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El Angel de la Muerte (2)

Parte 1°
A las cinco de la mañana el pan llenaba de olores tentadores la aldea. Las ventanas abiertas de la panadería permitirán que el encantamiento del pan recién horneado fuera arrastrado por el aire atrayendo a los primeros clientes.

La menor de siete hermanos, la séptima hija de la séptima hija. Como si ya no fuera un estigma su lugar en la familia, el hecho de que su madre muriera al darla a luz la convertía en una completa paria.

Estaba segura de que no la habían vendido a los singaros por el hecho práctico de que el pan que ella hacía era famoso en varias aldeas a la redonda; hasta los nobles enviaban a sus pajes con el único fin de comprar el producto de sus pequeñas manos.

Dos de sus hermanos se encargaban de que el calor de los hornos fuera el correcto. Su padre cargaba la carreta que debía llegar al castillo antes de que sirvieran el desayuno en el salón.

Mirando las llamas que crepitaban entre los grandes troncos que mantenían el calor de los hornos, le parecía ver pequeñas criaturas de fuego que saltaban de un lado al otro.

Hacía mucho tiempo su padre le había dejado claro, después de haberle dado una buena paliza, que nunca más debía mencionar las cosas extrañas que veía. La amenaza de ser llamada loca y echada fuera de la aldea la hacía temblar de miedo.

-¡Baja de las nubes y has algo de provecho!- Le había gritado su hermana mayor. Una mujer rolliza de cabello desordenado y rostro con una eterna mueca de fastidio.

Era irónico que de todos los miembros de la familia fuera a ella a la que más le gritaban acusándola de desocupada, era como si todos la vigilaran para que en el momento preciso en que se sentara alguien le reclamara su falta de actividad.

El castigo por haber nacido era diario, el que su pan fuera el que mantuviera a la familia era el pago en abonos que ella debía hacer por cada bocanada de aire que se atrevía a respirar.

Las pequeñas siluetas de fuego pararon sus juegos, como si de pronto hubieran sido consientes de que eran observadas. Sus risas se confundían con el sonido del crepitar de las llamas al alimentarse con la madera. Haciéndoles un guiño cómplice se retiró a seguir con sus labores de la mañana.

-¡Moza haragana!- Le gruño de nuevo su hermana mayor.

Sin atreverse a responder fue hasta donde uno de sus hermanos más jóvenes acercaba la carreta cargada de leña. Aunque había amasado pan toda la madrugada, esperaban sin duda que también llevara la madera hasta el viejo galerón.

Su pequeño cuerpo de recién cumplidos dieciocho años, oculto bajo la ropa vieja y holgada que sus hermanas mayores escogían darle antes de tirarla a la basura, era delgado de cintura estrecha, caderas redondas y busto que no era ni muy grande ni muy pequeño. Lo único que llamaba la atención, para su desgracia, eran su cabello pelirrojo del que sus hermanas parecían tener fijación por jalar.

Una brisa fresca levanto las hojas secas que dormían bajo el viejo roble. Ninguno de sus hermanos lo había notado, pero el aire tomo gusto dulzón como a rosas.

El grito de Cora, una de sus hermanas más jóvenes, rompió el hechizo.

-¡La ropa!... ¡La ropa!- Grito haciendo segunda la hermana mayor.- Este maldito viento arrancó la ropa del tendedero.

Por estar del otro lado de la casa no pudo ver lo que ocurría. Aunque no necesitaba estar allí para imaginar que los espíritus del bosque estaban aburridos y ya habían encontrado un modo de pasar el rato acosta de sus hermanas.

Temiendo que fuera a ella a quien enviaran a lavar de nuevo la ropa, se apuro con la última carga de leña. Limpiándose las manos en la desteñida tela azul de su vieja falda se dirigió tratando de no llamar la atención hacia dentro de la casa.

-Padre.- Le hablo con voz temblorosa al encontrarlo sentado en un taburete en la cocina.- Muchas de las hiervas curativas se han acabado… Puedo ir al bosque a recoger más.

Un gruñido fue la única respuesta que obtuvo, al menos era mejor que un bofetón.

Antes de que alguna de sus hermanas notara que su “hácelo todo” no estaba, tomo el canasto y corrió fuera de la casa lo más rápido que pudo.

Cuando ya llegaba al lindero del bosque pudo escuchar los alaridos de su hermana mayor.

-¿Dónde esa moza malagradecida?... Toda esta ropa en el suelo y no se digna a aparecer a recogerla.-

Sin mirar atrás cruzó el viejo camino como lo haría un venado perseguido por una jauría de perros. Los árboles parecían extender sus ramas para darle protección. Por experiencia sabía que una vez llegado al bosque nadie se atrevería a buscarla.

En su estampida, más que carrera, la moza no alcanzó a notar a un joven hermoso vestido con armadura negra montando un caballo del color de la noche más oscura. Al verla pasar se quedó tan quieto como los mismos árboles del bosque.


(Continuará)
Anatema13 de septiembre de 2011

1 Comentarios

  • Anatema

    Agradezco comentarios para mejorar

    17/09/11 06:09

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