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El Diablo y Los Seis Años

Un catedrático de lengua no tenía qué comer, pues se quedó sin trabajo en la universidad y no sabía la forma de resolver su malparada situación. Una tarde se fue al campo para relajarse, y luego, sin darse cuenta, andando y andando, acabó en un pantano. Al poco rato, se presentó un duende oscuro, que en verdad respondía a la identidad de Lucifer.
¿Algún problema?

–se interesó, pues-. Me da la sensación de que estás abatido, desmoralizado.
El catedrático estando en sus cosas, salió de sus pensamientos, y dijo:

He perdido todo: el trabajo, la universidad, mi casa, mi empleo…
Si a partir de hoy entras a mi servicio y me sirves como criado

–le dijo el diablo- nunca te faltará nada. Seis años duran tus servicios, al cabo de los cuales

quedarás libre. Pero un asunto te advierto: No deberías ni hacer deporte, ni leer ni escribir, ni lavarte o ducharte. Luego tampoco te limpiarás los dientes, ni te cortarás las uñas y te dejarás recrecer el pelo.

El catedrático de lengua se quedó meditativo, repensó lo que le propusieron y, viendo que su existencia era un completo desastre, aun lamentándolo, cedió ante Lucifer. Luego se marchó con el duende oscuro que le condujo, sin entretenimientos, al infierno. Al llegar, adoptó otra vez la figura del diablo con su tridente y rabo, y le enseñó de lo que tenía que ocuparse y le dio varios pasos e instrucciones sobre el trabajo a realizar. Y la labor consistía en recopilar carbón por la zona, reavivar brasas que se apagaban, cuidar de los calderos donde se abrasaban los que peor se portaron en un pasado, y entre otros sacrificios laborales, dar latigazos a los que en la Tierra propagaron el terror y divulgaron el mal. El diablo ese día, antes de marcharse, le ordenó rotundamente que no dejase de reavivar las, brasas del Infierno y de latiguear a los malaventurados, y por encima de cualquier orden, que no mirase los calderos por dentro ni respirase de los mismos.

Descuidad, señor –le dijo el domable profesor de lengua, angustiado por respirar maldad y fuego-. No habrá ningún

altercado ni desorden.
Por si acaso, como no me fio de ti lo que debería de fiarme, me quitaré este ojo, que está rodando, veas o no lo veas, por todo el Infierno; de modo que si intentas faltar a deber, serás dolorosamente castigado.

El catedrático de lengua estuvo muy de acuerdo y a cada frase dijo que sí y prometió no saltarse las obligaciones impuestas. Nada más irse el diablo, el catedrático se puso a ocuparse de las duras labores de recopilar carbón, barrear cenizas del ardiente suelo, reavivar brasas que casi se apagaban y, unas de las últimas y más arduas tareas que hizo, fue levantar las tapas pesadas de los calderos pero sin asomarse y sin mirar dentro (como le ordenó Lucifer). Y así lo ejecutó tan bien como el resto de deberes encomendados. El ojo que andaba escondido por entre las llamas del Infierno le observaba, le vigilaba constantemente. No tardó en regresar y, por tanto, felicitar al hombre por su sensata responsabilidad y por no hacer trampas.
Muy bien, veo que estás cumpliendo

–le dijo poniéndose el ojo en una de las cuencas vacías-. Como me consta que aparte de tu cultura
e instrucción también poses la virtud de ser obediente, y a mí eso es algo que me gusta mucho, te daré la oportunidad de que hagas tu trabajo con todas las garantías de la intimidad de cualquier eficiente trabajador.

De modo que al referir eso el diablo desapareció en una llamarada instantánea no sin antes despedirse. El catedrático repitió la labor: los carbones amontonarlos para que ardiesen, barrer continuamente cenizas esparcidas, reavivar por veinteava vez las, brasas, ocuparse de unos ciertos pormenores y, cuando vino la tarea final, al hombre le entraron dudas, serias dudas de si iba a abrir las tapas de las calderas, porque le entró tanta tentación de hacerlo, tantas ganas de destaparlas que no pudo por menos que contenerse. Al abrir la primera decidió que iba a ser la última que abriría, porque dentro achicharrándose estaba el rector de su universidad, el cual le expulsó sin motivo aparente y con injusticia. El condenado chilló: - ¡Oh, tanto que te quejaste cuando te eché! ¡Cuánto me echaste en cara tu expulsión! ¡Mira que hay que tener jeta!
Porque fue traicionera esa acción, fue absolutamente innoble e injusta… ¿por qué lo hizo? ¿Qué le había hecho yo?

Je, je –se rio secamente-. Lo hice por el simple hecho de que me caías mal, muy mal, y buscaba la desgracia, tu desgracia. Je, je. Te veía tan bien con tus libros, tu profesión, tu carrera, en un honrado puesto en la universidad, que me fastidio de tal forma que al final, con mi habilidad, te he arruinado la vida je, je, je y…

El catedrático se anticipó a que el rector diese fin a la frase y cerró con violencia la tapa, golpeándole la cabeza y hundiéndole más adentro del caldero que hervía y burbujeaba. Luego, con una espina en el pecho pero con la alivio de haber ajustado cuentas con ese canalla, el catedrático remató el trabajo que le quedaba. Cuando se ocupó de lo que tenía que ocuparse y sucedieron sus horas de trabajo, el diablo se presentó delante de él y le felicitó nuevamente. Así estuvo el catedrático durante los dos primeros años que los sintió muy cuesta arriba hasta que los cuatro siguientes transcurrieron y su condena, en el infierno, tuvo su final. Antes de irse, el diablo le mandó: - Hasta que no llegues a tu universidad, que si no me equivoco era donde dormías y mantenías vida, no tendrás la posibilidad de quitarte este saco de basura al hombro y de limpiarte, lavarte la ropa, quitarte los mocos secos y pegados, y cortarte esas uñas negras y mugrientas. ¡Porque estás libre pero, sobre ti, sin remisiones, pesa una profunda maldición!

Así bien lo ejecutaré –dijo (y mira que no le gustó eso de maldición); al instante dijo adiós a Lucifer, cuya presencia misma, cuyo mal, no apreció más en vida, pues.

Recomenzó su camino y se dispuso a atravesar sendas y puentes que cruzaban grandes ríos hasta que llegó a una posada y pidió hospedaje. Antes de disponerse a tal cometido, le entraron ganas de llorar y lamentarse. ¿Cómo pretendía pagar hospedaje? ¿Con qué dinero? ¡Si no tenía ni para media barra de pan! Pero, con lástima, cuando se dijo eso, observó que sus zapatos a la luz de la luna eran de oro puro, que sus ropas sucias estaban ensortijadas y forradas de prendas exquisitas, y que, venturosamente, tenía los bolsillos abarrotados de monedas brillantes aparte de tener los dedos llenos de anillos impresionantes. Cuando el posadero le examinó de arriba abajo, pasó por alto el saco de basura, la piel sucia y los dedos con uñas sucias, porque por otro lado se asombraba con tanto oro y joyas. Así bien estuvo durante una semana allí hasta que se sintió descansado y emprendió otra vez el camino hacia su universidad. A mitad de trecho comprendió que, al salir el sol, las ropas obtenían el deslustro y la pobreza de antes y que el oro se degradaba, y que la bolsa de basura que portaba ya no era la riqueza portada de hace un rato sino la roña con la que cargó al salir del Infierno.

En los próximos lugares en los que pidió hospedaje fue de noche para que notaran que era rico. Muchos se apartaban a su paso, porque se había corrido la voz de que un siervo del diablo andaba suelto. Después de visitar otro hostal peor que el anterior, que no le llamó la atención a la luz del día, dio con un puente. Se asomó a las aguas que eran la fidelidad de su reflejo, pues eran aguas diáfanas y transparentes, como si tuviese la capacidad de andar sobre ellas sin peligro a no hundirse. Un hombre que paseaba por una rivera de al lado, pues daba comer migas de pan a unos patos, se paró frente suya.

¿Qué te ocurre amigo? –quiso saber-. Pareces triste y encima tienes un aspecto, si me lo permites, horrible… ¿Qué pasó? ¡Tienes los ojos rojos, las manos despellejadas y las uñas ennegrecidas! ¡Qué diablura te han hecho! Tu salud, sin embargo, no parece enferma. Y como, el catedrático de lengua sabía que era un buen hombre pues resaltaba a simple vista por sus valores, le narró lo de Lucifer.

A lo que el buen hombre contestó: - Te propongo, o a mejor decir, te ofrezco una cosa. Y así le dijo que si se iba a su casa le presentaría a su hermana que tenía un espejuelo estupendo que le mejoraría en mucho. Así bien, pronto, tras dejar atrás un par de puentes más y de pasar unas arboledas, que al fin, les dejaron frente a una bonita casona.
Este es el sitio donde vivo –lo presentó el buen hombre con felicidad.
Bien hubo entrado el catedrático dentro cuando un montón de liebres le sorprendieron, no muy lejos, por supuesto, del salón que estaba a un lado de la puerta de entrada.

Es admirable –dijo el invitado que le entusiasmaban, tanto pues, los animales-. ¿Son tuyos todos?
Sí, por fortuna.

¿Y cuántos habrá? ¿Aproximadamente?

No sé; nunca me parado a contarlos, pero de seguro que el mínimo que son superan el número de briznas de hierba de mi jardín.

Ah, ¿qué tienes jardín? ¿De verdad? –tantos años en el Infierno le obligaron a apreciar ese tipo de aspectos.

Nada más pronunciar aquello le dejó en un jardincillo muy agradable. Lo cierto es que había liebres de multitud de tonos; algunas con pajarillas, otros con sombreros e, incluso, otros con calzado confeccionado de flores y hierbas aromáticas. Desde aquel día, el catedrático empezó a hacer vida en esa fabulosa casona donde descansó, se calmó de los muchos años que estuvo en el Infierno y se olvidó de algún que otro tormento. Jugó con perrillos que tenía el buen hombre y su hermana, se hizo gran amigo de las liebres que le traían cosas, que realmente no eran del gusto del catedrático, pero a éste le producía tanta gracia y consideraba de tan buen grado el gesto, que siempre las premiaba a los animalillos con halagos y caricias. Por lo demás, la vida era igual de tranquila y dichosa, aunque algo oscuro se movía dentro del hombre de este cuento. Y como explico no todo le salió bien, sin embargo, porque su aspecto lamentable era el mismo. Las uñas igual de largas, los cabellos lacios y sucios, las manos negras y una imagen, en definitiva, miserable y mugrienta a pesar de que su corazón fuese claro y bondadoso. Por mucho que hiciese sacrificios para cortarse las uñas no podía al igual que le sucedía con el pelo y con las otras partes del cuerpo.

De modo que el catedrático un día se fue a un lago que era muy famoso por esos lares. El lago se situaba en el centro de un ancho claro ahogado por cientos de árboles alrededor, a una distancia, aproximadamente, de unas leguas de la casona donde residía ahora el profesor de lengua. El catedrático, de esa forma, pretendía lavarse en ese lago, porque se corría la voz de que dentro del agua murió y se desangró un unicornio y que su sangre plateada había santificado y beneficiado, por entera, el agua. ¡Tendría que probarlo a ver si era verdad! El catedrático, de esa forma, llegó al lago después de una costosa caminata y se mojó y remojó la cara, las manos, los brazos, la nuca, las piernas, los ojos, el cabello: ¡todo, literalmente todo! Aguardó a ver lo que ocurría y nada cambió en él, y menos en su aspecto.
Derrotado, regresó a su nueva casona, pero bien estaba a menos de media legua de su destino, cuando un cuervo arrancó el vuelo desde un árbol y empezó a perseguir malvadamente al catedrático que, al darse por enterado, sorteaba al perseguidor de manera que le permitía la oscuridad (pues caía la noche), y con ese torpe modo de librarse del cuervo, lo único que logró es que lo picoteara más en la cabeza hasta hacerle heridas y una buena brecha en la frente.
Ya entonces es cuando el profesor de lengua supo que ese pajarraco que le picoteó descarada y enfadadamente era el mismo diablo.

¿Qué te he hecho? –voceó el catedrático a la desesperada-. ¡Cumplí con los seis años a los que me comprometí! ¿Qué he hecho para merecer esto? ¿Qué he hecho para levantar tu furia y tu maleficencia contra mí?
Incumpliste ciertas leyes dentro de mi contrato. ¡Y los contratos que yo impongo ninguno de mis mortales se lo tomará a la ligera! –y diciendo esto el cuervo se convirtió en un relámpago que se estampó contra el suelo, batiendo y rompiendo cuantos cosas rozaba a su destructivo paso.

El catedrático se refugió debajo de una especie de zorrera medio derrumbada por las lluvias o los vendavales del pasado invierno. El diablo pasó a convertirse en más relámpagos y luego en una serpiente enorme que iba derribando los troncos que le incordiaban en su trayectoria de movimiento. Pero de repente se escuchó un voceo prolongado, y luego cientos y cientos de chillidos, y cuando el catedrático ladeó la cabeza a un lado entrevió a través de las sombras de la noche, una multitud innumerable de liebres que, al ser cientos y cientos, arrasaban por pequeñas que fuesen con aquello que se presentaba en medio. La serpiente aplastó, ahogó a muchos, los devoró y los deshuesó como aceitunas, pero eso pasó con los veinte primeros, porque el resto empezó a morder la piel de la serpiente, a darle golpes y a arañarla con la mayor venganza por su gran amigo el catedrático. El profesor de lengua se quedó a un lado, angustiadísimo. Cuando iba a tomar la huida la inmensa mayoría de liebres cayeron en la lucha menos una docena que remató a la serpiente en una última sacudida conjunta. Para entonces el diablo pasó a ser un murciélago que iba tras sus presas.

Las liebres por entre la negrura guiaron al catedrático y no tardaron en llegar a la casona donde les recibió el buen hombre, llorando por las cuantiosas muertes de sus liebres. Su hermosa hermana también lloraba, pero colgaba entre sus manos el espejuelo que el catedrático vio el primer día en la casa.


La cariñosa hermana le consoló y lloró con ellos también. A los pocos días, por petición del catedrático, le acompañaron ella y el buen hombre a la universidad donde tenía sus clases y su casa, pues, por justicia, le readmitieron. Entonces, cuando ella cogió el espejuelo para mirar la brecha que tenía el catedrático en la frente, al contacto del cristal con la imagen de su cuerpo, se produjo un milagroso cambió físico. Sólo por mirar en el espejuelo: la brecha y las heridas se curaron, el pelo volvió a ser el cabello corto y aseado de antes, las uñas se recortaron, las ropas cambiaron de apariencia y fueron tan limpias como en un pasado, y su imagen, a decir verdad, sufrió para bien una transformación completa. Tanto le gustó ese espejuelo que la hermana del buen hombre se lo regaló y desde esa noche hablaron más y terminaron, por insistencia de los nombrados, casándose y siendo felices para siempre y recriando más liebres. Lucifer al ser murciélago se perdió en las sombras de la noche y el siguiente condenado, que esta vez sí que murió, fue un campesino loco de una comarca vecina que se topó con él.

FIN
Albertobutlercoca24 de mayo de 2016

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