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Cartas de Amor En la Distancia 17 18 de octubre de 2011
por beth
Mientras bajaba las escaleras desde el desván hasta su cuarto, con el paquete de ropa apretado contra su pecho, Isabel iba pensando que las mujeres de su familia eran fuertes y audaces; hasta Eulalia tenía su punto de fortaleza, aunque en ocasiones la emplease para hacerle la vida imposible a quien tuviese a su lado. Le hubiese gustado tener una relación más fluida con su única hermana, pero eran tan distintas que debía contentarse con que el trato fuese más o menos cordial.
La abuela Carmen…sonrió al recordar la cara de Mamá cuando hablaba de ella. Natalia había querido mucho a su madre y sobre todo la había admirado, pero no habían tenido una relación fácil. La abuela era demasiado independiente y dominadora y su madre, con su apariencia suave y de poquita cosa, no se dejaba dominar fácilmente. Era la suya una lucha de voluntades en que las intenciones de la madre de controlar y de la hija de escapar al control, a menudo hacían saltar chispas. Cuando hablaban de ella, Natalia decía que su madre había dominado hasta a la misma Muerte y se había ido cuándo y cómo había querido. Por supuesto, nadie la había creído cuando contó las palabras de la anciana; aunque afortunadamente Isabel también estaba presente y había sido testigo.
Ya eran las seis de la mañana y no merecía la pena acostarse, así que se dio una ducha revitalizadora y después de ponerse su crema de día se sintió mejor, a pesar de que no había dormido. De Mamá había aprendido la importante lección de no acostarse nunca sin haberse limpiado la cara ni puesto una crema nutritiva; y tampoco empezar la mañana sin una hidratante. Era para ella como un rito religioso dar inicio al día de esta manera. Y nunca supo si se debía al uso de las cremas o a una excelente genética, pero Natalia se había muerto con una piel como la de una mujer veinte años más joven. Ya vestida de manera cómoda para enfrentar otro día de trabajo, bajó a la cocina a prepararse el desayuno y mientras lo tomaba volvió a coger el cuaderno de Mamá y siguió leyendo. Ahora que había empezado, ya no era capaz de detenerse.
¿Qué nombre se le puede dar al cosquilleo en el corazón cada vez que le veo, al pulso acelerado, a la sangre que me golpea las sienes y al movimiento alocado de mi corazón, que parece querer atravesarme el pecho y buscar afuera la paz que dentro no encuentra? Yo vivía cómodamente instalada en la indolencia de no sentir demasiado, de dejar fluir mi vida de la manera anodina de siempre, y de repente llegó él para poner fin a mi aburrida monotonía y llenarme de dudas. En ocasiones, cuando le miro de reojo mientras da su clase o tenemos que reunirnos por algún tema de trabajo, siento que le odio por haber venido a perturbar mi paz y llevarse, como un ladrón que actúa con premeditación y alevosía, mi sueño, mi sosiego y mi calma. Mis hijos se extrañan de verme cada día en el desayuno con ojeras y medio alelada, y Leandro, aunque no dice nada, sé que me espía a hurtadillas y se pregunta qué nueva locura estaré tramando para tener este aspecto de perdularia pálida y permanentemente insomne. Mis noches se han convertido en un tormento y a menudo me levanto de madrugada, me ciño a la cintura la vieja bata deformada por el uso y vago por la planta baja de la casa como un fantasma que arrastra cadenas invisibles, pero pesadas y paralizantes.
Así es cómo me siento; paralizada. Muerta para todo lo que no sea el deseo de verle cada mañana, de que me de los buenos días con su voz suave e invariablemente me pregunte cómo estoy y cómo he descansado. Mi respuesta siempre es la misma; estoy muy bien, he dormido toda la noche de un tirón. Pero me gustaría tener la valentía suficiente para decirle que estoy fatal y que hace semanas que no puedo descansar adecuadamente por su culpa. Aparentemente él no sufre como yo. A veces me pregunto, enfadada con él y conmigo misma por ser tan mezquina, de qué demonios está hecho para que nada le afecte; para que nunca eleve la voz y pase lo que pase, se muestre calmado. Yo, que soy como un volcán en erupción, aunque me moleste en disimularlo, le odio cuando pienso que soy la única que sufre y que él vive tranquilo en ese mundo que se ha creado a su medida.
Y aunque cada mañana cuando inicio mi rutina diaria me hago el firme propósito de olvidar sus ojos oscuros que me miran como hambrientos de cariño y su sonrisa franca como la de un niño pequeño, basta oír cómo me da los buenos días para que toda esta voluntad firme se tambalee como un castillo de naipes, y me diga a mí misma que mañana lo haré, que al día siguiente le pondré cualquier pretexto y no volveré a quedarme a solas con él con él. El caso es que le necesito como el aire que respiro y que solo consigo pasar el día esperando que el reloj de la iglesia de las cinco de la tarde, que es la hora en que yo acabo mis clases, para salir a la plaza y atisbarle como entra o sale. Creo que los dos, aunque puede que él no sea consciente de hacerlo, buscamos disculpas para vernos. Desde hace unos seis meses estamos viéndonos casi a diario, a excepción de los sábados, porque ese día ni hay clases en la escuela ni se celebran misas en la parroquia. Pero incluso un sábado, el mes pasado, he de confesar con vergüenza que recogí ropa en el desván de cuando los chicos eran pequeños, con el pretexto de dejársela en la iglesia para que la reparta entre los pobres. No sé si él se dio cuenta de la estratagema, pero en cualquier caso es demasiado educado para hacerlo ver. Cuando llegué no había nadie, era demasiado temprano, y le encontré en la sacristía, preparando las lecturas del domingo y las clases de religión de los chicos para la siguiente semana. Al oír mi taconeo en el suelo de piedra, levantó la vista del libro, se sacó las gafas y se irguió para recibirme, con la misma sonrisa de siempre, mientras nuestros ojos se decían lo que los labios no se atreven.
-Buenas tardes Natalia. Me alegra verte por aquí. ¿En qué puedo ayudarte?
Me encogí de hombros; sin saber muy bien qué contestarle. Siempre me sorprende su formalidad al hablar.
-En nada, supongo. Simplemente vengo a dejarte esta ropa de cuando los chicos eran pequeños; estaba estorbando en casa y sé que tú harás buen uso de ella para alguien que de verdad la necesite.
-Te lo agradezco-me contestó alargando la mano para tomar de la mía el paquete. Estaba ya terminando. ¿Puedo invitarte a un café?
-No quiero quitarte tiempo.
-¿Qué tiempo me vas a quitar? Ya te he dicho que estaba terminando. Y yo al menos necesito tomar algo caliente; no sabes el frío que hace aquí en invierno.
Y me empujó suavemente para que entrase en la casa rectoral, que estaba comunicada con la iglesia mediante una pequeña puerta en la sacristía. Al llegar a la cocina, me ayudó a quitarme el abrigo y simplemente sentir el tacto ligero de sus manos en mis hombros, hizo que me estremeciese. El interpretó que tenía frío e hizo que me acercase a la vieja estufa de hierro que, cargada de carbón, calentaba toda la estancia. Me senté en el borde de la silla y él debió de darse cuenta de mi incomodidad.
-Relájate, Natalia. Cualquiera diría que me tienes miedo. Y no sé por qué; soy inofensivo, y ni siquiera puedo imponerte una severa penitencia puesto que nunca te confiesas.
-No seas absurdo, Víctor-le respondí, algo enfadada por sus bromas.
Los primeros meses le llamaba Padre, con toda la formalidad del mundo, pero dado que éramos de edades parecidas y que habíamos pasado mucho tiempo juntos, me pidió que al menos en privado le llamase por su nombre, recordándome que además de sacerdote era una persona normal.
-Y ahora, ¿se puede saber por qué te has puesto colorada como un tomate? ¿Qué he dicho? Ni que tuvieras quince años

10 Comentarios

"mientras nuestros ojos se decían lo que los labios no se atreven"
Ay ese Víctor sabe cómo ir despacio y despertar, ( que lastima que sea curita) pero creo que a pesar de eso despertó pasiones y grandes pasiones.
Seguimos...

18/10/11 06:10

Ay nena, el mundo no es perfecto. Si no fuese cura ya le hubiese hechado yo el guante, no te creas. Pero no quiero pecar...

18/10/11 06:10

Bueno, un cura no deja de ser un hombre, y puede ser tan atractivo como cualquiera. Y si no que se lo pregunten a Natalia.
Seguimos con interés la historia.
Besos.

19/10/11 09:10

Las sotanas tienen su puntito

19/10/11 10:10

¡Extraña emoción! debió sentir Natalia al escuchar la voz de quien la empuja a escuchar sus emociones y pasiones... un hombre común que, por la historia, no se imagina que dentro de esos muros se entrañan muchas cosas...

¡Qué interesante novela!

19/10/11 10:10

Muchas gracias querida Voces. Un abrazo

19/10/11 11:10

Beth:
Con el prtexto de que de algo quiero hablarle. Este capítulo me ha hecho recordar una canción de Miryam Hernández llamada "Huele a peligro".
El Cura ya se esta dando cuenta de las intenciones de Natalia jejeje...

Un gusto leerte, amita.

Sergei.

26/10/11 12:10

Ay el cura...es buena pieza también ese cura me parece a mi

26/10/11 11:10

Si es que es verdad ...los curas no dejan de ser hombres ...lo que me recuerda el pasar de un cura tremendamente guapo un día cuando andaba yo por la calle, ya hace bastantes años ... Pensé: Qué desperdicio ... con perdón ...

30/11/11 09:11

Pues sí, eso pensaba yo cuando veía esa serie de TV "El pájaro espino", que era yo una adolescente y no dejaba de pensar por qué demonios el cura de mi parroquia estaba tan viejo y decrépito.

Y ante estos pensamientos, me impongo a mi misma un rosario entero como penitencia

30/11/11 09:11

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