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Cartas de Amor En la Distancia 28

Gabriel dejó de leer para mirar a las dos mujeres que se sentaban enfrente de él, con las manos entrelazadas. Cada una estaba sufriendo a su manera. Isabel porque estaba viendo a una mujer desconocida en la persona de su madre, y Esther porque estaba rememorando épocas lejanas.
-Otra vez lo hace-anunció Isabel en voz baja, mirando al horizonte desde la pared acristalada de aquella especie de sala-biblioteca-invernadero.
-¿Hace el qué y quién?-la interrogó Gabriel.
-De nuevo empieza hablando en primera persona y cuando las cosas se vuelven demasiado dolorosas, se separa, pone barreras y habla en tercera persona. No creo que ni ella misma fuese consciente, sino que le salía así, de manera involuntaria.
Los tres se quedaron callados un rato, cada uno inmerso en sus propios pensamientos y recuerdos, hasta que la anciana rompió el silencio. Su voz se oía baja y monótona, lejos de la viveza que solía animarla.
-Recuerdo perfectamente aquella conversación; si cierro los ojos puedo oír la voz de Natalia y también sus sollozos cuando me contaba y se decía a sí misma en voz alta que Víctor estaba destinado a desaparecer de su vida. Creo que nunca he visto a nadie sufrir de esa manera; era algo parecido a una persona a quien le acaban de decir que padece una enfermedad terminal y le quedan solo meses de vida. Ella conocía perfectamente su destino y no le quedaba más remedio que aceptarlo.
Isabel sacudió la cabeza, enfadada y molesta con su tía.
-Bobadas. Acababa prácticamente de conocer a ese hombre. No podía ser tan terrible. Por Dios, con mi padre llevaba toda la vida y había tenido hijos con él. ¿Qué le dio ese maldito cura? ¿Acaso la hipnotizaba durante el tiempo que pasaban juntos en la sacristía?
-Le dio amor, a manos llenas, y la hizo feliz. Y si no eres capaz de entenderlo, es que eres bastante más tonta de lo que yo pensaba; y desde luego pienso que eres bastante tonta e insensible.
Ella no se defendió ante las acusaciones de su tía. Se limitó a mirarla fríamente, y se volvió hacia Gabriel, que se había quedado muy callado y pensativo.
-Y tú, ¿qué piensas de todo esto? ¿No te parece una locura?
Él se encogió de hombros. Buscó en su bolsillo el tabaco y ya iba a encender un cigarro cuando Isabel le mostró el cartel donde se prohibía fumar, y le reconvino con un meneo de cabeza.
-Pues no sé qué pensar. O quizá si lo sé pero quizá tú no quieras oírlo.
-¿Por quién me has tomado? Ni que yo fuese una mojigata del siglo pasado. Habla-le apremió con un gesto impaciente.
-Pues pienso que tu madre fue una mujer valiente que se enfrentó a sus sentimientos de la mejor manera que pudo y que supo. Desconozco cómo acabó esta historia, o si acabó, pero al menos tuvo la valentía de vivir la vida tal y como se le presentó. Siempre aprecié a tu madre, pero alguna vez pensé que era demasiado fría, demasiado contenida, y que nunca se inmutaba. Ahora entiendo mejor las cosas.
-¿Qué es lo que entiendes?
-Que lo que tomaba como frialdad en realidad era sabiduría, conocimiento de la vida y mucho sufrimiento. Pienso que padeció el dolor en sus propias carnes y por eso podía enfrentar las situaciones complicadas sin perder la calma.
-Entonces va a resultar que yo soy la única que la juzga.
Esther no le contestó, aunque la frase iba dirigida principalmente hacia ella. Sabía que en ese momento la muchacha estaba padeciendo el dolor de saber, del primer contacto con una realidad que había permanecido oculta durante demasiado tiempo. Tenía que hacerse a la idea de que las cosas eran más complicadas de lo que había imaginado.
-Pues a mí no me parece bien lo que hizo-sentenció.
-No sabes lo que hizo, todavía-le aclaró Gabriel. Deberías esperar a que terminásemos la lectura de ese diario de tu madre. Y quizá deberías leer alguna de las cartas que encontraste. A Natalia la conocías desde que naciste, y mal que bien puedes hacerte una idea de lo que pudo haber sufrido. Pero Víctor Medina es un completo desconocido. Habría que saber también cuáles eran sus pensamientos, sus deseos, su padecer, si es que lo tuvo.
-¿Padecer? ¿Quieres saber lo que pienso yo? Que era un sinvergüenza, un cura degenerado y sin vocación.
Y levantándose como un rayo del sillón de mimbre donde se acomodaba, se alejó pisando fuerte, en dirección al coche, dejando a sus acompañantes asombrados y mirándose el uno al otro con estupor.

Nadie fue tras ella, que tampoco lo esperaba, ni lo deseaba siquiera. Llegó hasta el coche pero se acordó de que la llave la tenía Gabriel, así que empezó a caminar en dirección al parque infantil que estaba situado justo enfrente del aparcamiento. Pertenecía también al restaurante, que con muy buen criterio habían pensado en las familias con niños que acudían a comer, sobre todo en los fines de semana. En estos momentos, a pesar de ser sábado, el lugar estaba vacío e incluso los columpios y el tobogán, de alegres colores, daban una cierta sensación de abandono fantasmagórico; como esas muñecas de trapo que yacen desmadejadas cuando la niña a la que pertenecían las ha dejado olvidadas o ha sido ella misma la que se ha ido. Isabel se sentó en uno de los columpios más grandes, y empezó a moverse lentamente al principio; luego con algo más de fuerza. El aire frío le daba en la cara y la hacía lagrimear; lo cual le venía bien porque disimulaba el llanto amargo que había empezado a mojarle las mejillas.
-Ay, Mamá-dijo en voz alta, como si tuviese enfrente a su madre. ¿Por qué no me contaste todas estas cosas a tiempo? Ahora no te tengo al lado y no te puedo pedir explicaciones, ni preguntarte, ni siquiera enfadarme contigo. Y esto es lo que peor llevo, Mamá, no poder reprocharte el daño que me has hecho cuando se me han roto todos los esquemas que me había construido desde la niñez. Si ni siquiera tú has sido lo que yo siempre pensé que eras, ¿puedes decirme qué es lo que me queda? ¿En qué me puedo apoyar cuando esté mal? Siempre supe o a menos sospeché que no eras feliz con mi padre, pero saber que le engañaste hace que me replantee la vida por completo. ¿Qué hay de verdad en el mundo si ni la propia madre ha sido lo que representaba? Por Dios, si eras la menos frívola de las mujeres, apenas salías de casa, siempre dedicada a la familia y a tu trabajo…Y tengo que enterarme de que el amor de tu vida ha sido…el cura del pueblo. No sé lo que siento en estos momentos, yo creo que asco y vergüenza a partes iguales. Y…si Mamá, lo confesaré; quizá también una ligera sensación de envidia que no hace más que empeorar las cosas. Y te preguntarás por qué tengo envidia; pues porque has sido valiente cuando a mí me cuesta tanto reconocer mis propias debilidades y he permitido que durante tanto tiempo Gabriel jugase conmigo al ratón y al gato.
Se limpió los ojos al darse cuenta de que se acercaba una niña de unos siete años que se sentó en el columpio de al lado. Estaba sola y se preguntó cómo sus padres le permitían alejarse de su protección. Le sonrió, y la niña la observó con su cara en forma de manzana, adornada por unos preciosos ojos castaños, muy seria. Su mirada era tan profunda que Isabel se sintió como taladrada, juzgada, observada. Qué niña tan extraña; que no respondía a su sonrisa. Le dolía ya la cara de forzar el gesto y se sintió ridícula de repente, esforzándose por ganar puntos ante una pequeña preciosa, pero que no sabía ni quien era. Pero la niña, como adivinando lo que pasaba por su mente, habló. Su voz tenía un timbre musical, como el sonido de una delicada campanilla.
-Me llamo Aroa-anunció.
-Y yo Isabel.
-¿Qué haces jugando aquí? Eres mayor-la acusó, mirándola con reproche.
-Pero a los mayores también nos gusta jugar.
-A mi madre no-negó con la cabeza. Siempre está cansada cuando vuelve a casa del trabajo.
-Ya-asintió ella, comprensiva. Seguro que tu mami trabaja mucho. Pero, ¿no tienes hermanos con los que jugar? O con tu Papá…
-No, no tengo hermanos. Y Papá se fue-siguió diciendo con su voz cantarina, en tono neutro como si hablase de un juego; pero con ojos tristes, como de persona que ha visto mucho. Ahora vive en otra casa más pequeña. Y a mí no me gusta ir allí. Siempre está una señora; pero no es como tú…
Isabel guardó silencio. Ya se imaginaba la situación y se sentía incómoda por estar siendo partícipe de algo que era privado, y porque empezaba a sentir pena por la pequeña.
-No le gusto-siguió diciendo. Y por eso he venido ahora a jugar aquí. Ella y Papi están comiendo ahí dentro, y bebiendo, y me aburro.
Ahora entendía la llegada de la niña en solitario. Sin saber por qué se tranquilizó al darse cuenta de que no era su madre la responsable de que estuviese sola.



Beth06 de noviembre de 2011

6 Comentarios

  • Laredacción

    Mita qué bien le ha venido la llegada de la niña con cara en forma de manzana...

    12/11/11 07:11

  • Beth

    Yo conozco a una niña así, con cara de manzana y que también se llama Aroa, a la que echo mucho de menos, y por eso la he metido en este embrollo. Espero que no me demande

    12/11/11 09:11

  • Endlesslove

    Paciencia con Isabel, cuantas cosas tendrá que replantearse, ya irá entendiendo los motivos de su madre y su valentía al decidir vivir lo que la vida le puso en su momento.

    15/11/11 12:11

  • Beth

    Las hijas, ya se sabe, a veces es difícil la relación con las madres

    15/11/11 09:11

  • Serge

    Beth:
    Me encanta Aroa, de solo imaginarme su carita de manzana me da mucha risa. Me parece que Isabel es muy egoísta no se pone en el lugar de los demás.

    Un gusto leerte.

    Serge.

    18/11/11 04:11

  • Beth

    Y a mi me encanta que te encante Aroa, gatito, porque es una niña muy especial para mi, a la que por cosas de la vida igual nunca puedo ver de nuevo, pero que estará siempre presente en mi corazón. Por eso la he traído hasta aquí, porque la echo tanto de menos que me duele, y es volver a tenerla un poco

    18/11/11 10:11

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