Cigarro En El Tugurio
22 de septiembre de 2011
por hugouelva
Serían las once o las doce, tal vez. No lo recuerdo. Aquella noche no era como las demás, el ambiente estaba cargado y la soledad del local hacía que el clima se tornara perfecto para un suicida desquiciado. Cada hora que pasaba dentro de aquel tugurio me arrepentía de haber montado el negocio ( si esque podía llamarsele así), pero tal vez aquella noche (realmente no lo recuerdo) estuviese a punto del mismisimo llanto por haber abierto aquel desquiciante bar en medio de la nada.
Sentía que me volvería loco allí pasmado detrás de la barra, imaginando conversaciones y situaciones, esperando deseoso la entrada de un cliente que aparte de ingresos me aportara , almenos, el cruce de un par de palabras.
Sonó la campanilla de la puerta de la entrada,no pude evitar abrir la boca y los ojos como un enfermo terminal de hidrocefalia o algo parecido. Entró un señor con traje oscuro y corbata roja ( creo recordar), las mangas del traje estaban gastadas, al igual que las solapas y en la corbata se apreciaban manchas de aceite, seguramente bautizadas tras alguna copiosa comida. El tipo era redondo como un balón y su cara se amoratonaba con cada paso que daba.
Llegó jadeante a la barra, quitándose el sudor de la frente con un pañuelo. Exahusto, tras una larga jornada de trabajo, seguramente, en los edificios de oficinas que se encontraban tras el bar.
El hombrecillo, de pequeña estatura, me miró con sus ojitos de cerdo y pidió un gin-tonic, con una voz tan aguda como la de niño de diez años al que han capado recientemente para que cante en algun diabólico coro de alguna iglesia del norte. Dí un respigo y acaté su orden velozmente y haciéndolo todo con la mayor profesionalidad que podía ofrecer.
El hombrecillo, dió un gran sorbo de bienvenida a su gin-tonic y mordisqueó una rodaja de limón que flotaba sobre los hielos. Se quedó allí pasmado, con una sonrisa tímida en la boca ( creo recordar) y encendió un cigarrillo haciéndo caso omiso, claro está, a cualquier ley vigente.
Le pregunté educadamente (creo recordar, hace mucho de todo aquello) si no había escuchado que no se podía fumar en lugares cerrados ni tampoco a menos de cincuenta metros de ningún lugar público. El hombre de ojitos de cerdo, se limitó a sonreir de nuevo, aquella sonrísa tímida desesperante. Sonreía como sonríen los extrangeros cuando les insultas despiadadamente y no entienden ni una sola palabra de lo que acabas de decirles.
Pensé, que sería el colmo de mi desgracia que justamente a esa hora entrara un inspector en mi local, cuando los únicos seres asiduos a hacerme compañía en noches como aquella eran las cucarachas y de vez en cuando alguna polilla. Así que olvidé por completo la ley y tendí un cenicero a aquel hombrecillo de ojos de cerdo.
Terminó su gin-tonic, apagó su cigarro y se fué como había venido, volviendo a la espesura de la noche y abandonándome. Solo de nuevo, en aquel bar de los desesperados.