TusTextos

La Rosa

1

—¿En qué piensas, muchacho?

La voz amable de mi tío Guillermo me saca de mis cavilaciones mientras camino a su lado por la avenida. Es más de mediodía y no hemos almorzado, así que no ando muy animado que se diga, el hambre comienza a agobiarme y casi me estoy arrepintiendo de haber venido a acompañarlo. He viajado desde la distante ciudad donde vivo para hacer unas diligencias en la oficina principal de la empresa en la cual trabajo; me han quedado unas horas libres y aprovecho para pasarlas con él. Sonrío mirándole apenas, más con la intención de ser amable que por escuchar su voz a veces estentórea.

—No me digas que estás cansado ya. Tan joven y flojeando… Mira, ya sé, iremos a comer a un buen restaurante que conozco por acá cerca y te gustará.

“Por acá cerca” es El Rosal y yo sé que en la zona hay buenos restaurantes y tascas. Un ligero entusiasmo me invade y siento la esperanza de recobrar mi buen ánimo. No quiero pasar por desagradecido o antipático con mi tío, así que sigo a su lado, escuchando sus esporádicas frases, entre las cuales no falta el retruécano político o la inconformidad con lo que pasa en el país.

Llegamos a la siempre congestionada esquina de la Miranda con la principal del Country Club. Cruzar la calle allí es una hazaña, enfrentamos el riesgo que implica la simultaneidad del paso de autos que se desplazan presurosos y personas que hacen movimientos evasivos y lanzan maldiciones. Mala programación de los semáforos. Hace años que no vivo en Caracas y ya estoy desacostumbrado.

Por algún motivo, pienso en Lucía, en que más que novia, y por la manera en que nos relacionamos, casi parecemos un matrimonio. No estoy seguro de por qué, o qué me ha hecho recordarla. Experimento la recurrente mezcla de sentimientos: añoranza, pesadumbre, amor y desencanto. Vuelvo a notar que estoy huyendo de algo y eso no me gusta, pero no deseo arruinarle el día a mi tío, que siempre ha sido tan amable conmigo. Guardo en un remoto compartimiento de la mente la molesta sensación y me concentro en su compañía y sus palabras.

—¿Mucha hambre?

—Realmente sí, tío. Perdona.

—Nada qué perdonar, chico. Yo también tengo hambre. Pero me da mucho gusto que estés aquí conmigo hoy. Debo hacer una importante diligencia y quizá quieras acompañarme. Será un rato nada más, ¿sí?

Su tono es como el de un muchacho que se disculpa por una travesura y la cara que ha puesto me causa mucha gracia. Me invade una oleada de afecto y simpatía por él.

—Claro, dispuse este día para pasarlo contigo. Tú sabes que eres mi tío preferido—. Esto lo digo con la mayor sinceridad. Es mi pariente predilecto, me he identificado mucho con él. Hasta tenemos los mismos gustos.

Él ríe y me toma por un brazo. Sé que también está a gusto conmigo. Mi visita altera un poco su soledad de décadas y aunque desconozco mucho de su vida, la imagen que perdura es la de un hombre afectuoso, irreverente, quizá bohemio, amante de las mujeres, muy sentimental y solidario como ninguno. Hubo una época en que quise ser como él. Pero eso ha quedado atrás y mi vida ha dado varios giros, en ocasiones inesperados, conocí mujeres, las amé y me involucré con una con la cual ya llevo cinco años de relación con altas y bajas. Últimamente, con más bajas.

Él camina con rapidez. Siempre ha sido así, ágil en la calle, avanzando con prisa, incluso cuando tiene el tiempo más que holgado para disponer de sus obligaciones y compromisos. Nunca nadie lo vio andar lento por la calle. Y subiendo la montaña del Ávila, a lo que fue aficionado durante lustros, era casi imbatible. Ya tiene sus años y la vitalidad no lo abandona.

Finalmente almorzamos donde él quería, un buen restaurante de comida española con un ambiente muy agradable. Dentro, el ruido del tráfico de la avenida es apenas perceptible y el fondo musical me relaja mientras comemos. Tomamos varias cervezas, compartimos también esa preferencia. Cuenta unos chistes, algunos francamente malos, pero me río y disfruto cada minuto del almuerzo. No me deja pagar, ni siquiera contribuir con el monto de la cuenta. Me dice que soy su invitado. Cuando salimos, se estira como un gato y sonríe.

—Vainas mías, nada más.

Pero le noto un rictus de preocupación, tal vez incluso de tristeza. No estoy seguro. Camino a su lado por la Miranda hacia Campo Alegre, en silencio, y al rato me espeta:

—¿Cómo están las cosas con tu novia? Sinceramente.

No sé qué responder de inmediato, la pregunta me sorprende. No me molesto, porque ante él no puedo disimular mis tribulaciones. A veces creo que tiene el aparente poder de desentrañar mis pensamientos y preocupaciones.

—Desde que llegaste eres otro, sobrino. Creo que no puedes ocultar que la estás pasando mal con tu compañera, ¿verdad? No me veas así, sé que te sientes terrible. Mira, a mi edad hay cosas que uno aprende a dilucidar, a adivinar en los gestos y miradas de las personas. Y más cuando es un pariente. Anda, cuéntame, tal vez yo pueda aconsejarte algo bueno.

Tal vez ha conversado con Mamá y ella le ha dicho que en los últimos meses ando con una pesadumbre que no puedo disimular. Sólo le digo que presiento que Lucía está cansada de la monotonía, de la estrechez económica, de mis subidas y bajadas, de nuestras diferencias, qué sé yo. Enfatizo, explico que el encanto de la relación se ha venido diluyendo con el paso de los años. Lo que sea que está ocurriendo, nos está distanciando y no estoy precisamente feliz con eso.

—Se nota que aún quieres mucho a tu novia. Aunque pretendas disimular o fingir tu estado de ánimo, tu cara es una vitrina de emociones.

—No sé, tío. Ando… Andamos en caminos diferentes, supongo. Tú sabes como son esas cosas, los problemas de pareja, todo eso. A veces la rutina de la vida va como matando el encanto, la magia. Uno no se detiene a pensar y de repente la situación se complica. Es más, cuando nos damos cuenta estamos alejados, distantes, fríos, pero porque ella se torna melancólica y yo caigo en una categoría de persona molesta, inoportuna. Así me hace sentir a veces. Mejor dicho, con frecuencia. Pero en mi caso, para serte sincero, cuando decido alejarme entonces la anhelo. Pensar que ella tal vez ya no me anhela a mí es como si se me muriera algo por dentro. En ocasiones me provoca salir corriendo, dejarla sola. Ella quiere que yo la comprenda todo el tiempo y logra que me comporte como un dependiente emocional; eso me da mucha rabia y me paso el día mascullando y refunfuñando a solas. Parezco un loco.

Mi tío asiente con la cabeza, pero no dice nada, solamente asiente y sigue caminando. Yo esperaba un consejo, un regaño, más preguntas.

—Lucía tiene unos vaivenes de carácter que me desaniman y, además, está llena de misterios, hace cosas por su cuenta y nunca sé los detalles. Eso me mata, me pone en ascuas. Me pongo a pensar y pensar, no sé dónde ni con quién anda cuando no me dice nada y yo necesito estar enterado, para eso somos novios, pareja, compañeros, qué sé yo…

—Las relaciones humanas son la cosa más complicada que existe en el mundo.

—Ya lo creo, tío.

—Pero muchas veces nosotros mismos las complicamos más, en vez de facilitarlas. Estamos llenos de defectos y no nos percatamos de que eso afecta a los demás. O nos hacemos los locos. Con frecuencia somos terriblemente egoístas.

—Yo no soy precisamente egoísta— digo, más bien molesto y en seguida me apeno.

—Sí, yo sé que no eres egoísta. Ninguno de nosotros lo es, ¿verdad?

Habla en un tono repentinamente misterioso. Se me hace imposible comprender a dónde quiere llevarme con esta conversación, pero presiento que algo va a ocurrir y que la situación se torna misteriosa, que estoy a merced de lo que tiene pensado hacer esta tarde. Pero es mi tío querido y lo acompañaré, como me ha pedido.

—¿A dónde vamos? ¿Es cerca?

Me responde que estamos próximos a llegar, es en algún edificio cercano de Chacao. El tráfico es una totalidad que abruma con ruidos, humo y movimiento, pero mi mente lo ignora, lo aísla. Estoy melancólico. Una sensación de pérdida, de presentimiento negativo me abruma mientras pienso en Lucía. Pasamos por el puente de la Miranda sobre la Libertador y los primeros edificios de Chacao, que venía viendo a ratos en la lejanía, están frente a nosotros. En minutos cruzamos la avenida y entramos en una floristería. Mi tío compra una rosa blanca. Sólo una rosa. Pide que le recorten un poco el tallo y que le pongan unas florecillas como guarnición o adorno, la envuelven en la base con un celofán y salimos. Recorremos la corta calle Urdaneta, de sólo una cuadra y subimos unos metros por la calle Bolívar. Veo que mi tío saca un papel doblado del bolsillo de su camisa y lee algo, una dirección, supongo con acierto. Me indica que lo siga al entrar en un edificio, subimos al primer piso y él toca el timbre de un apartamento. Nadie responde de inmediato, pasan unos minutos y comienzo a creer que la caminata y la rosa han sido esfuerzos en vano, pero él se vuelve y me dice que quizá debemos esperar nos instantes. Por supuesto, yo desconozco todo acerca de lo que haremos en ese lugar, pero parece que él ha acordado una cita. Veo en su rostro una sombra de incomodidad y cuando se percata de que lo observo, me dice, casi faltándole el aire:

—Estoy nervioso.

Yo sonrío, incrédulo. Está desarmado, trémulo. Tiene que ser por una mujer. Creo, sé, que sólo las mujeres tienen ese poder sobre los hombres.

—¿Nervioso? ¿Tú? No te creo.

Pero eso lo digo por decir, es obvio que está a la expectativa, estremecido por un sentimiento del cual desconozco la causa. Oigo ruidos que provienen de dentro del apartamento. Alguien se acerca, sus pasos son lentos, como los de una persona que ha estado recostada, durmiendo la siesta. Estoy imaginando eso cuando él me recalca:

—Sí, estoy nervioso. ¿Por qué no puedo estar nervioso? Si supieras cuánto, te reirías.

—O sea, estás…

—Sí, ¡pero no lo digas!

Yo río y él me sigue. Cuando abren la puerta, que es de metal, ambos estamos riendo y la persona de dentro permanece en silencio. De momento, no la veo, estoy algo separado y la hoja de la puerta girada hacia donde estoy parado no me permite ver más que a mi tío. Al instante, su rostro se enrojece, sonríe, los labios le tiemblan y yo comienzo a preocuparme, porque absurdamente me hago la idea de que le va a dar un síncope. Oigo que él sólo atina a decir un “Hoolaa” que va ascendiendo suavemente en tono como la sirena de una ambulancia que se acerca en la distancia. Hay inseguridad en su voz. ¿Quién es esa persona que causa eso en él?

Se extienden unos brazos de mujer y no veo el rostro ni el cuerpo, sólo unos brazos de mujer de piel muy blanca, que se extienden hacia mi tío y él avanza un paso, extiende los suyos y entonces, sorprendido en mi desprevención, escucho que la mujer se pone a llorar. Es un llanto realmente lastimero, nacido de un dolor desconocido, pero que tiene mucho de haber sido contenido, tal vez represado durante años, como si la presencia de aquel hombre que se ha lanzado a su regazo con una humilde y sencilla rosa blanca en la mano hubiese desencadenado algo poderoso y que yo, por supuesto, no puedo siquiera imaginar. Pero eso no es nada ante lo que sigue.

Confundido al principio con el llanto de la mujer comienzo a oír otro sonido lastimero. Mi tío está llorando también y su sollozo no tiene nada qué envidiarle al de la mujer en intensidad creciente. Y entonces comienzo sentirme incómodo, diría que simultáneamente estupefacto, preocupado y ajeno a eso. La incomodidad, pienso, se debe a que yo no debería estar allí en un momento tan íntimo, tan de ellos. Es su secreto, su pasado, lo que sea que haya ocurrido entre estas dos personas. Creo que nunca me he sentido más fuera de lugar.

La escena de llorar y decirse cosas muy bajito, como para que nadie más escuche, se prolonga unos segundos que se me antojan minutos. Se abrazan una y otra vez y mi incomodidad comienza ser verdadera molestia. Que el tío Guillermo llore no es cosa tan antinatural o inesperada, después de todo es un hombre sentimental, pero yo no lo esperaba en ese momento. No sé quién es la dama, parece formar parte de un secreto de vida que él no ha compartido con nadie y yo podría tener el privilegio de ser el primero en saberlo en la familia.

Pasan los segundos y creo que mi tío ha olvidado mi presencia. Es lógico, se toma su tiempo para reponerse y para animar a la mujer. Escucho sin querer frases que suenan entrecortadas, como “Cuánto tiempo, cuánto tiempo”, “Estás bellísima”, “Eres el mismo”, “Te extrañé todos estos años”, “Nunca pude olvidarte”. En efecto, asumo como inapelable o indiscutible, que aquí está desarrollándose un evento que es mucho más profundo que todas las especulaciones que yo pueda hacerme al respecto. Estoy apenado, sí, porque estoy de más.

Fuera, el sol de la tarde avanza. Me acerco a la ventana del pasillo y miro hacia la calle, por donde pasan pocos autos. Hay peatones en las aceras y se escuchan conversaciones y risas. Me gustaría bajar y perderme por un rato, dejándolos solos mientras ellos conversan y se dicen lo que, es obvio, necesitan decirse.

Siento la mano de él sobre mi hombro, me doy vuelta y me presenta a la mujer. Es muy hermosa. Tiene los ojos parduscos, casi verdes. Su piel es blanca y al cutis perfecto del rostro lo adornan unas pecas que le imprimen un toque deliciosamente sensual. El cabello, abundante pero no muy largo es rubio, aunque se nota que es teñido y no le queda nada mal. Tendrá unos cuarenta y cinco años, a lo sumo, pero su figura y su belleza parecen resistirse al paso del tiempo, pienso. Viste una blusa y unos pantalones blue jeans que resaltan un aspecto juvenil que contradice la edad que le he calculado. Comprendo la emoción de mi tío, pero hay algo más en todo aquello. Comienzo a imaginar una historia novelesca. La mujer dice su nombre y su voz es algo grave, opaca, como de confidencias, sugestiva. Sensualidad por todos lados. Mi tío Guillermo debe haber vivido derrotado por su recuerdo. En segundos me hago la sospecha de que es el gran amor de su vida.

—Alix, éste es mi sobrino Alfredo y viene de lejos a visitarme. Yo quería que él te conociera.

Cuando nos invita a pasar, ella pasa un brazo por mi hombro y me siento algo cohibido pero agradado. Siento que hace extensivo hasta mí el cariño que le tiene a mi pariente. Me agrada esta mujer. Debe ser alguien especial, alguien para no olvidarla. Nunca.

Ella se sorprende gratamente con la rosa y da las gracias, la huele y la coloca en un pequeño florero que está sobre la mesita de centro de la sala. El apartamento es pulcro, sencillo, sin rebuscamientos, acogedor. La luz entra generosa y hay un aroma a limpieza y a presencia femenina. Es un lugar para quedarse un rato y pasar una velada agradable. Pero yo sigo sintiéndome fuera de lugar y cuando ella desaparece durante unos minutos en la cocina, a donde ha ido a preparar café, aprovecho para decirle a mi tío que si quiere, lo espero abajo, cerca del edificio.

—No, quiero que sigas aquí. Hazme el favor, ¿sí? Esta persona es muy importante para mí. ¿Sabes desde cuándo no la veía?

—Debe haber sido desde hace muchos años.

—Veinte años. Para mí ha sido una eternidad.

—Veinte años… ¡Vaya! Era tu novia en ese entonces, ¿verdad?

Él se toma su tiempo antes de responder. Su voz está marcada por la melancolía.

—Es el gran amor de mi vida. Nunca la pude olvidar.

—¿Y qué ocurrió? Si se puede saber, claro.

—Ah, la vida, las circunstancias, un noviazgo largo que no se concretó en matrimonio, la rutina, qué sé yo. Y ella se dejó llevar por la desazón y cortó la relación. Aún amándome, como me ha dicho.

Siento un estremecimiento. Mi tío ha expresado ideas parecidas a las que expresé hace rato. Me quedo callado. No me molesto. Antes bien, comprendo.

—¿Y cuándo te lo dijo?

—Hace un mes alguien que nos conoció en aquellos años nos puso en contacto. Conversamos algunas veces por teléfono, pues yo no me atrevía a verla. Tenemos dos meses conversando desde lejos. Luego la contacté vía Facebook.

—Definitivamente fue una persona importante en tu vida, tío. ¿Te sientes bien?

—Sí y no. No es fácil. Muchas cosas revueltas. Estoy conmovido. No tienes idea de cuánto.

—De verdad, si quieres que salga…

—No, no. Tú presencia me da valor—se ríe—. Tú eres mi pariente más apreciado y ella es la mujer que yo más amé en mi vida. No sé ni cómo tratarla ahora. Además, sabía que vendría con alguien, no es algo inesperado para ella.

—¿Por qué decidiste eso? Es extraño. Es un momento muy íntimo, intenso, delicado, muy personal. Digo yo.

—Porque…—. Pero no puede terminar la frase, la bella mujer entra en ese instante. Se sienta junto a mi tío y comienzan a decirse las cosas que yo daba por sentado que se dirían. En sus miradas hay un sentimiento profundo que supera al cariño, pero también se deja entrever la nostalgia.

Comienzo a compartir ese sentimiento y me aíslo momentáneamente, recordando a Lucía. Me imagino mi vida sin ella, sin sus contrastes, disgustos, confidencias, acuerdos, risas y complicidades. Sin las diferencias enormes que nos separan, pero también sin la comprensión, la solidaridad y la picardía. “Tengo que redescubrir las cosas interesantes de esa mujer”, me digo para mis adentros. Es posible que el amor no desaparezca, que no se deje ahogar por las miserias y decadencias de la vida rutinaria, de la crisis constante en que vivimos todos sumergidos en las ciudades, el trabajo, las finanzas.

La rosa está en el florerito, es una imagen, un trozo de vida que pronto morirá, víctima de la mutilación, sólo para complacer a un ser humano impresionable. Alix nota que yo estoy mirando la flor y dice de pronto:

—¡Ah! Traeré agua para que dure unos días sin marchitarse.

El tío Guillermo dice, con un tono que suena a medias filosófico, a medias irónico:

—Hay cosas que nunca se marchitan, aunque pasen los años.

Ella lo mira y sonríe. Luego se dirige a mí:

—Tu tío no ha cambiado en todos estos años. Qué bueno.

Yo le respondo y me sorprendo de mis propias palabras.

—¿Y usted sí ha cambiado?

Mi tío me lanza una mirada curiosa y luego la mira, esperando la respuesta.

—Sí. Yo he cambiado. Han pasado muchas cosas que me afectaron profundamente. He cometido errores y aciertos. He estado equivocada muchas veces y dejé pasar oportunidades que no volverán. Viví la vida de una manera que tal vez no debía. Yo… Hace muchos años yo terminé mi relación con tu tío porque las cosas no nos salían bien y fui perdiendo la paciencia. Pero ahora comprendo que él hizo lo que pudo, sólo que yo no lo vi así. Me derrumbé, me enojé, mandé todo al infierno y decidí darle un rumbo nuevo a mi vida y, bueno, terminamos. Terminé, mejor dicho. Y sé que él sufrió mucho— Su voz se quiebra—. Lo siento… lo siento tanto.

Se derrumba, veo cómo se desmorona lentamente, cayendo desvalida y conmovida, estremecida por el llanto entre los brazos de mi tío. No comprendo porqué sigo aquí, pero cuando él ve que hago un amague de levantarme y salir me hace un gesto con la mano, indicándome que me calle y que me quede sentado.

Cuando Alix se serena, vuelve a hablar, gimoteando.

—Al año de terminar con tu tío me casé con un hombre por el cual me sentí muy atraída, que me sedujo. Lo conocí en una fiesta. Yo creí que estaba enamorada. Teníamos los mismos gustos, cosa que no ocurría con Guillermo.

Hace una breve pausa, con la mirada perdida en sus pensamientos y recuerdos. Está afligida.

—Nosotros éramos muy diferentes, ¿verdad? —Mi tío asiente con la cabeza, el rostro serio. Ella vuelve a mirarme—. Él era alguien tan protector... Demasiado, diría yo. Eso me encantaba, me hacía sentir halagada, cuidada, consentida, pues. Sus detalles, su permanente interés en mis cosas, mi salud, mi bienestar. Se desvivía por mí y yo lo sentí así durante años, pero también sentía que a veces me asfixiaba, que me restaba movilidad, no sé si me explico, bien. Se lo decía. Tu tío lo intentaba; sin embargo él es como es, está en su corazón, en su mente ser así. De verdad, nunca he conocido a nadie tan entregado como él. Yo, en cambio, necesitaba mi autonomía, mi libertad de movimiento. Era más despegada, más cerebral, a pesar de que no soy una persona insensible, para nada. Pero al lado de tu tío, que era un verdadero río de pasiones, que me abordaba y me rodeaba, me sentía a veces necesitada de más holgura.

Alix le acaricia un brazo con cierta timidez. Él tiene la vista fija en el piso. Apenas sonríe un poco.

—Bueno, el caso es que me relacioné con aquel hombre y me casé. Al principio todo iba bien. Muchas fiestas, bailes, noches inolvidables, un hombre con un carácter distinto al de Guillermo. Me entregué a mi relación. Hasta que descubrí que me traicionaba con frecuencia y que el hecho de darle una hija no significaba gran cosa para él. Era un Don Juan y me irrespetaba cuantas veces le daba la gana. Un machista inútil, pendiente de sus cosas, de su deporte favorito, su trabajo y sus conquistas amorosas. No vale la pena que entre en detalles.

—Lo lamento, de verdad.

—Luego, la violencia verbal, la humillación y el maltrato. Me divorcié hace tres años. Y en todo el tiempo que padecí ese tormento entendí que había perdido la oportunidad de vivir con el único hombre que me había amado de verdad. No tienes idea de lo que he lamentado el haber tomado esa decisión.

—¿Puedo preguntar algo?¬— adelanto, con algo de vergüenza.

Guillermo se levanta y se acerca a la ventana, suspirando, con la mirada entristecida.

—Sí, di.

—¿Por qué han querido que presencie su reencuentro? ¿No sienten que debió ser un momento íntimo, privado?

Ella sonríe y mira a mi tío, que se vuelve a mirarme. Cuando habla, su voz es casi inaudible.

—Eso lo dejo a tu consideración. Pero recuerda que has escuchado algo que no debe ocurrirle a quienes se aman. Que las circunstancias de la vida a veces se oponen y uno se deja llevar, sencillamente. No es cuestión de culpa, debilidad, o capricho. Es cuestión de entereza y amor sincero.

Alix habla más para sí misma que para nosotros cuando añade:

—Es como esa rosa que me has traído. La pondré en agua para que aguante un poco más. No pusimos nuestra relación en agua, no la revitalizamos. Yo me agoté. A pesar de todos tus esfuerzos, yo no pude. Me dejé llevar por mi desazón.

—Eso ya es cosa del pasado. No te culpes de nada. Tenías el derecho de acabar con eso cuando tú quisieses.

—Pero te lastimé. Te herí. Te dije cosas muy duras, fui ruda, insensible. Y tú eras tan atento y cariñoso. Yo llegué al extremo de ver tu amabilidad, tu sentimentalismo, tu paciencia infinita como una debilidad. Consideraba todo eso como falta de virilidad.

Mi tío se ha vuelto a sentar a su lado y tiene la amabilidad de cambiar el tema para que no siga sufriendo. Le pregunta por su hija y ella le dice que tiene dieciocho años, que la chica pasa ese día con el padre y nos muestra un portarretratos con su imagen. Yo lo he visto hace unos minutos sobre la mesita de la sala. De pronto, la idea de la paternidad me pasa por la mente, me vuelvo a sumir en mis cavilaciones y trato de imaginar a Lucía en el rol de madre. ¿Dónde y con quién estará en estos momentos?

—Traeré el café— la mujer se levanta, se dirige a la cocina.

Mi tío evita mi mirada.

—Es una historia… Triste—, digo con un algo de pena.

—Es la gran historia de amor de mi vida. Esa mujer… ¡Dios, cuánto la he amado!

—¿Nunca dejaste de amarla? ¿Aún estando casada y con una hija? ¿Cuánto puede una persona amar a alguien? ¿Para el resto de su vida?

—No lo sé. Sólo puedo hablar por mí. Yo la he amado desde que la vi por primera vez. Tal vez moriré con este sentimiento.

—Bueno, pero ya se reencontraron y se reconciliaron. Pueden darse una segunda oportunidad. ¿Por qué no intentarlo, tío? Los dos están solos. Me refiero, sin pareja.

—Hay cosas que no sabes. Pero eso que planteas ha sido discutido y hemos concluido que ha pasado tanto tiempo que debemos ir con serenidad, sin apuros.

—Comprendo, tío. Te apoyo y me alegra que hayas vuelto a encontrar a Alix. Es una mujer muy hermosa y agradable. Encantadora. ¿Te sientes mejor?

Su mirada está perdida en algún punto de la pared. No me gusta lo que veo en sus ojos.

—Por alguna razón, no del todo.

Cuando ella regresa, trae una bandeja con tres tasas de café y un poco de agua para la rosa. El aroma delicioso se esparce y yo bebo ansioso. Me encanta el café. También a mi tío Guillermo.

—Es muy interesante lo que les ha pasado. Me siento testigo de algo grandioso. Ahora quisiera preguntarles algo a los dos, ¿puedo?

Ambos asienten, casi al unísono.

—¿Se aman? Quiero decir, en este momento que se ven por primera vez luego de tantos años, ¿sienten que se aman? ¿Que nunca dejaron de amarse?

Alix se sonroja visiblemente y baja la mirada. Mi tío suspira y contesta, con un tono emocionado:

—Sí, esta mujer ha estado permanentemente en mis pensamientos. Tengo que confesar que me relacioné con muchas mujeres después que ella decidió cortar nuestra relación, pero ninguna la reemplazó en mi corazón. Nunca pude volver a enamorarme.

—Es algo que deseé todo este tiempo, que nunca me hubieses recordado mal para que pudieses perdonarme. En el fondo de mi corazón sabía que había cometido un error tremendamente desastroso. Pero ya era tarde cuando lo comprendí. Tú desapareciste, sin dejar rastro.

Alix solloza de nuevo, la emoción la embarga. Creo que es sincera y me alegro por mi tío Guillermo. Ella ha dicho eso entre lágrimas y lo mira como pidiendo, rogando, su perdón. Él no está para eso, no vino aquí a perdonar nada, presiento que su amor supera cualquier despecho, cualquier posibilidad de resentimiento. Lo admiro y me siento identificado con esa potencia, con esa magnanimidad. Lucía, por su parte, nunca podría entenderlo. Me entristece pensarlo, justo en ese momento de grandeza, esperanza y entrega.

Así transcurre la tarde. Yo, testigo privilegiado del reencuentro de dos personas que han superado la culpa, los errores, las decisiones equivocadas, he presenciado algo que no pensé ver sino en películas. Redescubro que mi tío es una persona con un corazón grande y noble. No podría ser como él, me costaría perdonar algo así, pienso. No sé qué haría si Lucía me hiciese eso.

Cuando salimos, ellos se abrazan y se besan en la mejilla, nada de besos románticos y comprometedores. Ella me abraza y me dice que le he caído bien. Le digo lo mismo. Hacen promesas, asumen compromisos y citas, quedan en verse pronto y yo estoy feliz por ambos. Ha sido bonito, tal vez cursi, rebuscado o barroco, pero me ha agradado mucho. Sospecho que hay una enseñanza para mí en todo ello y que deberé analizar lo que he visto. No me vendría mal intentar cambios en mi relación y consolidar lo que está endeble. No sé, quizá conversar. Con el corazón en la mano.

Un día después debo regresar a casa y tomo el taxi hasta el aeropuerto. He llamado a Lucía y le he dicho que la extraño. Al principio ella no responde, está sorprendida con mi efusión, creo que hace tiempo que no se lo he dicho. Pienso en que no podemos esperar que las demás personas sean amables si no ponemos de nuestra parte, incluso con la gente a la que por descontado creemos obligada a serlo con nosotros. Quisiera ser más entregado, como fue Guillermo con Alix. Esa siembra que él hizo, en un tiempo lejano, ha dado frutos. Sólo que las circunstancias que les tocará vivir serán distintas. Ya son más maduros y los detalles serán analizados desde otra perspectiva. Por lo menos es lo que esperaría yo de ellos. Medito en ello mientras ingreso a la cabina de pasajeros en el avión y la imagen de mi pareja me llega como entre brumas. Estamos tan cerca y sin embargo tan distantes. ¿Por qué tenemos que complicarlo todo?

2

Un mes después recibo una llamada en mi trabajo. Es mi madre. Su hermano Guillermo fue encontrado muerto en su apartamento. Lo halló la señora que aseaba su hogar una vez por semana, aparentemente un día después de su fallecimiento, según el forense. Estaba acostado en su cama, en posición fetal, como tratando de defenderse u ocultarse de algo, de una amenaza o de un dolor. También me parece que es la posición en que alguien trata de proteger un objeto, una reliquia, un tesoro valiosísimo, aferrándolo contra su pecho. El veredicto, el diagnóstico de la vida es ataque cardíaco. Hacía pocos días lo había llamado y su voz no me transmitió alteración o dificultades; no percibí que experimentara un cambio importante, era el mismo tío bonachón y chancero.

Murió solo. Siempre fue alguien muy solitario. Recuerdo que me decía que podía estar rodeado de miles de personas y sin embargo se sentía el ser más solitario de la Tierra. Me ha dado tanta tristeza su muerte, que me quedo mudo y escucho la voz llorosa de mi madre, que está inconsolable. No puedo consolarla mucho, estoy conmovido. Y pienso en Alix. ¿Lo sabrá? La llamo, pero ya ella se ha enterado.

Un día después de recibir la noticia he vuelto a Caracas con parte de la familia, incluyendo a mi madre, para disponer el funeral y lo demás, los molestos y dolorosos trámites. Luego asistimos a la cremación de Guillermo. La hemos pasado terrible, el “loco”, el “excéntrico” ermitaño de la familia era muy querido, pero pocos se lo dijeron con la frecuencia que él hubiese deseado. Es una ironía injusta del destino, un sinsentido. Tanto esperar, encontrar y luego, como si nada, morir. Es absurdo. Estoy enojado con la vida.

Le he dicho por celular a Lucía que regresaré a la brevedad posible. No estamos bien todavía, siento que la mayor parte de la carga recae sobre mis hombros y ella no hace mucho para salvar nuestra relación. Constantemente echa en cara mis defectos, mi supuesta debilidad de carácter, mi temperamento sanguíneo.

En la capilla velatoria (Guillermo odiaba los velorios, lo religioso, aunque no era completamente ateo) converso con Alix, que está muy afectada, pero ella mantiene la compostura. Su hija, Irene, la acompaña. La muchacha es una beldad simpática y muy cortés. La madre es una mujer con dignidad, pienso. Alix me cuenta que mi tío la había visitado con frecuencia, a veces cada dos días desde que se reencontraron, que estuvo encantado con su hija, que siempre se aparecía con una rosa blanca, la de la amistad, nada de rojas, él quería ir poco a poco. Conquistarla de nuevo. Revivir el romance. Yo siento un nudo en la garganta cuando me lo imagino y un sollozo se me escapa. Estoy muy triste, esta muerte es tan injusta. El destino ha cometido un crimen.

Me parece que todo ha sido urdido, no sé si por mi tío, quien sabría, en mi suposición, que iba a morir. Un recuerdo de aquel día me viene a la mente, cuando le pregunté si se sentía mejor con el reencuentro y me dijo que no del todo. ¿Sabría que estaba mal? ¿Estaba sentenciado por alguna enfermedad? ¿Quería que yo presenciase su acto último, el triunfo final luego de años y años de espera? Casi me considero un elegido, parte de un drama superior. Cuando le pregunto a Alix si sabía que él estuviese enfermo me dice que no sabe nada al respecto. Entonces, ella saca algo de su cartera y me entrega una bolsita de tela de fibra áspera, atada con un cordoncito de imitación de hilo de oro. Me pide que la abra cuando ella se haya marchado de la funeraria. La bolsita casi no pesa nada, es como si estuviera vacía. La curiosidad me mata, mas cumplo sus instrucciones y no la abro.

Horas después, ella se ha marchado. Nos hemos despedido y siento que haré una bonita amistad con esa mujer. En ella quedará la imagen de mi querido pariente. La trataré bien en memoria de él. Pero con el trance de la cremación, el desconsuelo de amigos y parientes, las conversaciones con viejas amistades a quienes no he visto en años, olvido abrir la bolsita y ésta se queda en el bolsillo de mi paltó.

Cuando regreso a la ciudad y dejo a Mamá en su casa, meto la mano en el bolsillo y encuentro la bolsita olvidada. Apenas la toco, pienso en Alix, en Guillermo, en el amor de él truncado, pero persistente en su pasión por esa mujer. Presiento que se me ha hecho un regalo especial, un presente sagrado e impregnado de lo más grandioso de los seres humanos. La abro con lentitud, sintiendo respeto por lo que representa, aunque aún no estoy seguro de lo que contiene.

Hay un papel amarillento plegado, con un escrito y cuando comienzo a leer descubro que es una breve y vieja carta de amor que él le escribió hace mucho tiempo, en el estilo intenso y apasionado de mi tío, llena de exaltación, brotada del corazón. En el fondo de la bolsita, la visión de varios pétalos de rosa marchitos me genera un breve estremecimiento. Comprendo, más bien quiero imaginar, que tal vez son de la rosa blanca que mi tío le regaló aquella tarde feliz del reencuentro.

Casi por instinto, marco el número del celular de Lucía, escucho cuando contesta y le digo, con la mayor sencillez y solemnidad, si acaso esa simultaneidad es posible, que deberíamos conversar largamente.
Wim19 de marzo de 2012

1 Comentarios

  • Endlesslove

    Gracias por esta historia de entereza y amor sincero, en todo momento se quiere seguir leyendo más, seguir siendo testigos de ese amor que no tiene nada que perdonar porque está por encima de las culpas ,errores y del tiempo. Ojalá este episodio tan hermoso , le sirva a Alfredo para recomponer o dejar la relación con Lucia.
    ¿Continua?
    Saludos

    20/03/12 01:03

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