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Sombra - Parte Primera



Miércoles, 7 de abril de 1886

Querido amigo:

Siento no haberte escrito antes; las lluvias de los últimos días han retrasado bastante mi viaje. No pasaba una hora sin que las rudas del carruaje se quedaran atascadas en el fango. Y ya sabes cómo son estos caminos de montaña. Pero por fin he llegado al destino de nuestra nueva investigación. Esta comarca es apacible y agradable, como nos aseguro nuestro contacto. Está situada en un valle pirenaico, aunque ahora mismo no recuerdo el nombre del río. Me recuerda mucho a nuestra primera investigación, allá en Alemania. El pueblo en el que estoy aposentado yace en la ribera de un río de pequeño caudal y aguas cristalinas como yo nunca las creí posibles. Cuando uno vive en la ciudad, se le olvida lo que es la verdadera naturaleza.

En fin.

Ya sé que no te gusta que me ponga poético, así que iré al grano, que conociéndote habrás estado descargando tu impaciencia en tu hermana. Al llegar aquí me lleve una desilusión al descubrir que el archivo local se había quemado en un incendio hacía veinte años, y con el todas las leyendas de la zona. “¿Y por qué no hablaste con la gente? ¡Ellos te contarían lo que buscamos!”. Eso me preguntarías. Pues pregunté, y me remitieron a una iglesia de uno de los pueblos de la comarca, donde había un archivo enorme, con una recopilación de las leyendas de la zona, obra del cura de dicha iglesia. Me encamine allí, aunque preferiría no haberlo hecho. El pueblo en cuestión estaba en la parte alta del valle. Y podrías decir que estoy loco, pero a medida que el camino ascendía, la vegetación oscurecía, y llego a tener un color verde enfermizo, más propio de una ciénaga que de los bosques de montaña en primavera. Y si oscuras eran las plantas, más aun los habitantes del pueblo. Con miradas frías me recibieron, ¡Casi habría preferido haber vivido de nuevo aquella noche, en aquel bosque noruego! ¿Recuerdas? Pues más fríos y poco acogedores fueron los modales con los que me recibieron. Hasta las construcciones en si eran desagradables. Muchas ruinosas, entre ellas la única posada del lugar, cerrada cincuenta años antes. En fin. Llegué a la iglesia y grata fue la sorpresa, al ver que en cura no era de la misma calaña que sus feligreses. Me acogió con un buen almuerzo y mostró un gran interés en todas las historias de nuestras investigaciones (Aventuras, llego a llamarlas, como a ti te gusta). Sobre todo escucho con interés el incidente que sufrimos en Inverness, allá en Escocia. Entre charla y charla llegó la noche y con ella la cena (¡Aquello sí que fue una cena, no las que nos sirven en la Fundación!) y me tocó preguntar a mí. Con gusto accedió a mostrarme el volumen de casi cuatrocientas páginas. Y me pase los tres días siguientes leyendo. Y más de lo mismo fue lo que encontré. Las típicas historias, nada nuevo que aportar. Ya creía que me iba con las manos vacías, cuando llegó la última cena con el cura. Me dijo que estaba a punto de añadir el último episodio a su libro, y me concedió el honor de ser el primero en leerlo. Me informo que lo había encontrado a su llegada a la iglesia, y que era un relato de un par de siglos antes, basado en una leyenda local, varios siglos más antigua. Antes de nada, he de decirte que si bien la narración parece basarse en una leyenda de carácter religioso, mi amigo me ha mostrado posteriormente unos documento que hacen pensar que la leyenda podría ser bastante más antigua que la llegada del Cristianismo a esta zona de Europa. El ejemplar que leerás a continuación la copie yo mismo, palabra por palabra, del original.

Parte Primera; El Aullido

Seria más de medianoche cuando el nocturno silencio se vio interrumpido por el frenético galope de un corcel negro, montado por un jinete de ajadas ropas que, cruzando a toda velocidad la calle principal de la pequeña aldea, se detuvo frenando en seco, a la entrada de la única taberna del lugar. Su jinete, embutido en una gruesa capa de montar, cuya única función era protegerlo del frío invierno del pirineo catalán, desmontó y hundió sus pesadas botas de cuero en el barro, recuerdo de la lluvia de los últimos días. Se intentó sacudir un poco, antes de atar su caballo en una piedra de la que colgaban unas argollas metálicas. Tras descargar un par de fardos que colgaban a al lomo del animal y echárselos a los hombros, posó su mirada en la taberna de mugrientos cristales y enmohecidas paredes de madera. El edificio se hallaba al término de la población, endoselado por un par de viejos robles y flanqueada por una gran roca en su lado derecho, que parecía una espina que salía de la tierra, como lo hace la espina que sale del tallo de un rosal.

El Viajero enfiló el sendero que, partiendo del camino principal, iba a morir a la entrada de la taberna. Mientras caminaba, la Luna se dejo ver entre los hilachos de nubes que aun cubrían la zona, lanzando tímidos rayos de luz hacia el valle y los montes circundantes. Allí, entre los árboles revelaron un viejo campanario, ruinoso y que se situaba en la cima de uno de los montes más altos. En el semiderruido campanario aun pendía a duras penas la campana, que en el momento en que el rayo de luna se encontró con ella, bañó todo el valle con un tembloroso brillo metálico. El Viajero llegó a la puerta de la taberna y la empujó con una mano enguantada, mientras con la otra se retiraba la capucha de la cara, dejando ver una cara adornada por una barba de varios días, y unos ojos oscuros enmarcados en unas leves arrugas, en los que se reflejó el lúgubre interior de la taberna.

El centro de la estancia estaba ocupado por tres viejas mesas, rodeadas éstas por cuatro sillas cada una. En la pared del fondo, una vieja y roñosa barra de madera presidía el local, tras la cual el tabernero limpiaba un vaso con un mugriento trapo, que hacía tiempo que había dejado de ser útil para limpiar. Mientras, fijaba su vista en una vela que tenia justo delante, que parecía que con su incesante bailoteo había conseguido hipnotizarlo. A la izquierda del tabernero y su trapo, una escalera de desiguales escalones subía hacia la planta de las habitaciones. Viejos utensilios de cocina y un par de trofeos de caza completaban la casi inexistente decoración de la habitación, que además de algún aliciente visual, reclamaba un limpiado desde hacia tiempo, no siendo aun así, la típica y asquerosa taberna en las que el viajero solía hospedarse a falta de algo mejor. El Viajero cerró la puerta tras de sí, y avanzó hacia la barra arrugando la nariz ante el desagradable olor a humedad que impregnaba el lugar.

A pesar de la época del año y la hora de la noche, la taberna estaba llena de todo tipo de personajes, que se agolpaban en las mesas, frente al fuego, y en las banquetas que había pegadas a la misma pared en la que se abría la puerta. Cualquiera con un ojo analítico habría descubierto en aquella habitación una variada muestra de la capa baja de la sociedad. En una de las mesas, un hombre con un delantal de herrero, marcado con diversas quemaduras que revelaban el trabajo del hombre, hablaba en voz baja con tres chicos de tez oscura, que parecían hermanos, de lo que se deducía que probablemente fueran hijos del herrero. En la mesa contigua, una mujer susurraba frenéticamente algo a una pareja de gemelos que alternativamente bebían de enormes jarras de cerveza, mientras mantenían la fija en la mujer, asintiendo de vez en cuando a lo que ella decía. En una de las banquetas, un chico de poco más de veinte años meditaba con la mirada perdida mientras acariciaba la mano de una chica de cabello rojo y rizado, que dormía apoyada en el hombro de su pareja.

El Viajero dirigió su mirada hacia la chimenea, donde una anciano dormía en una de las sillas que había de cara al fuego, con la cabeza hacia atrás y roncando sonoramente. A un lado, un mendigo se balanceaba en su silla, mientras se frotaba el muñón que sustituía a su pierna derecha, mientras decía algo sobre las malditas humedades. A su lado, cerca de la escalera al segundo piso, un hombre rechoncho, con sotana de cura, hablaba acaloradamente con una mujer que con la cabeza gacha y expresión avergonzada en el rostro, asentía a cada palabra del cura. Pero si algo tenían en común todos estos personajes, y los demás que se agolpaban aquella noche en la taberna, es que todos se volvieron al oír chirriar la puerta para ver entrar al hombre de ropas oscura. Todos siguieron sus pesados pasos a través de la estancia con desconfiada mirada. Y todos se preguntaron que haría aquel viajero allí, en aquellas horas, y sobre todo, aquella noche.

Ajeno a las miradas, el Viajero se dirigió hacia la barra donde puso tres monedas de oro y pidió alojamiento y comida para una noche. El tabernero, con voz grave, le dijo que se sentara y esperara a la comida. Así pues, se dirigió a la única mesa libre, la más cercana a la puerta, donde se sentó y esperó su cena, mientras sentía las penetrantes miradas de los campesinos en la nuca.

Al poco rato, una chica de unos quince años salió de la cocina (Cuya puerta estaba tras la barra) portando un humeante plato en una mano y una jarra en la otra, en dirección a la mesa del extraño. Cuando llego, le sirvió en silencio y con cierto temblor en las manos, mirando insistentemente la empuñadura de la espada que sobresalía de la capa del Viajero, pero evitando la mirada del hombre. Extrañado ante su actitud, atípica de una persona acostumbrada a servir en una taberna, y, además, preguntándose que hacia toda esa gente allí a esas horas sin armar el típico jaleo de cualquier taberna, no pudo evitar preguntarle sobre ello a la muchacha en voz baja:

-Dime, muchacha ¿Que hace aquí toda esta gente, a estas horas de la noche?

La chica se sobresalto, tanto que casi cae la jarra de cerveza, y aun nerviosa y sin atreverse a mirar directamente al extraño a la cara, respondió:

-Lo mismo que usted señor…cenar y beber un poco…

-Hija, si es así, esta debe de ser la taberna más silenciosa y poco hospitalaria con los extranjeros que he
visto en mi vida, dime ¿Qué ocurre?

Aun costándole trabajo que cada palabra asomara a sus labios, la muchacha respondió:

-Esperan al...al aullido se…señor…

-¿El Aullido? ¿Qué es eso, si puede saberse?- Se extrañó el jinete.

-Lo siento señor, pero mi padre me espera.

Dicho esto, dio media vuelta y se dirigió a la barra, desde donde el tabernero había estado observando atentamente la conversación entre su hija y aquel extraño. Extrañándole aun más este último hecho, el Viajero hundió la cuchara de madera en el plato, donde unos trozos de patata flotaban en el opaco caldo de ave, amarillento espejo que le devolvió al viajero el reflejo de sus ojos marrones. Comió en silencio, disfrutando de cada bocado de la única comida caliente que había probado desde que dejara el anterior pueblo hace ya tres días, tres días de solitaria marcha en los que solo había probado el trozo de queso que llevaba encima y, por supuesto, agua.

Acabó de comer y se dirigió a la barra, donde, tras preguntar al tabernero el precio de provisiones para tres días, interrogó al rollizo hombre sobre aquel misterioso aullido, siendo esta la respuesta que el buen hombre le dio:

-Veréis, eso que mi amada hija llama el aullido, no es sino el peor azote divino de este mundo.

-¿Cómo es eso posible?- pregunto el extrañó, alzando una ceja.

- Pues tan sencillo y terrible como esto; dos noches al año, a la misma hora que corre ahora, unos años más tarde, otros antes, un infernal aullido que reblanda corazones de acero, recorre el pueblo, encogiendo de horror a todo aquel que lo oye.

-¿Y que se debe ese perverso aullido?

-Esperad a escucharlo, y después, hablad con ese hombre que dormita al lado de la chimenea- respondió el tabernero- Él os contara la historia mejor que cualquiera de los que aquí estamos.

Así, el jinete volvió a sentarse en la misma mesa y reclinándose hacia atrás, cruzó los brazos sobre el pecho y se dispuso a esperar a aquel fantasmagórico sonido.

En algo en lo que se fijó en los instantes que transcurrieron a continuación, fue el cambio de actitud de todos los presentes, a medida que se acercaba el momento en el que se produciría aquello que los había empujado a reunirse allí, intentando llenar con la compañía de sus vecinos el hueco que habría en sus almas aquel espantoso sonido. Los gemelos dejaron sus jarras a un lado y su madre calló. La joven de cabellos escarlata despertó y se aferro al brazo de su pareja. El tullido mendigo dejó su pierna y se quedó inmóvil en su silla, mientras en anciano de su lado despertaba y con mirada seria seguía el crepitar de las llamas. El herrero y sus hijos dejaron de hablar y empezaron a lanzar miradas nerviosas a todas partes. El cura dejo su sermón y comenzó a rezar fervientemente, primero de pie y luego de rodillas. Y en todos los rostros, poco a poco, empezó a manifestarse el miedo. Los nervios, y el miedo, iban poco a poco atenazándolos.

Y fue en ese instante, cuando el Viajero ya creía que aquello no era más que una broma muy bien ensayada, en ese momento un hiriente aullido se fue elevando poco a poco, primero débil y lastimero, luego atormentador y terrible. Aquel aullido, que parecía venir del mismo infierno, se elevó con alas negras sobre el pueblo, ensombreciéndolo y atormentando a sus habitantes, transportando en sus oscuras fauces al mismo mal, que se coló por cada rendija de cada casa de la aldea, para después penetrar en las almas de los aldeanos, eliminando toda esperanza y cada buena intención, sustituyéndolas por una horrible desesperanza, más negra que cualquier horror y tan impura como el ser que emitía aquel lamento. Apenas unos segundos duró aquel estremecedor alarido, tiempo en el que cada uno de los pueblerinos sintió como si algo les royera por dentro, como si algo les ahogara el alma, aprisionándola en unos fríos brazos. Y aun cuando ya no era más que un lejano eco que se perdía en la noche, aun entonces duró el silencio en la taberna.

Parecía que el tiempo se había detenido cuando el anciano que hasta hacía unos minutos había estado durmiendo junto al placentero calor del fuego, se levantó de su silla y planto sonoramente un par de monedas en la barra, sobresaltando al tabernero que seguía en un extraño trance en el que había entrado al oír el alarido. Cuando espabiló, se percato de que su hija estaba encogida en una silla, con la cabeza entre las rodillas y sozollando penosamente, yendo inmediatamente a consolarla. El anciano, después de rumiar algo parecido algo a una despedida, dirigió sus pasos hacia la puerta, por la que habría salido si no fuera porque el Viajero se levantó y lo detuvo, preguntándole acerca del aullido, siendo esto lo que le respondió el anciano:

-¿Con que otro viajero curioso quiere conocer la historia, ¿eh? Bien, siéntate y escucha -Tras esto se dirigió al tabernero - ¡Tabernero! Una ronda para mí y mi amigo. Eso sí, Viajero, no quiero ni una sola interrupción…

Y tras acomodarse en una de las mesas, aquel hombre empezó así:

“Ocurre que hace ya algunas centurias, bajó desde Francia un caudillo que dirigía a medio centenar de mercenarios, bandidos y rufianes de la peor calaña. Un día, cuando la noche había prácticamente cubierto con su estrellado manto este valle, estos bandidos llegaron a la aldea con las armas desenfundadas y una amenaza clara en la boca; si al amanecer los campesinos no habían amontonado sus pertenecías a la entrada de la aldea, pasarían por el acero a todo lo que se moviera.

Así, resignados, los campesinos se dispusieron a abandonar sus escasas pertenecías y provisiones bajo el roble que hay en la entrada de nuestra aldea. Pero un grupo, enardecidos por las palabras del párroco, corrieron hacia la abadía que desde las montañas preside este valle, portando sus pertenencias. Los monjes, siempre dispuestos a ayudar, escondieron a los campesinos entre los muros de la abadía, pensando que los bandidos no se atreverían jamás a profanar la casa de Dios. Pero en la medianoche del día siguiente los bandidos alcanzaron la cima donde está la abadía y aporrearon sus puertas. Venían a reclamar lo que según ellos era suyo. El abad, desesperado, hizo un trato con el pérfido caudillo, con la intención de salvar a sus hermanos monjes y a la abadía. (Aquí el anciano hizo una pausa y se santiguó.) A cambio de que no tocaran nada de la abadía y dejaran con vida a los monjes, entregarían a los campesinos y sus pertenencias.

Pero una vez dentro, el líder no tuvo suficiente con la inocente sangre de los aldeanos. Dio la orden de matar a todos los monjes, saquear la abadía, y después reducirla a cenizas. Y según le contó a mi abuelo su abuelo, el último hombre de Dios que murió aquella noche, el abad mismo, tuvo el dudoso honor de entablar una corta conversación con el caudillo.

-¡Has traicionado a tus promesas, siervo de Lucifer!- vociferó angustiado el monje, al tiempo que los gritos de agonía de sus hermanos se confundía con el virulento crepitar de las llamas

-¡De traición y promesas hablas!- le respondió el jefe de los bandidos, después de una sonora carcajada

– Tú mismo has traicionado a tu promesa con tu Dios, viejo loco, dejándonos entrar aquí.

- ¡Recibirás tu castigo por esas impías palabras, hijo de Satanás, no lo olvides!

-¡El único que será castigado esta noche será tú!- le increpó el caudillo- Y tanto que amas a tu Jesús,
morirás como él.

Y con estas palabras crucificaron al Abad completamente desnudo en la pared del fondo de la capilla, pared que por designios divinos, no ardió aquella noche.

Con los bolsillos llenos de las riquezas de la abadía, empezaron los bandidos a bajar las colinas. Pero resultó que un joven fraile, al ver como los bandidos se acercaban a la abadía, salió de esta antes de que cerraran las puertas y desde su escondite entre los arbustos la había visto arder. Allí seguía aun, armado con una lanza de caza y con deseos de venganza. Y en el momento de pasar el jefe se lanzó sobre él y lo atravesó de parte a parte, matándolo en el instante. Así vengó a sus compañeros, aunque le costó la vida, pues los bandidos lo colgaron de un viejo árbol que aun sigue echando su alargada sombra en el camino que sube a aquel lugar, un día bendito, hoy maldito.

Y desde entonces, dos noches al años (las dos noches que aquellos bandidos estuvieron en este valle), un alma aparece en esta tierra, anunciándose mediante ese aullido para después subir a las montañas, a la ruinosa abadía, donde intenta encontrar algo de perdón”.

Con sombrío rostro concluyó el anciano su relato, con mirada perdida y ojos vidriosos, que revelaban un profundo pesar al recordar tan desafortunados acontecimientos.

-Esto es lo que querías saber- concluyó- y ahora ¿Deseas algo más?

-Hay algo que no me ha dicho, ¿De quién es el alma que atormenta este lugar anualmente?- preguntó el viajero

-Esa, buen amigo, es una buena pregunta, a la que como muchas otras buenas preguntas nadie tiene repuesta.- Respondió el anciano con una ceja alzada- más de un alma cometió un pecado grave aquella noche, mas ¿Cuál de ellos fue tan grave cómo para que el alma pecadora deba vagar por la tierra hasta encontrar perdón?

Después estas palabras se levantó y lanzó una mirada a la ya casi vacía taberna, tras lo cual dejó al Viajero sumido en sus pensamientos.

¡Y qué pensamientos! Nunca tal huracán de ideas, sentimientos y sensaciones se habían agolpado a un mismo tiempo en la mente del Viajero. Sintió miedo, un miedo horrible, al pensar que es lo que podría estar ocurriendo en esos mismos instantes allá arriba, en la abadía. Sintió compasión por los aldeanos que tenían que sufrir aquello todos los años, pensando al mismo tiempo que no le gustaría estar en su piel. No pudo evitar recordar con conmoción el lamentable llanto de aquella chiquilla, la hija del tabernero, lo que le produjo una extraña necesidad de subir allí y acabar con aquello de una vez por todas. Sin embargo, aparto esa idea rápidamente. Por el momento. Pues esa posibilidad le anidó en la cabeza. Aunque al principio le parecía absurda, pronto no le pareció mala idea. ¿Qué ocurriría si acababa con aquella amenaza? ¿Qué si subiera allí y volviera convertido en héroe? Un héroe. La idea le seducía. El subiría y todos creerían que iba a morir. Y después bajaría con la cabeza de lo que fuera de lo que allí iba. Porque seguramente solo era una bestia extraña que aquellos aldeanos habían unido a sus supersticiones. La mataría y lo recibirían como a un héroe. Su salvador. Aquel que los había librado de la Bestia. Lo vitorearían, lo pasearían en hombros por toda la aldea y le darían de comer hasta el día de su muerte. Quizás hasta le dieran un matrimonio. De hecho, algunas de las aldeanas que aquella noche había visto en la taberna no eran un mal partido. Sí, eso haría. “Subiré a las montañas y mataré a la bestia”, se dijo. No tendría que continuar hacia al norte, se quedaría a vivir allí, amado por todos, y también venerado. La sola idea imprimió una sonrisa en el rostro del extraño. Y aunque al principio aquella idea le había parecido absurda, pronto se convirtió en una especia de obsesión que si no fuera porque era algo sensato, le habría impulsado a subir esa misma noche. Pero no, tenía que planificarlo, que idear un plan para asaltar a la bestia. ¡Y menos mal que a aquella bestia le daba por salir dos noches al año, si no, habría perdido la oportunidad de su vida! Entusiasmado, quiso hacer partícipe de sus planes a todo el que quedaba presente:

-¡Escuchadme buenos hombres! Mañana por la noche subiré a la abadía y mataré a la bestia que os atormenta- anunció en voz alta y de pie- Y no tratéis de impedir mi propósito.

-¡Estáis delirando, mi señor!- le respondió con atormentado rostro el tabernero- Si subís allí, moriréis.

-¡No, tabernero, os liberaré! Y ahora, dejadme ¡Buenas noches!- y dichas estas palabras subió como un torbellino a su habitación en las plantas superiores.

Cabría de esperar que a la mañana siguiente, cuando leves rayos de sol despertaron al Viajero, que todas esas ideas que le habían parecido tan fantásticas se hubieran enfriado y le parecieran tan absurdas como le habían parecido cuando se pasaron por primera vez por su cabeza. Pero no fue así. Despertó tan entusiasmado por sus aparentemente perfectos planes como lo había hecho al acostarse, se podría decir que incluso más. No desayunó, sino que directamente fue a ver la plaza de la iglesia (donde supuestamente aparecía la bestia) y después recorrió unos metros del camino que subía a la abadía. Estuvo todo el día planificando. Y como era de esperar, los aldeanos no perdieron tiempo tampoco. A la hora de comer, no había ya nadie que no supiera de las intenciones de aquel hombre que había llegado la noche anterior. Aunque persistía el miedo, también hizo acto de presencia cierta emoción, porque aunque todos lo daban por imposible, también todos se preguntaban que ocurriría si el Viajero bajaba del lugar maldito con la victoria en su puño. Muchos de los más jóvenes se reunieron en la taberna a la hora de comer, con la esperanza de ver a su supuesto próximo héroe. Resultó inútil, pues no se presentó. En la plaza del pueblo, los mayores daban todos por sentado que aquel chiflado podría considerarse afortunado si conseguía volver de una pieza, aunque entre conversación y conversación, hasta el más incrédulo de ellos dirigía la vista al cielo con la duda en la mente; ¿Y si lo conseguía?

Así, de conversación en conversación, se llegó a la hora de la cena. Por la aldea corrió el rumor de que el Viajero había vuelto a la taberna a recoger sus armas, y todo el que pudo fue a agolparse a ella, si es que no estaba allí ya. Acosaron al tabernero con cientos de preguntas a las que no contesto él, sino su hija, que había quedado ciertamente fascinada por aquel hombre y lo había seguido durante todo aquel día, que su padre le había dado libre. Pero entre todas las preguntas hubo una que se repitió más de una y dos veces "¿De verdad va armado?" La chica respondió emocionada que sí. Hacía años que nadie armado había pasado por allí, y los jóvenes recibían con entusiasmo cualquier referencia a caballeros y espadachines. Y aunque ella les contó lo que había visto (que el hombre iba armado con una espada larga, con algunos adornos de plata en la empuñadora) todo aquel que no hubiera oído su testimonio original acabó enterándose de que además de la espada y un supuesto arco mágico, llevaba encima una de esas armas nuevas (armas de fuego las llamaban en la ciudad) que eran capazes de matar tan fácilmente, por no hablar del crucifijo bendecido por el Papa.

El entusiasmo fue enfriándose a medida que se acercaba la hora del aullido. Algunos se fueron a sus casas y otros decidieron quedarse en la taberna como la noche anterior, siendo estos los que una hora antes de la medianoche vieron al Viajero bajar por las escaleras de la taberna. Ya no llevaba la voluptuosa capa de viaje y al le cinto colgaba una espada ricamente adornada. Iba vestido con oscuras ropas de cuero. Saludó a todos con cierto nerviosismo, aunque se animó al ver el entusiasmo con el que le recibían. Ya solo quedaba esperar.

Bué, ahí hasta ahora. ¡Sed buenos!

La segunda parte ya está en mi blog -> http://themagikcorner.blogspot.com.es/2012/07/sombra-parte-segunda.html
Themagikjoker13 de julio de 2012

1 Comentarios

  • Nemo

    Muy buena la historia. Me agradó el detalle de tres historias en una misma; el investigador que escribe una carta, la del viajero y la del viejo que cuenta la historia del aullido.
    Sigo... a ver que pasa.
    Saludos.

    19/07/12 01:07

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