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El Ministerio de la Vida (capítulo I)

I


- Diez minutos señor Presidente.- anunció la secretaria a través del teléfono interno del despacho.
- Gracias Rosa, estaré preparado. Mantenga la agenda según lo previsto. Ah y recuerde, la audiencia no debe superar los treinta minutos.
- Descuide señor Presidente, el Ministro tiene conocimiento.
- Rosa…
- ¿Si, señor Presidente?
- ¿Ha llamado mi mujer?
- No, señor Presidente, ¿quiere que le ponga en contacto con ella?
- No, déjelo. Gracias Rosa, estaré preparado- acertó a decir mientras colgaba el auricular y notaba que el corazón le palpitaba a la velocidad de la luz.

Diez minutos. Aquel era el único momento del día que se dedicaba a sí mismo, apenas unos instantes para reflexionar envuelto en la frialdad de aquel enorme y encorsetado despacho presidencial, para navegar entre sus recuerdos si es que alguna vez habían existido. Hacía apenas dos años que había accedido a gobernar los designios de la nación y le parecía como si todo lo que había dejado atrás perteneciese a un tercero, como si cuando cruzó la puerta del aquel palacio por primera vez supiese con certeza que, en cierto modo, se vería obligado a sacrificar lo vivido y lo que quizás era más trágico, a renunciar a lo que le quedaba por vivir.
Observó el gran reloj de madera de finales del siglo XIX cuyo péndulo oscilaba mecánica, acompasadamente, marcando inexorable cada segundo como en un cotidiano y sentido tributo al dios Cronos. Ocho minutos. A decir verdad, lo que menos le apetecía en estos momentos era otra interminable reunión, asentir con gesto serio a las ocurrencias, informes y estadísticas del ministro de turno, simular interés por las exposiciones cargadas de halagos subrepticios que no hacían más que ahondar su vacío. No en estos momentos. Sus complejos pensamientos, sus diatribas personales, no admitían lugar a la camaradería ni a codiciosas adulaciones, hoy no; y aunque trataba de evitarlos a toda costa, volvían una y otra vez a aquel rostro dulce, frágil, sereno, al resonante eco de aquella voz.

Cinco minutos. Notaba como pequeñas gotas de sudor perlaban su frente ancha y despejada. Se aflojó el nudo de la corbata gris con listas negras en diagonal que le había regalado su querida hija Sandra diez meses antes de aquel terrible accidente. Sabía por experiencia que sus cada vez más constantes ensoñaciones no le hacían ningún bien, que tenía a todo un país de cuarenta millones de individuos a sus espaldas y en ocasiones como ésta, sentía todo aquel peso incluso de forma física, aniquilando el efecto placebo que se suministraba conscientemente sacando a pasear su imaginación, aún a sabiendas de los terribles efectos colaterales que dejaban en lo más hondo de su ser. Su viaje se detuvo por un instante en su niñez, hijo único de un matrimonio bien avenido de clase media-alta. Él, profesor de Ciencias Políticas en una afamada universidad, serio y exigente, firme en ideales y principios. Ella, modesta costurera, dechado de virtudes y buenas maneras; recordaba aquellas tardes de invierno sobre la moqueta del amplio salón rodeado de gigantescas estanterías rectas que se elevaban desde el suelo hasta donde la vista apenas lograba alcanzar entre las que se mezclaban cientos, miles de volúmenes; desde Marx a Bakunin, desde Baudelaire a Montesquieu; su padre solía sentarle en su regazo al volver del trabajo, le arrebataba de malas maneras el balón de cuero gastado y le obligaba a leer párrafos de letras interminables, páginas y páginas de conceptos imposibles para un niño de nueve años que aspiraba a ser un mago del balón como Kubala o Di Stefano.

Dos minutos. Su ansiedad se acrecentaba, sentía un gran desasosiego acentuado por un principio de vértigo. Le fallaban las fuerzas, se preguntaba qué pasaría si un buen día decidía dejarlo todo, si soltaba el timón que sostenía cada vez con manos más débiles al azar del destino, para a continuación, aferrarse a lo único que para él cobraba sentido en medio del maremágnum en que se había convertido su agitada vida. Se imaginaba escapando de Palacio en plena noche junto a su amor, riéndose los dos a carcajadas ante los ojos incrédulos de los responsables del servicio de seguridad, sorteando, agarrados firmemente de la mano, los inmensos jardines isabelinos que con tanto esmero una cuadrilla de casi treinta personas podaban y adecentaban hasta el más ínfimo detalle a diario para, una vez a pié de los extramuros del complejo, flanquearlos de un solo salto, un liviano impulso que les catapultaría a un nuevo mundo lleno de posibilidades para dos almas con sed de vida que dejaban atrás ataduras, protocolos y responsabilidades.
Sus delirios shakesperianos fueron bruscamente interrumpidos por el impersonal zumbido del teléfono, se apresuró a enjugar su rostro con un pañuelo a la vez que retiraba con torpeza los pies de encima de la mesa.

- El Ministro Silvosa se presenta con un acompañante señor Presidente.
- ¿Un acompañante?-interrogó confundido- Está bien Rosa, hágalos pasar.

Por aquel entonces nada le hacía sospechar que aquella reunión cotidiana y solemne que había estado a punto de suspender hacía tan solo un par de horas, marcaría para siempre el destino de la humanidad.
Allanpoe07 de enero de 2010

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