Cuando la vi, me costó reconocerla. Tenía los ojos cansados de mirar al mundo y llorosos de no entenderlo. Me recordó a mi, el día que comprendí que los obstáculos te los pone hasta quien te quiere bien; que los golpes, aunque estés en guardia, llegan y lo hacen sin más.
Aún, si te fijabas bien, se seguía adivinando el terremoto que fue antaño, cuando trepaba a los árboles más altos y allí clavaba su bandera. Ahora trepa a cualquier estante de supermercado para conseguir la última lata en oferta. Y se ve algo encorvada su espalda. Se nota que los malos días van pesando. Me dijo que nunca encontró a alguien que se quedara lo suficiente como para compartir el peso de sus cargas. Que se enamoró de veinte cuerpos y de ningún corazón. Que qué se le va a hacer, no todos encontramos el amor.
Miré su espalda alejarse y pensé que no iba a volver a verla. La confundí después entre el mar de gente. Y comprendí que la veía todos los días. Todos los días, con distintas caras.
Tienes una manera singular de palpar la existencia y su marcha inexorable, insertando con agudo dicernimiento, lo humano.
Placentero leerte.