Cartas de Amor En la Distancia
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16 de octubre de 2011
por beth
Llegó a casa cuando ya anochecía y a tiempo de preparar la cena. Blanca se había ido ya y Eulalia estaba preparando la maleta para marcharse también. El trabajo no se había terminado, pero su hermana, al parecer, no podía quedarse más días. Así que a ella no le quedó más remedio que llamar a su trabajo para pedir un par de días más. Afortunadamente casi todo podía hacerlo desde casa, y lo demás lo recuperaría luego con horas extra y algún sábado. Dado que estaba ella sola para cenar, no se complicó la vida y se conformó con un revuelto de setas. Cenó en la cocina, mientras escuchaba las noticias y de manera completamente consciente retrasaba el momento de acabar de cenar, porque entonces se supone que debería abrir esa misteriosa caja que la tía Esther le había dado. Mientras recogía su plato y lo enjabonaba en el hondo fregadero de porcelana, dejó que el agua caliente corriese por sus manos y calmase sus nervios. Aunque en su casa tenía lavaplatos, reconocía que nada en el mundo era tan relajante como sumergir las manos en agua caliente y jabonosa. Cuando hubo secado la parca vajilla empleada en la cena y estuvo colocada y la mesa limpia de nuevo, la caja parecía llamarla para que se ocupase de ella. Se secó las manos concienzudamente y se sentó en la mecedora que había sido de Mamá, con la caja en su regazo. Intentó convocar la memoria de su madre para que le diese la fuerza necesaria, pero las manos le temblaban y no era capaz de manejar la sencilla cerradura. Respiró hondo varias veces y escondió las manos bajo las amplias mangas de su jersey para infundirles calor. Estaban heladas a causa de los nervios. Después de unos minutos, pensó que tenía que actuar como una adulta y enfrentarse a la verdad. ¿No era eso lo que quería, saber la verdad? Aunque doliese, pero siempre sería mejor que seguir con dudas perpetuas.
Cuando al fin consiguió dominar la cerradura se encontró con que en el interior de la caja había un paquete envuelto en papel de seda y cerrado con un lazo negro. Lo tomó en las manos, todavía temblorosas, y lo sopesó. Parecía, al menos al tacto, un libro. Desató el lazo más despacio de lo que hubiese deseado y ante sus ojos apareció un cuaderno blanco de gruesas tapas y filo dorado. Antes de abrirlo le dio varias vueltas y por fin se decidió a inspeccionar su contenido. La primera hoja estaba en blanco y en la segunda había solamente una fecha, escrita con la letra pulcra y elegante de Mamá. Era de dos años antes de su nacimiento. Pasó la página con el mismo cuidado que si estuviese manejando una granada de mano. Mamá había seguido escribiendo y ella cerró los ojos antes de empezar a leer, conjurando de nuevo al espíritu de su madre para que le infundiese fuerzas.
No sé por qué me he decidido por fin a poner todo esto por escrito. Quizá es porque temo demasiado olvidarlo o que alguien pueda entrar por la ventana y llevarse mis vivencias, mis recuerdos, mi vida en definitiva. Tengo cuarenta años y dos hijos. Nunca me había preguntado si era feliz; me limitaba a vivir la vida que me había tocado. Hace ya quince años que estoy casada con el hombre que elegí; así que a nadie más que a mí misma puedo culpar de mi situación y mis carencias. Leandro es el padre de mis dos hijos y el hombre que cada noche duerme a mi lado. Pero no es el hombre con el que sueño, ni el que añoro que me tome en sus brazos y me haga suya. Tan sólo es algo cotidiano en mi vida, como la cama en la que duermo desde mi noche de bodas, o la vajilla en la que como cada día.
Isabel se detuvo, llevándose la mano al pecho para intentar calmar un poco su alborotado corazón. Así pues, ella había sabido adivinar la verdad; una verdad que Tía Esther había sabido siempre y que ella, siempre tan terca, se había negado a escuchar.
Se levantó para hacer té y los gestos mecánicos de hervir el agua y buscar la infusión le ayudaron a que se fuese calmando poco a poco. Tenía razón Tía Esther, Mamá era una mujer, además de madre, y ¿podía ella exigirle perfección? ¿Era lícito que con su edad la viese simplemente como una madre, sin sexo, sin desazones ni apetencias? Tenía que poner los pies sobre la tierra y darse cuenta de una vez que la perfección sólo existía en los manuales. La vida era una retahíla de imperfecciones y despropósitos y si había algo en la vida de su madre que ella desconocía, quizá fuese tiempo de que se enterase de una vez. Tomó la taza de té y se la llevó a la mecedora y allí se acomodó, tapándose las rodillas con la manta de chenilla de Mamá, aquella manta rojiza que tantos años tenía y que ya estaba raída e algunos sitios. Se la acercó a la cara y dejó que le acariciase la mejilla. Juraría que conservaba el aroma de lilas de su madre. Siguió leyendo:
Leandro es un buen hombre, honesto y trabajador, aunque su mal genio le pierde. Yo siempre se lo he achacado a mi suegra, que le mimó mucho porque se quedó huérfano de padre desde muy pequeño. Los dos éramos muy jóvenes cuando nos enamoramos. A veces no ceso de preguntarme si en realidad no nos enamoramos del amor en lugar de hacerlo el uno del otro. En cualquier caso, ahora estamos casados y tenemos dos hijos encantadores. Y supongo que eso debe bastarme. Y de día no tengo tiempo a pensar en esas cosas, el tiempo pasa muy deprisa y mi semana no tiene suficientes horas. Pero por las noches, cuando los chicos ya están acostados y hemos cenado, a menudo me siento en mi mecedora a leer un rato o a coser, y entonces es cuando echo de menos
¿Qué añoro en realidad? Creo que ni yo misma lo sé o tal vez lo sé demasiado bien y no me atrevo a confesármelo. Lo cierto es que me noto desmejorada. He adelgazado, y supongo que debería estar contenta; todas las mujeres ansiamos perder peso, pero no me favorece. Cuando por las mañanas me peino y me pongo mis cremas delante del espejo del tocador, procuro hacerlo rápido para no ver las ojeras violáceas que me preceden como marca de la casa; y en esta cara en donde lo único que sobresale son los pómulos. Hasta el pelo, antes brillante, ahora pende lacio y descolorido y me hace tener aspecto de perro de caza famélico. Estoy horrible y no soy la única que se da cuenta. La propia Esther me lo ha dicho cuando nos vimos el domingo pasado. Ella siempre ha tenido la lengua ligera para decir las verdades y nosotras dos no nos andamos con florituras. Me dijo que parecía la novia de Nosferatu y acto seguido empezó a interrogarme para saber qué me pasaba. Tarde o temprano se lo tendré que contar, pero todavía no tengo fuerzas. Quizá antes deba analizar mejor en mi corazón este sentimiento que está naciendo y al que no sé que nombre darle ni cómo enfrentarlo.
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