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Su Vestido Carmesí

La luz sobre tu cabeza se funde en el lejano pasillo que se abre ante ti, ves poco más que tu propia sombra y el suelo adornado con baldosas agrietadas. La oscura habitación te provoca escalofríos, quieres huir, pero no puedes levantarte, es como si estuvieses amarrado a tu desesperación. Y entonces, por entre el negro averno ante tus ojos ves su silueta caminando lentamente hacia ti, lleva un vestido carmesí que acentúa sus curvas de mujer, esas curvas que tanto adoras con lo más profundo de tu ser. Aunque la oscuridad no te permite distinguir su rostro, no tienes duda de quién es, conoces su aroma, sabes el peso que siente tu corazón cada vez que ella se acerca a ti. Ahora ves sus pies descalzos frente a ti, parecen maltratados, como si hubiese estado caminando por entre el mismísimo infierno para llegar a ti. Intentas levantar tu cabeza, pero la fuerza de tus ataduras, que no sabes si en verdad están allí, te lo impide. Ves sus manos, siempre supiste que eran delicadas, hermosas, casi perfectas, dignas de un ser como ella. Desciende hasta ti y acaricia tu rostro, por primera vez sientes la calma y el calor de su ternura, aún en tu situación, sientes paz, te relajas, ya no sientes tus ataduras. Te levantas. Tomas su mano, aquella que te ha liberado de tu letargo, y la acaricias con la tuya, tu tranquilidad aumenta. Levantas la mirada y encuentras frente a ti aquellos ojos profundos en cuya inmensidad te has desvanecido tantas veces ya. Ella sonríe, y encuentras en su sonrisa el motivo suficiente para salir de aquel abismo, y entonces, invadido por el fuego de tu embelesamiento, acercas tus labios, buscando los suyos en la oscuridad. Despiertas.

Abres los ojos, la habitación del hotel se encuentra en una oscuridad total, casi como la de tu sueño. Te acercas a la mesa junto a tu cabeza, estiras tu brazo y te topas con la copa de whiskey que no terminaste de beber la noche anterior, la apartas y observas tu teléfono celular. Las 4:40. No has escuchado el despertador. Te levantas apresurado y entras a la ducha. Sientes como el agua fría recorre tu cuerpo. Preferirías agua caliente, pero te advirtieron al llegar que hace tres días que no gozaban de dicha comodidad, y que probablemente pasaría otra semana antes de que solucionaran el problema. No te importó entonces y no te importa ahora, tienes afán, son las 4:53 y debías llegar a Tabio antes de las 6. Sales del baño y te vistes rápidamente antes de ser interrumpido por un mensaje en tu celular. Es Fernando, informándote que no viajará contigo. “Estúpido,” dices mientras terminas de arreglarte “seguro se ha quedado dormido”. Tomas tu mochila y sales de tu habitación. Llamas el ascensor, segundos después las puertas se abren y de su interior sale una anciana llevando a un hombre de la misma edad en una silla de ruedas, pasa por tu lado e intentas saludarla, pero parece no notar que estás allí. Bajas a la recepción, esta desierta. Dejas la llave de la habitación sobre el contador y sales corriendo del hotel.

Las calles aún están oscuras y no puedes evitar sentirte inseguro, así que aceleras el paso, como si ellos, sean quienes sean, no pudiesen correr también. Doblas en la esquina y ves a un indigente dormido junto a una maleta y algunos periódicos. Rebuscas tus bolsillos y dejas la primera moneda que encuentras entre su mano. El hombre entre abre los ojos y te agradece con su mirada. Continúas caminando un par de cuadras y empiezas a correr, en parte porque sabes que vas tarde, en parte porque esos dos tipos en la esquina te miraban demasiado. Escuchas una voz llamándote detrás de ti y te detienes para responder. “¡Sofía!”. La joven te observa y notas en sus ojos que con el afán debes haber olvidado verte presentable. “Son las 5:05” te reprocha Sofía “vamos tarde, estaba a punto de irme sola.” – “Mi alarma no ha sonado” respondes tratando de excusarte, y luego cambias el tema “Fernando no viajará con nosotros” – “Nada raro”.

Sigues caminando con tu acompañante, siempre en silencio, como si la soledad de las calles retuviese sus lenguas. Mientras caminas no puedes dejar de pensar en ella, en su vestido rojo, en sus pies maltratados, en sus tiernas manos. Pero no es ajeno en ti. Llevas dos años en lo mismo y no has mejorado en lo más mínimo. Aunque la noche anterior había sido maravillosa para los dos, y sabias que tu situación por fin mejoraría. Entonces Sofía rompe el silencio “Nos vamos en esa” señaló un bus de aspecto descuidado que se dirigía a tu destino “no será una limosina, pero no tenemos tiempo para ser exigentes”. No respondes, te ha molestado que interrumpiera tus pensamientos. La joven te empuja hacia el bus y te lleva casi al fondo. Te detienes para dejarla tomar asiento, fruto de una extraña iluminación que te recuerda que has de ser un caballero de vez en cuando. “No me gusta la ventana, pienso muchas cosas.” Asientes. Te ubicas junto a la ventana y Sofía se sienta junto a ti. Como es costumbre, empiezas a analizar a las personas que van contigo en el cacharro donde has terminado. Frente a ti, un hombre viejo le habla con insistencia a una joven muchacha, que parece no importarle más que su teléfono y los cientos de mensajes que seguramente enviaba en dichos momentos. Desde donde estás puedes ver al hombre de perfil y notas sus pesadas ojeras y su nariz respingada, que contrastan con los rasgos juveniles de su desafortunada compañía. Junto a ellos ves una anciana que no ha dejado de persignarse y aferrarse a su escapulario, asustada probablemente por la velocidad a la que el bus recorría las desérticas calles del norte de Bogotá. Justo frente a ella, un hombre de traje lee y relee unos papeles sobre su maletín, mientras recita en voz baja fragmentos de un monótono discurso que seguramente repetirá más tarde a una oficina llena de hombres interesados en sus propios asuntos. Y más adelante ves a otro hombre con escaso cabello, que está allí sentado solo observando el horizonte, en un principio atrae tu atención y te causa algo de miedo, pero luego recuerdas que para los demás, tú debes ser el tipo extraño que mira hacia el horizonte. Giras para ver a un hombre, delgado, rubio y de ojos tan claros que se confunden con su pálida tez, levantarse de un asiento al frente del vehículo. Piensas decirle a Sofía que ese tipo no te da buena espina, pero concluyes que sería asustarla innecesariamente. El hombre se acerca al viejo y a la muchacha y les pide el dinero del pasaje. Buscas entre tu maleta tu dinero, y ruegas porque no lo hayas olvidado en el hotel. Finalmente lo encuentras y se lo das a Sofía “Paga por mí, necesito recuperar sueño”, le dices mientras conectas tus audífonos a tu celular y los colocas en tus oídos. Escuchas la radio del bus, anuncian la hora, 5:16. Colocas tu música en modo aleatorio. “Ballada Para Mi Muerte”, de Astor Piazzolla. Te dejas envolver por el tango y tus recuerdos una vez más. Caes dormido.

No sabes dónde te encuentras, no sabes que ha pasado y solo ves el rastro de sangre bajo tus pies. A través de la ventana junto a ti se pueden observar las calles de la ciudad en una noche típica de sábado en la capital, pero también notas las luces azules frente al edificio que revelan la presencia de la policía. Escuchas pasos en las escaleras, sabes por la forma en que rechinan que se tratan de escalones antiguos de madera. Decides entender lo que sucede y sigues con la mirada el rastro de sangre, que te lleva a un viejo ropero de madera de roble, cuyas puertas cerradas y empolvadas están manchadas por el líquido vital. Te acercas lentamente cuidando de no tropezarte con los muebles cubiertos en telarañas, sin despegar la mirada del misterioso ropero. Te detienes frente a él. Los pasos se escuchan más cerca. Levantas tu mano en contra de lo que grita tu cabeza, y la acercas a las manijas plateadas sobre las puertas. Luchas con tu razón, que te dice que olvides el asunto y camines lejos del lugar, pero sabes bien que no podrías salir de allí aunque así lo quisieras. Tus dedos se deslizan lentamente sobre el frio metal y se cierran sujetando fuertemente la manija. Piensas en el trayecto que deben realizar tus brazos para abrir la puerta. Das un paso atrás para darle espacio al movimiento. “¡Alto!”. El policía apunta su arma hacia ti, tembloroso “¡Suelte el arma!”. Sin soltar la puerta, te fijas en tu otra mano y encuentras en ella un cuchillo, con su largo filo empapado en sangre que aún gotea de la punta, dejando de un color carmesí las viejas tablas de madera que apenas pueden sostener tu peso, el del policía y el de toda la habitación. “¡Le he dicho que suelte el arma!” y en verdad le has oído, pero tu mano no reacciona, se aferra al cuchillo como si fuese tu única esperanza de salir con vida de allí. Miras al policía a los ojos y ves en ellos su temor, pero también su voluntad de disparar el arma, que apunta a ti, como reacción al más mínimo movimiento de tu parte. No te importa. Das un paso hacia él, y el retrocede. “¡Un paso más y disparo!”. Como retándolo, das un paso más, esta vez el policía no se mueve. Entonces acaricias una vez más el metal de la manija a la que se aferran tus dedos, y en un movimiento brusco abres la puerta. Entonces del armario cae ella, desfigurada, pero reconocible, y ves su vestido color carmesí empapado en su propia sangre. Despiertas.

Intentas revolcarte en tu lugar antes de recordar el sitio donde te encuentras. Sofía se despierta con tu movimiento y te mira preocupada “¿Estás bien?” – “Soñaba con ella” – “Tienes un problema”. Intentas recomponerte mientras miras a tu alrededor. Notas la presencia de varios nuevos pasajeros en el bus mientras escuchas la radio, las 5:52, has dormido más de media hora. Miras por la ventana. Por más lejos que intentas ver, no puedes ver más que praderas nada pobladas a tu alrededor. “No recuerdo esta parte del camino” comenta Sofía. Entonces el hombre de la nariz respingada se levanta de su asiento y se ubica al frente de todos los demás pasajeros. Todos observan a la expectativa de cuáles son sus intenciones, pero tú ya tienes una idea. “Bueno, damas y caballeros, siento informarles que en este mismo instante, están siendo víctimas de un atraco”. Los pasajeros se alteran, las voces de todos se funden en una sola masa de ruido inaudible. Tu solo haces un comentario a Sofía, “Mierda”. El tipo de las ojeras saca una pistola y apunta a la muchacha con la que hace unos minutos hablaba con tanto entusiasmo. “¡Silencio todo el mundo! Mi compañero pasará con una bolsa y ustedes le darán todo lo valioso que tengan, y más les vale no hacerse los héroes, porque de aquí no salen vivos”. El tipo flaco se levanta, de su asiento, y notas como palpa su revolver en su bolsillo. Saca un costal y empieza a pasar puesto por puesto recibiendo celulares, joyas y billeteras. Ves cómo mientras tanto el viejo de la nariz respingada se acerca hacia ti. Te mira unos segundos y luego dirige su atención a Sofía. “Usted se queda conmigo mi reina”. La joven intenta gritar, pero el tipo la calla con un golpe de su arma. Te levantas sobresaltado. “¡Suéltela ahora mismo!” demandas, aunque sabes que no tienes forma de enfrentarte a los tipos. “No sea imbécil hermano” te dice el viejo y te apunta con su pistola “siéntese, que su amiguita está en buenas manos, ¿no, princesa?”. El hombre presiona el cuello de Sofía y ella lucha por conservar el oxígeno. Como un reflejo involuntario, tu brazo se estira y golpea al hombre en la cara, rompiéndole la ya deforme nariz y haciendo que suelte a la joven. “¡Hijo de Puta!”. Escuchas el golpe sordo del martillo en el mecanismo de la pistola, y luego sientes el cálido ardor de la bala atravesando tu estómago. Palpas tu herida y observas luego tus manos llenas de sangre, observas el rostro de Sofía, y ves en sus ojos la mirada de quien sabe que frente a si se escapa en un respiro la vida de una persona. Te desplomas. Luchas por levantarte cuando recibes una patada del viejo de las ojeras. El golpe revuelve tus órganos destruidos y sientes como hace que la bala penetre más profundo en lo que queda de tu marchito cuerpo. Caes completamente al suelo y el charco de sangre alcanza tu cabeza mientras sigues recibiendo las patadas del viejo.

Y de una silla al fondo del bus, se levanta su vestido carmesí, sus manos delicadas recorren las sillas mientras camina hacia ti. Ves sus pies descalzos empapados en tu propia sangre desplazarse lentamente hasta lo que queda de ti. Se estira y acaricia tiernamente tu rostro. Las patadas cesan. Encuentras en la ternura de sus dedos la fuerza para levantarte. Has dejado de sangrar. Te pones de pie con tus nuevas fuerzas y observas sus ojos, y te desvaneces en ellos, te pierdes en su profundidad mientras tus manos buscan sus mejillas y acarician suavemente sus labios. Escuchas tras de ti gritos, disparos, golpes. Ves en el reflejo de sus ojos puros como el hombre calvo se ha levantado de su silla y forcejea con el tipo delgado por su revólver. Ella toma tus manos. Ya no escuchas más disparos y todo el mundo se ha callado. Observas sus labios, aquellos labios que has deseado besar desde hace tanto tiempo, aquel único verdadero anhelo tuyo, que ahora se entrega a ti en medio del infierno. En medio del silencio, escuchas la radio, las 6 en punto. Te acercas lentamente a ella, tomas su cabeza y la giras tiernamente, observas sus ojos, sus profundos y hermosos ojos, sientes su aroma, y tu corazón por fin se libera de ese peso que siempre cargaba. Acercas tus labios a los suyos, puedes sentir su respiración sobre tu rostro. Te detienes unos segundos solo a disfrutar su presencia. Jamás te habías sentido así, sientes que la felicidad se encuentra a centímetros de tu boca. Dejas de escuchar el motor del bus y la solitaria carretera, ahora solo sientes una infinita paz y tranquilidad. Acaricias su cabello y dejas que tanto tu como ella disfruten con tu tacto. Buscas por fin tu anhelo más grande. Te acercas lentamente a su boca. Cierras los ojos.
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Mattforero30 de mayo de 2014

2 Comentarios

  • Polaris

    Gran texto, lo viví intensamente.

    Te felicito.

    Pol.

    30/05/14 11:05

  • Nukh

    Atrapada desde la primera a la última palabra en ese mundo que conjuga los sueños más vividos con la realidad casi increíble.
    Gracias por compartirlo.

    30/05/14 12:05

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