Es triste saber que volar tiene sus límites, que las alas insisten y no puedes. Al levantar el vuelo vas con la confiaza de que irás hasta las estrellas, cuerpos luminosos que te esperan en lo alto. Al caer la luna como pastilla efervescente en este mar de cemento y huesos y carne, agitas tres veces tus plumas de cera y sientes el dolor de las aves. Intentas llorar, pero no puedes. Intentas reir, pero no puedes. El vuelo es hacia el frente. Hasta que, por alguna razón que Galileo no explicó, aparece frente a tí un horrible y tedioso disco solar, balbuceando sus ardientes palabras: "Yo, el Sol, astro del sistema solar, te prohibo irrumpir la ley divina de la naturaleza". Y como asteroides que aterrizan en tierra, vas apresurado contra el mar, que se convierte en piedra. Roca que tallará tus penas. Y te duelen las perlas blancas, quisieras retirar de ti tus globos oculares. Es triste saber que no se puede ir más allá, y de repente eres amigo de Hércules, y de sus inscripciones. Y en un santiamén, camarada de Napoleon, y sufres por él en Waterloo. Como Ícaro caíste donde Jesús rozó sus pies, y no eres nadie.

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