Aquel día de verano de 1945, mientras los tres cerditos se repartían en Postdam los desechos de toda una nación devorada cruelmente por el lobo feroz; en mi pueblo, casi una aldea del norte de Extremadura, los zagales corríamos tras las faldas de las mozas al son de la, mil veces repetida, canción del verano. Mi jaca, en la voz aflautada de Estrellita Castro, galopaba y cortaba el viento en la única radio de una tasca mugrienta en la que rudos, pero vencidos paisanos sorbían el agrio vino de un presente al dictado de un diminuto tirano de voz también atiplada y nulo sentido musical.