El Desierto
10 de mayo de 2010
por abrahamsaucedocepeda
El desierto lleva al desierto, decían, tanta arena hay como hay tiempo. Que la piel de Dios es blanca y quema y envuelve su desnudez entera. No hay oriente que valga la pena, que el oriente también es de arena. Un espejo perenne para los soles que viajan sedientos, similares, como esféricos incendios sobre nuestras calcinadas voluntades, a la espera de un diluvio nuevo. Una prueba de fe impuesta por una divinidad que murió de hambre. Decían.
Entonces guardaron silencio y contemplaron lo que el nuevo sol había revelado. Mares, ríos, montaña, hierba. Nieve, pantanos, jungla, animales. Tundra, pastos, lago, estepas. Por todo aquello que alcanzara a cubrir la visión agotada de los vigías, azul, blanco, verde y fresco. Desde sus torres colosales, plantadas sobre su ciudad viajera, vieron el fin de la aridez y tuvieron miedo de volver la mirada atrás, donde el desierto seguía fulgurante, casual, sin novedad, desierto a lo largo de edades y edades de contar acumulando longitudes esotéricas. Quedaron en silencio, viendo solamente lo innombrable, a unos pasos apenas. Unos pasos, en su lenguaje de navegantes de lo eterno, valía lo mismo que estarse quietos, que haber llegado. A fin de cuentas volvieron al desierto, a comenzar la infinita búsqueda del extremo opuesto.
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El texto es rico, está poblado de sugerencias, de matices. Profundiza en lo esencial. Se disfruta, porque es auténtico. Saludos.