En la sala de informática hablé por primera vez con Adriana, una de las pocas personas con las que me relacioné en la facultad. En aquel lugar era igual de solitaria que yo. Y por lo que descubrí más tarde, fuera de él también. Además de vergonzosa no tenía nada que hablar con nadie.
-¿Qué has sacado en el examen de italiano? - le pregunté interrumpiendo su paz.
-¡Un tres! - me respondió con entusiasmo al notar que alguien quería hablar con ella - Es una nota pésima. Estudié poco y estoy triste porque soy incapaz de acabar la carrera.
-No te preocupes, peor no lo puedes hacer. Solamente puedes mejorar. ¡Ánimo!
Le encantó mi filosofía de vida y se contagió de mi optimismo. Cuando nos dimos cuenta habían pasado varios meses y caminábamos de la mano por la orilla del río. Le pregunté si me amaba y me dijo que más que a su propia vida. No sabía cómo tomar aquellas palabras de Adriana Ferreira Silva, conocida en su pueblo por catorce tentativas de suicidio. No estoy orgulloso, pero yo fui la razón por la que lo intentó por 15ª vez. En esa ocasión, y lo digo sin ningún orgullo, se mató.
