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La Esquina

La parada de autobuses es un lugar peligrosamente desierto de finales de 1978, pero él no tiene alternativa; debe detenerse y permanecer allí. Abriga la esperanza de que en algún momento pase el último colectivo en servicio. Son las nueve de la noche. A esa hora la avenida es un corredor cada vez menos transitado, con unos cuantos peatones tardíos que salen del cine cercano, de las tascas, de uno que otro local comercial que extendió su horario por la proximidad de las festividades decembrinas. La gente va abrigada, evadiendo el frío repentino que trae la brisa suave, sucia por el hollín y con el inevitable olor a combustible quemado. Da un vistazo al reloj, suspira y se apoya en uno de los postes de la acera, tapizado de afiches de propaganda política, papeles de publicidad arrancados a medias, con la oxidación del metal envejecido por años de intemperie; el poste es una reliquia de mejores días, sometido a la desidia de la falta de mantenimiento, un signo de los tiempos que corren.

Recuerda los reportes de los diarios sobre la ola de delincuencia que está azotando la avenida, para remate poco iluminada. La luminaria mortecina en la que está apoyado lo expone, lo hace visible al acoso del hampa, pero para cuando lo piensa ya no tiene opción, porque es tarde y tomar un taxi está fuera de sus posibilidades; no retiró dinero suficiente del banco. Ha viajado varias veces al extranjero y no puede evitar comparar este país con otros: las limitaciones tecnológicas de los servicios en un estado tercermundista son una verdadera lata. Su mente perspicaz y de pensamiento rápido decide que vive una realidad determinada por una terrible y patética falta de modernismo, de carencia de calidad en las cosas cotidianas, en la existencia en general. Es una línea de pensamiento recurrente, una secuencia circular de ideas concatenadas que todavía no termina de comprender. Es una percepción de que ha estado antes en este tiempo y ha regresado desde un futuro de décadas. A veces le parece francamente desesperante. Su cotidianidad es un eterno déja vu; siempre está ese presentimiento, la sensación de lo previamente vivido, una cualidad que puede llegar a ser perturbadora, ya que no hay posibilidad de dominarla ni de atenuarla. Aunque nunca ha decidido si en verdad quisiera hacerlo.

Por fortuna parece que los rateros “de oficio” están haciendo de las suyas en otro sector de la avenida y hasta ahora no se ve ni rastro de ellos. Cuando lo piensa con detenimiento, ésa debe ser su táctica principal, acometer sin ser detectados de antemano. Él lo haría. En las proximidades de las fiestas decembrinas hay más dinero en la calle, la gente ahorra para las compras de estos días. Pero a él diciembre no le causa ninguna emoción. El ateísmo acerado que decidió adoptar lo ha liberado de los rigores y temores de la religión; se siente cómodo, plácidamente ubicado en su propio universo personal donde lo sobrenatural no tiene cabida, o por lo menos no se toma ni un instante en cavilar al respecto. Pocas cosas lo sobresaltan, no siente escrúpulos moralistas arraigados en el respeto, el temor o el sobrecogimiento que imponen los dogmas y las restricciones rituales.

No lo ve venir, pero de pronto surge un grupo de cuatro hombres que presentan todas las señas de estar achispados por el alcohol. No es una escena insólita o exótica, todo lo contrario, es un lugar común en cualquier acera de las cuadras de la avenida. Pasan a su lado, sin prestarle atención, lo que agradece callado, distendiendo la rigidez repentina que le causa la alarma silenciosa encendida en el fondo de su mente. Los tipos ríen de modo estentóreo, dicen improperios, uno que lleva una franela negra con una gran “carita sonriente” amarilla estampada eructa de manera sonora; todos se vuelven para seguir con la vista a una chica menuda surgida de las sombras y que apura el paso para huir de sus comentarios soeces. Él observa en silencio, mientras la mujer se aproxima.

Sus miradas se encuentran y él percibe una actitud de desprecio o fastidio silencioso ante los tacos que ha tenido que soportar. Ella se detiene a su lado, muy cerca, y suspira con un dejo de desgano. Parece que también esperará el último autobús cochambroso de la ineficiente compañía de transporte colectivo que se supone está por detenerse en la parada a esta hora. Bajo el fulgor mezquino de la luminaria la observa de modo disimulado y apresura una conclusión: se trata de una trabajadora sexual, joven aún, delatada por la minifalda de tela barata y ajada ―quizás de tanto quitársela y ponérsela a lo largo de la jornada―, las botas que evidencian muchos recorridos de calles y esquinas, la blusa que expone bastante del tórax y del abdomen, el desagradable perfume barato. Ella lanza una maldición, observa con rabia al grupo que se aleja por la acera y luego se fija en él, pero la mirada que le dedica es menos agresiva. De pronto, le pide un cigarrillo y él se lo da, con prisa. Es el último que tiene; en todo caso, está pensando dejar el vicio y entregárselo a la ninfa es una justificación para evitar la tentación de encenderlo cuando llegue a casa.

No puede evitar comparar la realidad local que lo rodea con la de muchos años antes en esa misma zona, cuando pasaba por allí cada tarde camino de la parada de autobús, luego de las clases en un liceo cercano. En aquel tiempo la avenida bullía de actividad, con comerciantes callejeros, tarantines para la venta de productos variados que le daban un aspecto de bazar tropical a las aceras, ventorrillos de comidas preparadas allí mismo: pinchos o brochetas, empanadas cocinadas en enormes calderos que contenían un aceite oscuro e hirviente, expendios de churros. Era un ambiente aturdido por los ruidos de los voceadores, el tráfico estruendoso de carros, camiones, motocicletas y autobuses, un escenario urbano dinámico y abarrotado, incluso hasta las primeras horas de la noche. El pavimento de la avenida era una carpeta sucia, grasosa, territorio casi infranqueable por la densidad del tráfico en las horas pico. Él caminaba percibiendo todo, deteniéndose con la curiosidad del niño en trance de convertirse en adolescente. Recuerda con nostalgia que en los expendios de planta baja de los edificios había uno que se especializaba en la venta de artículos de trucos, disfraces y magia; él y su hermano solían detenerse ante la vidriera a observar la mercancía, planeando comprar una que otra cosa para hacerles bromas a sus compañeros de clases. En otro local vendían centenares y centenares de suplementos de comics: historias del Oeste norteamericano, de superhéroes, de personajes de Disney o de Warner Brothers... Y más allá, la infaltable tienda de ropa barata, de mala calidad, siempre en rebaja o en ofertas.

Nada de eso permaneció. A los elementos que alimentan su melancolía, ese universo personal e íntimo que sobrevive en sus evocaciones, se lo llevaron los tiempos cambiantes, las circunstancias en las cuales todo parece venido a menos; aquellos locales han sido sustituidos por restaurantes que ofrecen comida de calidad dudosa, bares, clubes nocturnos, incluso un hotel de mala reputación y alta rotación de clientela. La construcción paulatina de una línea del metro de la ciudad se va llevando edificios, comercios, farmacias, modifica de modo radical muchas cosas de la avenida. La transformación, casi una violación urbana, arrasa los remanentes de una arquitectura antañona que durante décadas se resistió a la suplantación, al declive definitivo. Apenas quedan dejos vintage de lo que se fue. Para siempre.

La comparación de lo pasado con lo actual le ensombrece un poco el ánimo, pero advierte que debe permanecer alerta y no abstraerse de la realidad del sitio y de la hora. Los anuncios de neón de los avisos de los comercios cercanos iluminan con precariedad el pavimento y las paredes de los edificios. Proyectan una luz lechosa que da un aspecto pastoso a las aceras sucias y a las paredes de los edificios envejecidos. La aprensión que experimenta es una sensación vaporosa, casi física, palpable, se cuela debajo de la piel, viene desde fuera, del mundo repentinamente hostil. Además, por algún motivo que desconoce, la mujer le causa un leve desasosiego. No es debido a un exceso de escrúpulo ni de rechazo moralista hacia lo que ella representa, sino que trasciende la eventualidad del momento que comparten allí en esta noche cerrada de la ciudad. El olor del cigarrillo que fuma de modo pausado la mujer lo distrae de su pesimismo.

Los autos pasan por la avenida, varios conductores ignoran la luz roja del semáforo de la esquina; los vehículos conforman una secuencia monótona y predecible de colores apenas percibidos, de luces y sonidos traqueteantes o suaves según el caso. Un Ford LTD Brougham, largo como un pequeño yate, se detiene muy cercano a la acera. El vidrio de una ventanilla baja con una lentitud que se hace prolongada, extrañamente pausada y amenazante. Se siente ridículo cuando lo piensa, que está exagerando su aprensión. Entonces el conductor se inclina hacia la ventanilla y sisea con descaro a la chica, quien suelta una grosería en voz baja, se vuelve hacia el compañero improvisado en la acera y le pide que despache al inoportuno. Él lo hace, con cierta vehemencia, como si tratara de amedrentar al abusivo. El otro gruñe palabras incomprensibles con voz agresiva, pero casi de inmediato modera el tono, pide disculpas y sigue su marcha. La situación le parece grotesca, surrealista e indeseable, todo a la vez. Suspira y se encoge de hombros, mirando a la muchacha con condescendencia.

La mujer chasquea la lengua, bosteza y sigue con la mirada al Brougham que se aleja por la avenida, perdiéndose entre las luces rojas de los “stops” de otros autos. Mira distraídamente sus manos, como buscando un detalle fuera de lugar; parece absorta en sus pensamientos. Toma entre los dedos el crucifijo que pende de una cadena alrededor de su cuello. Da otra aspirada al cigarrillo y frunce el ceño, como si recordara una experiencia desagradable reciente. De pronto suspira, dice una frase religiosa (él cree escuchar un Ave María, lo que le parece contrastante en boca de una posible “trabajadora de la calle”), se vuelve a mirarlo y por unos segundos el hombre cree que le pedirá que hagan el amor para ganarse las últimas monedas de la faena. A él le parece que está hastiada o cansada de lo hecho durante el día.

Pero no ocurre nada de eso, sólo se limita a observarlo de arriba a abajo, como si lo midiera y estuviese haciendo un cálculo. Él imagina que la chica quiere entablar una conversación para distraerse o para alejar el fastidio que debe sentir en esos momentos. Le sonríe y ella le corresponde. Increíblemente, hay un dejo de timidez, de indefensión en la sonrisa de la chica. Quizás sea sólo una artimaña calculada para acercarse a un cliente potencial sin parecer demasiado vulgar. Tal vez percibe que el hombre no es precisamente de los que acuden a las prostitutas para cubrir sus necesidades naturales insatisfechas. En todo caso, él siente que baja la guardia y el instinto protector que ya antes le ha traído problemas aflora y comienza a conversar con la mujer, deseando saber, deseando reconocerse en presencia de un ser humano desvalido que ha acudido a su lado para, quién sabe, sentirse protegida.

Su mente demasiado fantasiosa suele viajar así de rápido. Saca conclusiones apresuradas sobre la base de muy pocos indicios o elementos confirmatorios. En el fondo, él es consciente de ello, no es la primera vez que se desliza por esa ladera suave y tentadora, con frecuencia arriesgada, de la socialización espontánea, que lo lleva a tender puentes con seres anónimos de los que luego pierde el rastro, quedándole la sensación de desaliento e insatisfacción. Sobre todo, por supuesto, con las mujeres. Y con aquélla no parece que se vaya a romper la pauta. Como en la mayoría de las veces, la experiencia no trascenderá las frases vacías, los meros formalismos. Además, la chica es con toda probabilidad ―ya casi lo ha asumido― una prostituta. Aunque también existe la posibilidad de que no lo sea. Se siente obligado a reconocer para sus adentros que más que una probabilidad de que no lo sea, es una esperanza que él alimenta en su obstinación de secreto “salvador del mundo”.

Pasa un autobús. No es de la ruta hacia su casa. El vehículo va dejando una espesa estela de humo negro y hediondo que los hace toser casi al unísono. Ambos echan a reír como dos chiquillos en un acto de complicidad y la tensión del encuentro baja aún más. Hacen comentarios graciosos sobre la nube de smog en la que han quedado envueltos; ella se lamenta por los efectos terribles de la contaminación sobre la calidad del cabello femenino. Él afirma con movimientos suaves de la cabeza, vuelve a sonreír y cuando se da cuenta, está invitando a la chica a tomarse un café o una cerveza. Ella va a decir que sí cuando reparan en que el Brougham ha vuelto a detenerse junto a la acera, entorpeciendo el tráfico, arrancando maldiciones al conductor que viene en el auto que lo sigue en el carril y que casi choca contra el enorme Ford. Extrañado, comprende que el tipo del Brougham debe haber dado vuelta varias manzanas abajo en la avenida, que es de un solo sentido de circulación, y ha decidido insistir ante la chica, sin preocuparse demasiado por la presencia del hombre que parece acompañarla. Obviamente, el tipo debe ser un patán decidido a salirse con la suya, pasando por encima de quien se interponga, sin respetar el hecho de que la mujer está acompañada por otro hombre.

Una alarma en su interior le dice que la situación implica peligro. Instintivamente, se acerca a la mujer, como si fuera a abrazarla. Justo entonces ve aterrorizado que el conductor del carro saca un revólver. El metal negro lanza destellos mortecinos ante la luz insuficiente del poste. Cuando escucha la detonación siente que los nervios lo traicionan y, por una fracción de segundos, es el hombre más amedrentado del mundo. Nada puede hacer, la bala es demasiado rápida, la chica lanza un grito y cae hacia atrás. Tiene tiempo de sostenerla antes de que caiga sobre la acera, escucha el chirriar de neumáticos friccionando en el pavimento, una nubecilla de humo y olor a caucho quemado se esparce ante ellos y agrega aun más desagrado a la escena. Ve desaparecer en cuestión de instantes al auto que serpentea en el asfalto, esquivando otros vehículos en la avenida. Todo ocurre durante segundos que parecen extrañamente lentos. La mujer está en sus brazos, jadeando, iniciando un grito desgarrador que delata el dolor que siente. La bala la ha penetrado en el abdomen, el tiro ha sido casi a quemarropa. Siente un líquido caliente y cae en cuenta, horrorizado, que es la sangre de la mujer, fluyendo y arrebatándole la vida.

Atónito, repara en que a esa hora hay pocos transeúntes en aquella esquina penumbrosa de la ciudad. Prácticamente están solos, sintiendo, compartiendo el hecho indeseado de una vida que declina y escapa y él no puede hacer nada. El conductor del auto que instantes antes le gritaba improperios al del LTD se ha esfumado, ha acelerado el motor, espantado por lo que acaba de presenciar. Por supuesto, no quiere saber nada de las complicaciones que traen los asesinatos, detenciones preventivas y declaraciones. Desde la acera del frente le llegan gritos de gente que ha corrido al escuchar el disparo, personas que no acuden a ayudar, sino que buscan alejarse lo más pronto posible de aquella esquina.

El cabello revuelto de la muchacha ha ocultado la belleza que ahora percibe, estando tan cerca, escuchando sus quejidos. Le despeja la cara. Los ojos de la mujer se entrecierran, pero lo observan, lo miran desde el fondo de su consciencia con un dejo de desesperación, clamando en su mudez que no la abandone, que no la deje allí tirada y se vaya. Que se quede con ella, así sea para no morir sola. La escucha susurrar un “Por diosito”, precisamente a él, carente de toda religiosidad y fe. Entonces, sin mediar palabra, le besa una mejilla y ella solloza, pero es un llanto quedo, débil, resignado y aterrorizado a la vez. Aquel cuerpo femenino es delicado, su piel es suave, nada de asperezas derivadas de una vida dura en las aceras, no hay evidencia de deterioro por el uso y abuso de la piel por decenas de manos que deben haberla recorrido sin delicadeza, antes bien con rudeza y hambre de sexo comprado. Percibe la fragilidad de aquella humanidad casi infantil, apenas cubierta por la vestimenta ruda y manoseada.

Apoya con firmeza una mano sobre la herida sangrante, un agujero demasiado pequeño como para que emane tanta sangre. “Así es la fragilidad de la existencia humana. Así somos de prescindibles”, piensa en un arranque de filosofía personal inesperada, mientras se concentra con todas sus fuerzas en lo que sea que esté haciendo justo allí y en ese momento. No sabe a ciencia cierta qué está ocurriendo, pero entiende que debe mantener la mano presionando esa cavernita horrible por la cual se va el flujo valioso que apenas momentos antes mantenía viva y saludable a la muchacha. Entonces, asombrado, siente que una fuerza superior, un impulso que lo domina desde sus pensamientos más íntimos y secretos lo conmina a trasladar su vitalidad, a través de la mano, hasta el ser conmocionado que ha puesto la responsabilidad de su seguridad e integridad sobre sus hombros. La muchacha gime, mas no ofrece resistencia ante la maniobra persistente que él ejecuta. Él percibe un calor o venero de ardor que se traslada hasta el cuerpo traumatizado. “¡Una especie de chi!”, piensa.

La mujer se adormece, respira con una suavidad apenas perceptible y su piel está cubierta por un sudor frío; tal vez atraviesa un trance necesario, un coma innato al que recurre un ser accidentado para ahorrar energía. Él siente una creciente piedad, absorto en la belleza modesta súbitamente próxima que va descubriendo, conmovido por la feminidad desguarnecida dependiente de un desconocido. Ya no importa el perfume barato que la impregna, la ropa casi raída por mil batallas cotidianas en las avenidas y en hoteluchos de mala muerte, si es una mujerzuela o una santa remilgada; él está allí en cuclillas, soportando un organismo frágil contundido por la violencia, dependiente de auxilios ajenos. No puede concentrarse sino en mantener la mano sobre la herida. Un sentimiento de enternecimiento se apodera de él, retornando la empatía incondicional que suele experimentar. Poco a poco el manar de la sangre se ha detenido, tal vez la presión sobre el agujero ha bastado para detener la hemorragia, pero lo importante es que la bala está adentro y comprende que nada se gana con interrumpir el flujo externo si la chica sigue sangrando internamente. Transcurren dos, tres minutos y ella continúa desfallecida; aunque no es médico y no puede reconocer indicios básicos para determinar cuando alguien está sucumbiendo, mantiene la esperanza de que la muchacha no esté muriendo. Suspira y se sume en otros pensamientos.

Desearía estar allí un día cualquiera veinte años en el pasado, recorriendo lugares conocidos, o al menos más familiares y amistosos que los que ahora se erigen en la avenida transformada. Quisiera caminar hacia los locales comerciales y comprar las golosinas, revistas de comics y artículos de bromas y magia, revivir días más alegres y despreocupados, menos violentos, vividos con ingenuidad, ensueño y entusiasmo. Preferiría cerrar los ojos y que al abrirlos la realidad fuese otra, no ésta en la que está inmiscuido, asido temeroso a una mujer de quien apenas se ha hecho una idea de su “profesión”. No puede eludir las circunstancias, debe mantenerse allí, aunque comienza a sentir que sus fuerzas van menguando.

Escucha el leve chirriar de neumáticos que frenan sobre el pavimento. Un vehículo se detiene, un pasajero que se apea en la esquina los observa y se aproxima. Es un hombre mayor, de unos sesenta o sesenta y cinco años. Viste de manera elegante, descuadrando con su presencia en aquel escenario urbano violento e improvisado. La confianza en el género humano renace y desea que el tipo sea un médico o alguien entendido en heridas por armas de fuego. El otro se agacha junto a la pareja y hace preguntas sobre lo que ha sucedido; se le nota interesado. Cuando se entera, se yergue y dice que va a buscar un teléfono para llamar a la policía o a una ambulancia. Pero hasta el mismo extraño observa que ya no hay flujo de sangre; la derramada sobre la acera comienza a espesarse. El hombre, entre suspicaz y sorprendido, lo observa aferrado a la chica. Vuelve a ponerse en cuclillas junto a ellos, le pregunta qué ha hecho por la muchacha durante el tiempo que ha transcurrido tras el atentado.

― Sólo he colocado mi mano con fuerza sobre la herida. Y ha dejado de sangrar. No he hecho más nada. Pero necesito ayuda, esta muchacha puede morirse si no recibe atención médica ya mismo ―su voz es calmada y resignada, como si esperase que la situación cambiara de pronto por el sólo hecho de revelar lo que ha hecho por la mujer.

― ¡Increíble! Eso es muy extraño, que se haya parado la hemorragia. Pero siga presionando, mientras voy por ayuda.

“Como si pudiera hacer otra cosa”… El hombre mayor se aleja en la penumbra de la noche. Lo escucha gritarle a alguien, pidiendo información o ayuda. Ese alguien responde frases que no distingue bien entre el rumor de los autos que pasan. Luego el otro echa a correr, aparentemente preocupado por la situación.

La mujer sigue con los ojos cerrados, luce relajada, desmayada. Debe estarlo. No intenta despertarla o reanimarla. Además, ella respira ahora rítmicamente y eso lo alivia. Entonces, siente que un cansancio creciente se apodera de todo su cuerpo tenso en la medida en que mantiene la presión sobre la herida. La piel de la mujer tiene un color trigueño, tal vez pardo claro, no puede asegurarlo bajo la luz pobre de la avenida, y la mancha de sangre que ya comienza a secarse crea un feo y chocante contraste. La chica suspira, como si durmiera una siesta relajante y reparadora. Él sonríe, complacido de que la vida permanezca, se aferre aunque sea así, en brazos de un anónimo en medio de la noche agresiva y peligrosa de la ciudad. Cae en cuenta de que el otro hombre no regresa todavía con la ayuda esperada.

La mano con que presiona sobre el abdomen lastimado está caliente. Es un calor inexplicable, no está seguro de si procede de su propio organismo, de la chica, o si es un fenómeno que trasciende sus cuerpos. Hay cosas que lo sorprenden todos los días, pero la temperatura insólita que capta por la palma de la mano es tan extraña, tan antinatural, que en su mente se forma una amalgama de ideas confusas y admite que está sobresaltado. La situación comienza a superarlo. Poco a poco advierte algo que parece surgir desde adentro del cuerpo abatido. Es un objeto pequeño, duro y áspero al tacto que va emergiendo. Lo primero que se le ocurre, aferrándose a una lógica básica y temprana, es que sea un coágulo o una víscera en proceso de eventración, por lo cual se asusta tanto que la primera reacción es retirar la mano. No hay una salida precipitada de sangre, nada de flujos de linfa, de materia orgánica interior ni restos de tejido lastimado. La chica sigue desmayada, con esa placidez en su rostro que le parece tan extraña, tan fuera de contexto en medio de la situación que les ha tocado vivir. Una paz que no se corresponde con la urgencia del contratiempo. Pero ese algo que ha percibido bajo la mano está ya a la vista. Es un pequeño objeto cónico, metálico, grisáceo, impregnado de un fluido sanguinolento pero transparente (¿sangre, grasa y linfa del cuerpo?).

Al principio la sorpresa y la luminosidad atenuada de la esquina le impiden establecer la naturaleza de lo que ve y palpa. Luego comprende: es una bala. Fascinado, observa el proyectil, lo toma entre los dedos y a la incredulidad se une la perplejidad que le causa estar presenciando un hecho nada común, quizá hasta “sobrenatural”. Es la primera conclusión a la que llega, aunque paulatinamente asume que debe haber sido la presión que ha ejercido sobre el cuerpo lo que ha propiciado la salida del proyectil. Con esa explicación, que teme sea demasiado acomodaticia, coloca a la mujer con suavidad casi paternal sobre la acera sucia. Permanece sentado con la bala girando entre las yemas de los dedos, observándola con curiosidad y estupefacción.

La muchacha suspira, entreabre los ojos y con lentitud se sienta aparatosamente, debilitada, pero tiene la expresión de quien se despierta de un sueño muy profundo, no la de un herido de gravedad. Se palpa el abdomen y descubre que la blusa húmeda y pegajosa está manchada de sangre. Se estremece y gime, atemorizada. Cuando se revisa el sitio donde recibió el disparo sólo siente una leve depresión oscura en medio de la cual hay un pequeño agujero que ya no sangra, una escoriación dolorosa aún, rodeada de sangre que comienza a secarse, pero sin hemorragia. El desconocido que la ha socorrido la mira con ojos de pasmo, sonríe y le muestra la bala, con una expresión indescriptible en su rostro. No puede entenderlo, su mente se niega a aceptar que no está muriendo sobre la acera de aquella esquina mil veces transitada por ella.

Él le ofrece la bala, sus manos están enrojecidas con la sangre espesa y casi seca de la muchacha que minutos antes se moría entre sus brazos. Dice algo sobre asearse en el baño de alguno de los restaurantes cercanos y le pregunta si quiere o necesita algo. Ella, aturdida y confundida, tal vez asustada, llora y ríe a la vez, se pone de pie con la ayuda de su compañero improvisado, mareada, más por la emoción que por la agresión. Su voz suena entrecortada, se apoya en él y juntos esperan a que la luz del semáforo cambie para cruzar la avenida. Del otro lado, un pequeño grupo de personas que ha estado observando la escena se sorprende al ver a la mujer caminar por su propia cuenta. Cuando los dos entran en un local de comida rápida, los curiosos se agolpan en la entrada, incrédulos.

La muchacha ha adquirido una vitalidad creciente, su rostro se ilumina con una sonrisa que refleja la felicidad de sentirse todavía viva y se desvive en lisonjas y agradecimientos. Por su parte, él está quizá más traumatizado por el desenlace de la situación. La mujer no podría tener una explicación lógica o racional de todo aquello, en su ignorancia apelaría a lo sobrenatural y su vida, con seguridad, dará un giro quizá definitivo. Apenas piensa esto se reprocha el aspecto discriminatorio que se esconde detrás de esa reflexión. Ha ocurrido lo que un creyente denominaría “milagro”, pero sacude la cabeza, tratando de borrar la especulación, porque en su escala de valores personales no se incluye el misticismo, los misterios y los eventos maravillosos. Aun así, admite que ha sucedido algo trascendental que le tomará muchos días asimilar.

Escapando de las zalamerías de la muchacha, se levanta de la silla y camina hacia el exterior del local, con la vista fija en el piso, sintiendo que decenas de miradas lo siguen con interés y curiosidad. Él sólo quiere desaparecer en la oscuridad de la noche, alejarse de aquella esquina que de pronto se ha convertido en un sitio desconocido e inescrutable.

Wilmerjbd17 de diciembre de 2014

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