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Duelo Inacabado (historias de FÚtbol)

Siempre nos retábamos allí, en la playa de San Lorenzo, era nuestra forma de enfrentarnos en igualdad de condiciones contra aquel grupo de niñatos de buenas familias. Acotábamos el campo de juego con once pares de botas de buena calidad y otros once pares de alpargatas que desprendían nuestra más penetrante humanidad. Jugar descalzos era la única cesión que conseguíamos de aquella panda de presuntuosos aspirantes a formar parte algún día del equipo de fútbol de la ciudad.

La orilla de la playa era pues, el campo de batalla perfecto. El orbayu, aliado inseparable de nuestra pasión, apelmazaba la arena lo necesario para que la pelota y nuestros pies se deslizaran con facilidad en carreras, regates y golpeos que en aquella época constituían nuestro afán más preciado.

Aún así, semidesnudos, descalzos y en igualdad numérica; había una norma no escrita que nos distanciaba y mantenía a cada cual dentro de la clase social a la que pertenecía. Ellos, por supuesto, eran los dueños del balón y nosotros los que, independientemente de las condiciones y caprichos del mar, debíamos entrar a recogerlo cada vez que las olas se apoderaban de él con intención de tragárselo.

Semejante derecho consuetudinario dejaba, durante los gélidos meses del otoño e invierno asturianos, nuestra carne mordida de manera cruel por aquel can-tábrico, como nos gustaba llamarlo entre bromas, más para ahuyentar el frío que para forzar la risa.

Aquella tarde de octubre no traía buenas intenciones, el cielo se encapotó de repente y el tibio sol, que hasta entonces asistió interesado al partido, se escabulló como un ladrón perseguido por la Guardia Civil. El mar se enfadó también, tal vez mal aconsejado por las circunstancias que empezaban a revolverlo todo; y un oleaje atronador se dispuso a arbitrar de manera parcial nuestra pequeña contienda.

La situación no era favorable al desarrollo del juego, al menos del nuestro, pero no nos importó; nunca habíamos cedido ni un palmo de dignidad ante semejantes rivales y no lo íbamos a hacer ahora, aunque ya sabíamos cuál sería la táctica que utilizarían a partir de entonces. Cederían constantemente el balón a su portero y aquel indeseable, lo lanzaría con sus peores intenciones hacia donde las olas batían con más fuerza. La idea era debilitarnos todo lo posible haciéndonos entrar al mar para buscar la pelota una y otra vez hasta podernos apuntillar como a morlaco después de una triste faena de aliño.

Habíamos convenido el final del partido a las seis, pero si por algún motivo hubiera de acabar antes, el ganador sería el que hasta ese instante dominara el duelo. Faltaban diez minutos y tan solo un gol inclinaba la balanza a su favor. Nuestros cuerpos olían a cansancio y humedad, brillaban de sudor y sal por las continuas idas y venidas al agua. Ellos, sin embargo, se mantenían frescos, crecidos, cual berzas en marzo, pero las ganas que les teníamos superaban cualquier inconveniente.

Una vez más, aquel miserable volvió a enviar el cuero hacia las olas y estas amenazaron con devorarlo. Enol, ni siquiera se lo pensó, echó a correr hacia el mar y, a pesar de que su habilidad como nadador distaba mucho de la que como futbolista tenía por entonces, desapareció en el agua. Nuestras voces se rompían en la orilla sin recibir respuesta. Las miradas buscaban sin descanso alguna señal hacia la que poder dirigirnos. Nada, el oleaje parecía haberlo engullido y no nos devolvía el más mínimo consuelo.

Xandru y Colás, se miraron a los ojos y, sin mediar palabra, se lanzaron en su busca. Nadaban contra las olas sin desanimarse consiguiendo superarlas una y otra vez, subiendo y bajando entre una espuma que los tapaba y los mantenía a la vista de un montón de ojos ansiosos de esperanza.

De momento, se detuvieron frente a frente y desaparecieron bajo el agua. Los segundos sin verlos se hicieron eternos, pero pronto sus cabezas volvieron a flotar sobre la espuma. Tras varios minutos luchando con el oleaje, los vimos acercarse, agrandarse cada vez más ante nuestras anhelantes miradas. Cuando pudieron ponerse de pie sobre la arena se abrazaron y así recorrieron el trayecto que los separaba de nosotros. Sujetaban algo entre las manos, una especie de desecho que en la distancia no pude atisbar bien.

Cuando llegaron a la playa lloraban desconsoladamente. Nos mostraron lo único que el mar les devolvió, un balón de fútbol, destrozado por las olas, reventado, como si fuera la piel arrugada y vieja de un ser prehistórico. Xandru se volvió hacia el portero, se detuvo ante él y gritándole maldito cabrón, se lo estrelló en la cara con todas sus fuerzas.

El Can-tábrico jamás devolvió a Enol a la playa de San Lorenzo, se lo guardó para sí como si, adivinando el significado de su nombre, quisiera demostrarnos que el agua siempre vuelve al mar.

Jucapega196310 de julio de 2018

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