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La Tinta que Golpea

En ocasiones plasmar un pensamiento en el papel es tan difícil como encontrar un pato de porcelana dispuesto a caminar inalterablemente por un campo de tiro paquistaní. Las palabras son la droga más poderosa que haya inventado el ser humano (“verba volant scripta manent”). Errata tras errata y espejismo tras espejismo suele llegar una frase perseverante, subversiva, puramente literaria o meramente majadera, digna de ser olvidada, ensalzada o reventada por la lengua retorcida de la crítica. Pero escribir también es un acto punzante, tiznado de turbaciones e insomnio. Escribir es un suicidio aplazado, una soga que aprieta el gaznate, una manera más o menos sutil de evadirnos de la realidad. Entre frase y frase está la búsqueda de horizontes interiores, la maldición de procurar la perfección y el reconocimiento, y también los puñetazos que debiéramos haber dado y que, a causa de la moralidad y/o la educación, hemos dejado olvidados en el cajón de lo impredecible. Acaso el verdadero escritor sea una especie de boxeador curtido en el arte de recibir derechazos a doquier: golpe a golpe las palabras (las emociones) van saliendo del tintero, así como sale la sangre del organismo magullado, de las narices partidas, de las plumas que anhelan escribir poemas con sabor (y olor) a rebelión impertinente, porque las palabras de los grandes escritores están vinculadas con la ecuanimidad, la ventura y la insumisión. Lo cierto es que la tinta que abofetea con fiereza es una tinta incorruptible que anhela asentarse en el aliento del lector, del hombre abstraído: "Son las palabras el semblante del ánimo; por ellas se ve si el juicio es entero o quebrado”, decía Séneca. Las palabras son todo lo que tenemos, son el arma más valiosa y más mortífera que existe. Adentrarse en un agraciado poema, leer o releer una columna de actualidad, devorar el último “best seller”, o un libro de autoedición… Probablemente no nos tropecemos con demasiada calidad y talento en todos estos actos, pero, sin embargo, tras la escritura hay mucho de sometimiento con uno mismo, incluso de vanidad y arrogancia, de avenencia y zozobra vital, de ambiciones que perdurarán gracias a la tinta, al papel y a la mente que lucha por estar despierta, y esto es digno de ser valorado, quizás hoy más que nunca. Puesto que, tal y como decía Richard Bach: “Un escritor profesional es un amateur que no se rinde”; y de eso trata la literatura y la propia vida: de no rendirse, de dejarse la piel en el intento de ser uno mismo, sin miedo al qué dirán.
Alexandervortice19 de septiembre de 2011

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