Bucear en el lago que había al lado de la casa era la gran aventura de cada verano. Bajar hasta el fondo y sacar uno de aquellos escasos guijarros de color verdoso, significaba disfrutar del dulce placer de un beso en los labios de Coral, una sirena rubia de quince años que, cada mes de julio, regresaba desde las frías aguas del Cantábrico hasta aquel tórrido y atrasado lugar en que vivíamos.
Un segundo y exitoso descenso garantizaba la ilusión de poder soñar con sus pechos. El tercer intento solo estaba al alcance de Jonás que, internándose con ella en las profundidades del bosque, asesinaba nuestras quimeras hasta el siguiente amanecer.
Gracias, Regina. Es cuento, pero hay realidades de este tipo, no es nada raro. Saludos.