Mientras invierno se decía en voz baja en las calles por temor del mismo que todo lo regía, en el bar nos quemaban la música, el alcohol y la baraja. Gente blanca que se divertía tirando la vida, pero acompañada. La gloria del poker es que cuantifica el optimismo y despacio se va volviendo métrica de la esperanza. Al frente mío, jugaba con la mirada deprimida fija en las cinco cartas un soldado en uniforme, el porte quebrado, en silencio. Por pasar tantos años sin hablar mientras no se lo pidieran, era el único del que se pudiera decir, éste no suelta ningún ruido. Solo pensaba. Algunas partidas las ganaba pero realmente no se emocionaba. ¿Qué muchacha te falta soldado? Mírelo, una sonrisa para variar. No, de amor no hablo porque no se nada. Pero yo no dije amor, general, yo dije muchacha. Se ríe el viejo. Soy raso no general, y muchachas encuentro cuando quiero divertirme, pero hoy no quiero. Ya, pero al bar se viene precisamente a eso. Ni que fuera usted tan divertido. El viejo se ríe, yo me río. Cuente entonces comandante ¿porqué no quiere echar relajo? Soy raso no comandante, si vengo a jugar es porque la otra era quedarme afuera en el frío, si el talante lo traigo serio es porque vamos a morirnos. ¿Quiénes? Todos, y falta poquito. Cuando se hizo el silencio por respeto al comentario oído, se alcanzó a escuchar el zumbido de los motores enemigos que venían volando, encima del invierno. Alguno que no supo nada cantó su corrida roja, del as al cinco. Esperanza, optimismo, si seguía jugando así se salía de pobre por unos días. Luego hubo más ruido, calor, luego nada.