Noche incipiente delatada por el cielo incendiado de Madrid, esa ciudad que se nutre de la algarabía más bella jamás conocida, y en un acto de gratitud nos brinda oportunidades para contar historias que son perfectas en una cabeza adulterada durante años por el cine de Hollywood. Todos quieren ser ese tipo malo y elegante, cubierto por el humo de un cigarrillo que es una demostración vigorosa de lo despreocupado que es el ser humano consigo mismo: qué poco importa morir mientras sea en esta ambigua orgía que es la vida. El tequila y su pandilla de licores logran escalar hasta unas neuronas huérfanas de inspiración y entonces surge. Sí. Esa frase rotunda, perfecta, con cierta arrogancia sobre el significado de la existencia. Pasan las horas y cada vez importan menos, aquí lo importante es que unos aspavientos con pretensiones de baile sigan un ritmo más o menos uniforme. Ahora ya nos aproximamos a esa comedia que somos de nosotros mismos, rodeados de gente cuyo nombre poca importa mientras formen multitud, así estaremos cómodos, entre el ruido, entre las paredes que quieren atraparnos, retenernos hasta que salga el sol, no les privemos de tal placer, quedémonos un rato más, al menos hasta que la noche pueda iniciarse de nuevo.