El día de hoy la brisa del amanecer me saludó con un gusto más amargo que el de la recina de los árboles, por alguna razón, parecía que este sería el día en que me encontraría más sediento que nunca. Y sí, lo supe apenas desperté, con la humedad de las paredes penetrando mi piel y el frío de esta mañana de invierno.
Tocó la puerta la sonrisa de mis días, en ese momento, toda la amargura se disipó y se convirtió en un errado mal presentimiento. Le serví una taza de té para quitarle un temblor que traía entre sus manos.
Revolvimos caricias entre nuestros corazones, nuestras almas se mezclaron hasta crear una primavera brillante y maravillosa. Ví sus pupilas salir flotando hacia algún lugar y la yema de sus dedos mezclarse con mi cabello...
Sin embargo, sin aviso alguno, repentino como cualquier tropiezo, la tarde trajo consigo un cielo gris y las nubes gruesas. Era tan espeso que hizo llover dentro de la habitación. La cual se convirtió en un barrial lleno de mentiras. La brillante primavera se secó tan rápido, que no alcancé siquiera a cortar una flor para conservarla al menos como recuerdo de mi plenitud, que perecía entre el fango, ante mi propia mirada impotente.
Llegó un anaranjado destello hacia mi ventana, que me gritaba con desesperación palabras que nunca logré entender, me volví sordo y ausente. La inexistencia misma habitaba en mi cuerpo como si pudiese algo ser más contradictorio que el suceso mismo.
Miré el fango muy de cerca, cuando ya casi me llegaba al mentón, y ví posadas tus pupilas sobre él. Dentro de ellas, brillaba aún la primavera, había destellos de todos los colores que existen y otros que jamás ví antes. Me sostuve de un extremo de la ventana, miré el naranjo anochecer y cojí tu mano para sacarnos a ambos del barrial.
Una vez fuera, nos pregunté: ''¿Y ahora qué?''
