una molestia vivir así, escribir así, en un plano que traza una línea desmesurada y por demás inexacta para luego volcar a un rayón en sentido contrario, y así, así, como a punto de estrellar irremediablemente la nave, pero no… tumbos y mareos. Y allí me quedé, no he logrado desencallarme de este plato de piedras que engullo. Ni quiero hacerlo demasiado.
Por otro lado, amo las palabras lo suficiente para cortarme la mano en pos de la paz de las páginas, de permanecer en silencio tanto, tanto, como para, un día de estos, parir algo verdadero, y no lo chamuscado de mis frustraciones. Al carajo.
Ese anillo ahora está tirado en el baño oxidándose como nunca, nunca jamás se ha oxidado el acero inoxidable. Lo que digo es terrible, porque está sucediendo ahora. Y aún ahora temo, pero tocarlo.
Gentio07 de diciembre de 2011

1 Comentarios

  • Gentio

    Rectifico: No hay razón alguna en la tierra por la que tengamos que moderar las palabras.

    19/12/11 12:12

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