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Cartas de Amor En la Distancia 16

A pesar de que ya eran las dos de la madrugada, Isabel no pensaba en acostarse. Las últimas cosas que había leído la habían desvelado por completo. ¿Qué era lo que al final le habría contado Mamá a la tía Esther? Era como estar leyendo una novela de misterio, con la diferencia de que la protagonista era alguien tan cercano como Mamá. Aquella madre que ella siempre había visto como una señora mayor, divertida y ocurrente, pero a la que lo más interesante que le podía ocurrir era llegar la primera a las ofertas de supermercado. Quizá nunca se había molestado en conocerla. Mientras se preparaba una nueva taza de té, pensó si alguna vez compartiría con sus hermanos los descubrimientos que estaba haciendo. Se calentó las manos alrededor de la taza y llegó a la conclusión de que probablemente a la única que le contaría algo, por raro que pudiese parecer, era a su cuñada. Carlos era un hombre, y como la mayoría de los de su género, profundamente inepto para ciertas cosas, entre ellas y por encima de todo, los sentimientos. Y en cuanto a Eulalia…era ella misma y nunca cambiaría. Pensaría que Isabel se había imaginado cosas aunque tuviese delante el cuaderno con la letra de su madre.
Le dolían los ojos y la cabeza de forzar la vista ante la letra pequeña, y en algunos puntos, ilegible de Mamá. Pero tampoco tenía sueño así que pensó en adelantar trabajo y seguir ordenando cosas. Faltaban mucho por hacer, pero lo que le apetecía en ese momento era echar un vistazo al desván. Recordaba perfectamente cuando Mamá le permitía que la acompañase cuando hacía limpieza allí. A ella le encantaba ir porque mientras su madre limpiaba, se vestía con los curiosos trajes que allí se guardaban. Pero lo que prefería eran los sombreros. Los había de todas formas y colores, algunos de ellos ya apolillados y rotos en algunos lugares. Pero su madre era como esos pájaros que van recogiendo todo tipo de materiales para hacer su nido y nunca tiraba nada.
El desván estaba helado. Menos mal que había tenido la precaución de envolverse en su vieja bata de franela y se había puesto aquellas horrorosas zapatillas que guardaba desde los quince años y que estaban deshilachadas, pero abrigaban mucho. Encendió todas las luces y de una manera algo infantil se puso a canturrear en voz baja para animarse a sí misma y quitarse el miedo. Todavía la seguía asustando ese desván, prueba de que no había superado las bromas a que la sometían sus dos hermanos mayores, que disfrutaban mucho aterrorizándola con historias de terror y bromas macabras.
¿Para qué guardaría Mamá dos maniquíes con los brazos rotos que había usado la abuela para sus trabajos de costura? Uno de ellos estaba vestido con un traje de satén que había conocido tiempos mejores y cuya blancura amarilleaba visiblemente; pero el otro iba desnudo y había algo de amedrentador y descarnado en esa figura que a Isabel la llevaba a pensar en cadáveres desmembrados. Se llamó tonta a sí misma y dejó de mirar a los maniquíes para concentrarse en un baúl enorme cubierto de tachuelas de acero del que sobresalían mangas de vestidos y cintas, suponía que de sombreros. Lo abrió y empezó a sacar cosas de su interior; lo primero camisones preciosos de encaje que solo necesitaban un buen lavado y un planchado enérgico. Se los repartirían entre Blanca y ella, a Eulalia le daba asco ponerse ropa que alguien hubiese llevado antes. Había también varios sombreros de paja, alguno en tan mal estado que habría que tirarlo, pero otros casi nuevos, aunque un tanto deformados por haber estado tanto tiempo guardados. Se detuvo con varias mantelerías bordadas, amarillentas por el tiempo pero primorosas, como todo lo que antes se hacía a mano. Estas estaban hechas de punto yugoeslavo, que tantas veces había visto hacer a su madre. Era una experta en la materia, porque en sus tiempos las maestras daban clases de costura y bordado a las niñas, y toda buena alumna tenía al final de su periplo educacional varias mantelerías y pañitos de los que poder presumir.

Se arrodilló en el suelo de madera para seguir sacando cosas de fondo del baúl y de entre más manteles, servilletas bordadas y cortinas de encaje se fue a fijar en un paquete pulcramente etiquetado con su propio nombre. ¿Qué podría ser? Estaba envuelto en papel de seda de color rojo y atado con un lazo; no abultaba demasiado. El color rojo siempre había sido el preferido de Mamá, y de hecho hasta una edad bastante avanzada siempre llevó algún toque de ese color, aunque de manera discreta; tal vez unos pendientes pequeños, una sortija de coral, un prendedor para la solapa…Volvió al presente y recogiendo el paquete decidió salir de dudas y abrirlo de una vez. Cuando consiguió desatar el lazo, ante ella aparecieron sus primeros trajes de bebé y de niña; este rosa de nido de abeja recordaba haberlo visto en muchas fotos. Encontró hasta el primer mechón de pelo que le habían cortado. La emocionó que Mamá hubiese guardado todo aquello durante tanto tiempo; era como recuperar una parte del pasado. Pero también se preguntaba por qué habría guardado tan solo sus recuerdos. ¿Por qué no había otros dos paquetes similares de sus hermanos? O quizá si los había pero por algún motivo determinado Mamá los había guardado en otro lugar. Nunca había tenido la idea de que su madre la prefería; al contrario; de pequeña tenía algunos celos de Carlos, porque al ser el único chico le parecía que Mamá le prestaba una atención especial. Y en el caso de Eulalia, no es que se llevase demasiado bien con la madre; chocaban en casi todo; pero como era mayor Natalia solía hablar con ella en otro tono distinto al que empleaba con la pequeña. Seguramente cuando supo que estaba embarazada a Mamá no le hubiese hecho ya demasiada gracia; ya debía de tener unos cuarenta y tres años y seguro que no pensaba en aumentar la familia. Isabel siempre había tenido la sospecha de que su venida al mundo era producto de un descuido más que de una previsión. En cualquier caso, aquí estaba y aquí tenía pensado quedarse unos cuantos años más si podía. Apartó el paquete para llevárselo a su cuarto y verlo todo más detenidamente. Por un momento pensó que le agradaría guardarlo por si algún día ella tuviese una niña a la que poner esos mismos vestidos.
Antes de bajar se fijó en la antigua máquina de coser de la abuela, que yacía, algo desvencijada ya, en un rincón, junto a unas macetas de cerámica azul, resquebrajadas y que alguien habría guardado a la espera de recomponerlas. Esa máquina de coser le traía muy buenos recuerdos, y todavía le parecía oír su traqueteo cuando la abuela se sentaba a coser. Era ya bastante mayor cuando Isabel nació, pero como se murió a los noventa y cinco años, la recordaba perfectamente. También recordaba como si hubiese pasado ayer, el día de su muerte. Ella debía de tener unos catorce o quince años, y fue la primera vez que se tuvo que enfrentar a la pérdida de un ser querido. La abuela Carmen estaba bastante bien, dada su edad. Ella misma se cocinaba su propia comida, porque decía que la hecha por su hija no tenía sabor a nada. Ocupaba un cuarto en la planta baja de la casa, donde luego Mamá puso su salita; y raras veces salía de él; solo para comer a solas en la cocina, a horas extrañas para no coincidir con el resto de la familia. La abuela era una mujer bastante rara y con su yerno se llevaba muy mal; de hecho apenas se dirigían la palabra más allá de lo que dictaban las normas de cortesía más básicas y elementales. El día de su muerte se levantó temprano, se aseó ella sola como siempre y después de vestirse con su mejor traje negro, el que reservaba para los funerales importantes, que era el único evento al que ella asistía de buen grado, se trenzó su largo pelo canoso, y se lo ajustó en un moño prieto. Mamá se había sorprendido de verla tan temprano en la cocina, desayunando, como cada día, sopas de leche y pan.
-Madre, ¿cómo es que te has puesto el traje nuevo? ¿Se ha muerto alguien y yo no me he enterado?
La abuela no le había contestado, pero Mamá no se inmutó. Estaba más que acostumbrada a las rarezas de la anciana. Cuando acabó de desayunar, llevó ella misma su taza al fregadero y la lavó con cuidado. Luego, mirando a su hija fijamente a los ojos, le dijo que se retiraba a su cuarto para morir; y que pensaba que hacía el mediodía se habría terminado sus padecimientos en este valle de lágrimas. Natalia no le hizo el menor caso; se rió suavemente, burlándose de las maniobras de su madre para llamar la atención, como si ahora, en esta avanzada edad, hubiese vuelto de nuevo a la infancia y a sus caprichos.
Pero lo cierto es que cuando pasaron las tres de la tarde y no se oía desde el cuarto de la abuela el ruido de la radio ni el sonsonete monótono del rosario que solía rezar cuando se aburría; Natalia decidió preguntarle cómo se encontraba. Tocó suavemente a la puerta, pero no hubo respuesta. Después de esperar unos minutos, abrió y vio a su madre, extrañamente quieta, sentada en su mecedora a lado de la ventana que daba a los prados vecinos. La llamó y ella no contestó. Ya francamente preocupada, pues el oído de su madre seguía siendo perfecto a su edad, se acercó más a ella y cuando le puso la mano suavemente en el hombro, la cabeza de su madre se desplomó hacia delante. Natalia dio un grito involuntario. Aquella mujer indomable que le había dado la vida había hecho su santa voluntad hasta el último momento
Beth17 de octubre de 2011

9 Comentarios

  • Vocesdelibertad

    ¡Qué BUENA novela! le incluyes cada detalle que aparte de aumentar mi admiración por ti, hacen que la lectura sea un real encanto. La abuela conoció su momento con tal exactitud, que ya imagino a Natalia luego recordando cada una de sus palabras.

    Ups!! tendré que esperar largas horas por las próximas páginas!

    18/10/11 05:10

  • Vocesdelibertad

    jajaja pues nada fueron segundos... jajaja

    18/10/11 05:10

  • Beth

    La abuela es todo un personaje que merece mas atención. Ya se la daremos. Gracias por tus palabras, querida Voces

    18/10/11 05:10

  • Endlesslove

    Que personaje esa abuela, bueno pero es que a cada uno de ellos tu le das un toque especial que nos acerca tanto. Murió cuando dijo jajaj ¡que mente! Mira que no le creyeron, ¿pero quien se lo podía imaginar? ojalá sepamos algo más de ella.

    18/10/11 06:10

  • Beth

    Como esto es un mareo de ir y venir, de acá hacia allá, puede que la abuela aparezca de nuevo y espero que no en holograma, aunque ¿Quien sabe?

    18/10/11 06:10

  • Serge

    Beth:
    "Carlos era un hombre, y como la mayoría de los de su género, profundamente inepto para ciertas cosas, entre ellas y por encima de todo, los sentimientos".

    Pienso que ha sido la misma sociedad la que ha vuelto a los hombres frios y desconectados de sus emociones. La enseñanza y la cultura se han equivocado en muchas cosas.
    Con respecto a la abuela, he escuchado casos de personas que han sabido que tal día iban a morir, algunos lo atribuyen a las vidas pasadas. Estas personas conocen muy bien su historia a fuerza de tanto retornar.

    Un gusto leerte, amita.

    Sergei.

    26/10/11 12:10

  • Beth

    Los hombres y las mujeres, gatito, somos fruto del ambiente en que hemos crecido y como nos han enseñado. Sí, hay personas que tienen un pálpito del momento en que se van a ir y la abuela es una de ellas, al parecer. A mi lo de las vidas pasadas me dice mucho, siempre

    26/10/11 11:10

  • Danae

    Tremendo este retrato de la abuela. Sabía muy bien como tenerlo todo controlado, hasta su propia muerte. Me ha encantado.
    Sigo leyendo ..

    30/11/11 08:11

  • Beth

    Reconozco que la abuela Carmen es uno de mis personajes favoritos. Me recuerda algo a mi propia bisabuela, una de las mujeres más bravas y de corazón generoso que he conocido. Un beso, Danae

    30/11/11 09:11

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