Nubes plateadas, intactas, en lo más alto del cielo formaban muros infranqueables para los rayos dorados. La oscuridad de la mañana envolvía el camino de un color grisáceo oscuro. Dónde los árboles, con sus robustos troncos, y los pájaros que reposaban en sus ramas, parecían inertes sombras estampadas en un lugar desconocido.
Aquella mañana los pájaros no se atrevían a cantar. Como si al mismo Dios le hubieran robado el aliento.
Los cipreses erguidos impedían el paso de luz, sobre el sendero de hojas secas y muertas. Que crujían bajos los andares del alma errante, con pies humedecidos por el musgo. De caminos lúgubres y sombríos, ya dejados atrás. Apartaba hacia un lugar afligido para los transeúntes heridos, veteranos de esta vida.
En el aire se respiraba la ausencia del que fue mi camino.
Entre lágrimas saltaba por los años como pájaros que emigran a tierras cálidas. Buscando el calor de un hogar donde descansar mi alma.
Y buscaba entre los rostros aquel que hizo que los colores llegasen a brillar.
Encontraba a mi asombro secretos que intenté esconder, tan sellados, ocultos, olvidados. No había llave que quitara ese candado.
Ojos que penetraban en mí, cómo rostros fúnebres de almas en pena, clamando justicia y a la vez venganza.
Venganza que se ejercía, como cadenas que ahorcan y detienen el alma para la eternidad, para cumplir el castigo de un error, de momentos vividos.
No era un extraño, sino aquella parte que alguna vez también fue mi corazón. El cual quedó arrebatado de su inocencia junto a la vida cuando fue enterrado bajo la fría tierra hace ya mucho tiempo.
Este texto me parece muy hermoso Violeta...
mis felicitaciones y gratitud por compartirlo,
abrazos y besos...
suerte