Cartas de Amor En la Distancia
23
30 de octubre de 2011
por beth
Isabel cerró los ojos después de terminar la lectura. Era difÃcil para ella entender lo que estaba leyendo. Su parte racional reconocÃa que su madre era una mujer y como tal tenÃa que comportarse y buscar su felicidad; pero su parte sentimental hacÃa que padeciese al pensar que la mujer que le habÃa dado la vida se estaba comportando de esa manera con alguien que además, le estaba prohibido.
-Estoy descubriendo una nueva Natalia-le dijo Gabriel, mirándola fijamente. DeberÃas estar orgullosa de tu madre.
-¿Orgullosa? No me hagas reÃr, hazme el favor.
Gabriel se levantó y fue hasta la ventana. Se puso a mirar al jardÃn y recordó a Natalia encorvada limpiando las plantas o bien cortando flores con las que adornar la casa. Era una mujer especial, pequeñita, diminuta casi, pero que sabÃa imprimir dignidad a cada uno de sus movimientos. Siempre le habÃa hecho sentir en su casa y nunca le agobió con preguntas ni le apremió, como hubiesen hecho la mayorÃa de las suegras en potencia, para que regularizase la situación con su hija. Recordaba perfectamente una conversación que habÃan mantenido poco tiempo antes de la muerte de Natalia. Ya se encontraba mal y apenas podÃa levantarse de la mecedora o del sofá sin ayuda. El corazón, ese corazón tan grande en el que todos tenÃan cabida, la estaba matando. Se habÃa cansado de vivir.
-Gabriel-le llamó una tarde en la que hacÃa tan buen tiempo que él la habÃa ayudado a que saliese, apoyada en su brazo, al jardÃn, y la habÃa sentado en una tumbona.
-Dime, Natalia.
-Te confÃo a mi hija-le interrumpió con un gesto al ver que él intentaba replicar. No, por favor, déjame que continúe. A mà me queda poco tiempo, y no me digas esas frases hechas propias de médicos misericordiosos, porque eres periodista. Sé que me queda poco y casi te dirÃa que me alegro, ya no tengo ganas de vivir. Pero me preocupa mi Sabela, mi niña. Los mayores están colocados, que dirÃan las abuelas de antaño. Pero mi pobre pequeñita, mi preferida si quieres que te diga la verdad, me preocupa mucho más. Y por eso te ruego que la cuides, y que no la hagas sufrir.
-Yo quiero a tu hija, Natalia-la tranquilizó.
-Ya lo sé y nunca lo he dudado. Pero te ruego que la cuides mucho. Ella es una niña que se parece mucho a mÃ, pero solo en el exterior. Puede parecer que es fuerte, que es hasta un poco irreverente y atrevida, pero en el fondo es como su padre.
Se detuvo la anciana, levantando los ojos como si quisiera ver más lejos. Tragó saliva, y después de unos minutos en los que Gabriel jurarÃa que luchó para no llorar, continuó hablando.
-SÃ, es como su padre. Es demasiado sensible, adora a los animales, sobre todo los abandonados, y no puede oÃr una pena de un semejante sin sentir que es su deber hacer algo. Mi hija es solo alma, como su padre, y por eso te pido que veles por ella cuando yo falte.
Gabriel se lo prometió, pero en su fuero interno se quedó asombrado. El desde luego no veÃa en Leandro ninguna de las cualidades que Natalia habÃa mencionado. Pero serÃa que a él el padre de Isabel nunca le habÃa gustado, a pesar de sus esfuerzos.
De todos modos, Isabel era fÃsicamente muy parecida a su madre, aunque la boca era distinta de la de Natalia, y también las manos y la forma de la cara. Eran parecidas, pero distintas. La miró de reojo mientras retiraba los platos de la mesa. Ambas tenÃan la misma manera suave y delicada en sus gestos y posturas. Cada vez que veÃa a Natalia se imaginaba como serÃa su Isabel al envejecer. Le producÃa mucha ternura imaginarla viejecita a su lado.
-¿Y a ti que te pasa? –le interrogó ella mientras seguÃa retirando platos de la mesa. Parece que te hayas quedado alelado.
-Estaba recordando a tu madre y pensando que os parecéis mucho.
Isabel se encogió de hombros, pero reconoció que era verdad, su madre y ella eran iguales en lo esencial, hasta en los gustos en la manera de vestirse, salvando las distancias generacionales.
-Sin embargo yo estoy descubriendo una persona distinta, aunque hace tiempo que sospechaba que ella y mi padre nunca fueron realmente felices. Desde muy pequeña recuerdo que no compartÃan cama, y a mi entonces me parecÃa normal, hasta que empecé a quedarme a dormir en casa de algunas amigas y comprobé que no, que no era habitual en las parejas bien avenidas.
-No te preocupes demasiado por eso, querida. Era la vida de tu madre y tienes que entender que la vivió como quiso o en todo caso como pudo.
Isabel asintió y le pidió que continuase leyendo. SentÃa la necesidad de saber más, algo en lo más interno de su ser le estaba diciendo que todavÃa quedaban muchas sorpresas.
"Cuando conseguà separarme de él, tuve la suficiente fuerza como para mirarle a los ojos, y en los suyos vi deseo; eso no podÃa escondérmelo. SerÃa sacerdote y se deberÃa a su Dios, pero era indudable que me deseaba. Sin embargo, aunque darÃa la mitad de su vida porque me hiciese suya, fui capaz de apartarme de sus brazos. No querÃa hacer asà las cosas, serÃa él quien me suplicase, de eso estaba segura.
-Lo siento mucho-se disculpó, bajando la vista como un niño cogido en falta.
-¿Por qué te disculpas? ¿Tanto te ha disgustado?
Confieso que disfrutaba mucho provocándole, sabiendo lo mal que lo pasaba; él siempre tan educado, tan comedido y tan responsable en todo lo que hacÃa. Verle perder el control y saber que yo era la responsable me producÃa un ligero cosquilleo en la boca de estómago que me llevaba a pensar que debÃa de ser muy mala persona.
-Es del todo inapropiado esto que estamos haciendo, es decir, lo que he hecho yo; tú no has tenido la culpa. Sólo yo debo acusarme de debilidad, pero te prometo que no volverá a suceder.
Disimulé tras un supuesto ataque de tos la risa que pugnaba por salir de mi garganta. Y este pobrecillo inocente se acusaba, cuando yo estaba del todo segura que la culpa era mÃa, que le habÃa llevado al punto de dejar la sotana y colocarse los pantalones. Pero eso nunca debÃa saberlo. Muchas veces lo habÃa hablado con Esther, la única persona de mundo ante la que me mostraba como era; y las dos estábamos de acuerdo en que a los hombres no se les podÃa enseñar nunca las armas femeninas. Ese era nuestro poder, el único que tenÃamos en un universo masculino; y yo me propuse hacer uso de él. Y que el Padre VÃctor le pidiese ayuda a su Dios para que le protegiese de una mujer decidida a llevarse lo que consideraba suyo."
Llueve1667 lecturas, 10 comentarios
Buen capÃtulo, y...¡Bienvenidas las comillas!, a falta de cursivas...