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Cartas de Amor En la Distancia 30

"Nunca lo habíamos hablado claramente pero pienso que ambos éramos conscientes de que tarde o temprano nuestra situación, semejante a un polvorín, tendría que estallar. Y los dos saldríamos dañados. Me dejaría morir antes de que sufriese por mi culpa; a pesar de que era consciente de su sufrimiento y él del mío. Pero ocurría que hasta el sufrimiento lo veíamos de manera diferente; para mí era una especie de castigo insoportable, algo que trataba de evitar y de lo que huía como de la peste; mientras que para él era un escalón más en su largo peregrinaje a esa perfección a la que aspiraba. Pensaba que el sufrimiento le ayudaría a crecer como persona y le haría mejor. La palabra que solía usar y que tanto odiaba yo era que el sufrimiento nos haría evolucionar en lo personal. Cuando estaba de buen humor, me burlaba suavemente de esas expresiones; cuando tenía uno de mis días negros, me alejaba de él en la manera que podía hacerlo; esperando que viniese a buscarme. Y solía hacerlo; pedirme que volviese. Yo siempre lo hacía. Pero ahora, después de que ha pasado el tiempo y con la lucidez que da la distancia lo veo todo con mayor claridad, puedo decir que no lo hacía porque no pudiese vivir sin mí y porque padeciese un dolor insoportable. Estaba completamente segura de que Víctor Medina seguiría su vida con total normalidad si yo desapareciese. Se levantaría cada mañana, algo más triste quizá y sin dibujar una sonrisa en sus labios; pero haría todo lo que se esperaba de él, y seguiría ocupándose, como siempre lo había hecho, de la gente que él pensaba que Dios había puesto en su camino. Mi caso era distinto y bastante más deplorable. A mí me dolía el alma y cada fibra de mi cuerpo si pasaba un día sin verle o sin escuchar su voz. Él lo sabía y por eso intentaba siempre frenar mis estallidos emocionales, pero no porque no pudiese vivir sin mí, sino para evitarme el dolor de una situación en la que yo misma me había colocado. Ahora todo lo veo con claridad meridiana; entonces no entendía nada de lo que pasaba a mi alrededor y a menudo me sentía mal por mendigarle un poco de su atención para mantenerme cuerda y pegada a la vida un día más. Con el tiempo había aprendido a reconocer estos estados de ánimo que me embargaban y tanto me hacían sufrir. Cuando me levantaba de esta manera, procuraba pasar sola la mayor parte del día, sin ver a nadie, precisamente para no hacerles daño. En estos momentos tan negros para mí parecía como si me abandonase la cordura y dejaba de ser la señora de mediana edad y suaves maneras para convertirme en una hidra que vertía su veneno sobre los seres que la rodeaban. El me conocía muy bien y sabía torear estos malos momentos que me acechaban. A veces se me daba por pensar que teníamos una especie de comunicación telepática que iba más allá de lo que es una relación normal entre dos personas. Eran innumerables las ocasiones en que me bastaba mirar fijamente el teléfono durante apenas unos segundos para que escuchase su escandaloso timbre rugiendo por toda la casa. En aquellos tiempos no existía el identificador de llamada, ni falta que me hacía; sabía por instinto que oiría su voz suave al otro lado del auricular. También los sueños nos unían. Habíamos adquirido la costumbre de contarnos de buena mañana lo que habíamos soñado por la noche. Y en algunas ocasiones parecía que nuestros recuerdos se entrelazaban de alguna manera y soñábamos lo mismo; aunque con frecuencia desde distintas perspectivas. Al principio estas casualidades me asustaban mucho y se me daba por pensar si no nos estaríamos convirtiendo en un par de locos.
¿Era feliz yo en aquellos tiempos? Me lo he preguntado muchas veces, y no se en realidad cual puede ser la respuesta correcta. Para empezar, creo que la felicidad como tal no existe; lo que hay son momentos felices; y ni siquiera estoy segura de que los tuviese en esos días tan inciertos. Cuando estaba con Víctor me encontraba bien; es decir, estaba en la gloria. Me sentía como fuera del mundo, en un sitio escondido que sólo nos pertenecía a nosotros dos. Entonces no existía la sombra amenazante de su ministerio, ni la Iglesia, ni Dios, ni siquiera Leandro. Hasta mis hijos se quedan fuera de ese halo protector que nos envolvía como una niebla benéfica. Pero cuando de nuevo me quedaba sola, los fantasmas del miedo y de la incertidumbre se asentaban a mi lado y ya no me dejaban. Esos sentimientos iban conmigo mientras cocinaba, cuando tendía la colada o mientras daba clase a los niños. No podía dejar de pensar en qué futuro me esperaba, amando a un hombre que para empezar no era libre, y para continuar, me quería, pero no cómo yo deseaba ser querida.
Y no cesaba de preguntarme qué debía hacer, cuál era el camino a tomar, o tal vez lo mejor fuese continuar así el tiempo que pudiese resistir y no hacer nada. Yo era impaciente por naturaleza y por condición; la paciencia no era una de mis escasas virtudes, a pesar de que todos los días intentaba ejercitarla y cultivarla. Cada mañana al levantarme de la cama, cuando me enfrentaba a mi rostro cansado en el espejo, veía una mujer que se iba marchitando día a día en espera de algo que nunca llegaría. ¿Era ese el futuro que me esperaba? Me negaba a conformarme. Eso era bueno para Víctor, que nunca pedía más de lo que podía tener; pero no para mí.
Una mañana de sábado en que discutí con mi marido acerca de algo sin importancia relacionado con los chicos, me encontré de repente tan sola y necesitada de consuelo que fui a buscarlo entre los viejos muros de un convento en ruinas que distaba de mi casa unos cuarenta kilómetros. Conducir siempre me había calmado los nervios, sobre todo por estos parajes de bosques solitarios y brumosos. El día estaba húmedo y el aire venía cargado de promesas de lluvia. Cuando salí del coche me arrebujé en el abrigo y ajusté bien la bufanda en mi cuello. A aquellas horas de la mañana no había nadie en el convento, y la puerta que daba a lo que había sido la iglesia estaba entornada. La empujé ligeramente y cedió a mi presión con un sonido chirriante de sus gastados goznes. Mis pasos resonaban en la quietud de la triste mañana invernal. A pesar de la decrepitud del edificio, el altar se mantenía bastante bien y aproveché para encender una vela que había traído desde casa delante de la imagen de la virgen, de Santa Isabel, que era la patrona del lugar. Cuando estuve segura de que no se apagaría, retrocedí hasta sentarme en uno de los maltrechos bancos medio destruidos por la carcoma. Miré la imagen de la Virgen y dudé si pedirle que me ayudase. ¿Era lícito pedirle a la Virgen por el amor de un hombre que me estaba prohibido y que nunca me podría pertenecer de manera lícita? Estimé que no, que no sería correcto, y nada le pedí. Me limité a quedarme sentada en silencio, con las manos cruzadas en el regazo y mirando al altar sin ver nada en realidad. Sólo necesitaba la calma que se desprendía de aquellos muros para que proporcionase algo de paz a mi espíritu atormentado. No sé cuánto tiempo pasó, pero creo que me quedé dormida o tal vez solo algo traspuesta; pero el caso es que volví a la realidad con un respingo de sorpresa y de susto, porque por un breve instante no supe dónde me encontraba. Pero al mismo tiempo me sentía algo más aliviada, como si un espíritu benéfico se hubiese apoderado de mí para darme algunas soluciones. Estaba aterida de frío y caminé por las ruinas del claustro y lo que habían sido las celdas de los monjes para intentar entrar en calor. Había entrado en aquel lugar con el alma rota y aunque seguía sintiéndome sola y desamparada, al menos tenía un poco más claro cuál debía de ser mi camino. Supe que lo primero debería ser acabar con la equívoca situación que manteníamos Leandro y yo. A ninguno de los dos nos convenía posponer la decisión de separarnos, pero sabía que tendría que ser yo la que diese el primer paso. Era algo muy doloroso pero necesario, y lo haría sin tardanzas. La casa era mía por herencia y tenía mi trabajo; saldría adelante. Lo segundo que debería solucionar era mi relación, si es que se podía llamar de esa manera, con Víctor. A los dos nos dañaba, por más que quisiésemos disimularlo. Era necesario por tanto acabar con ella; cortarla de raíz como se cortan las malas hierbas que amenazan con invadir un jardín de flores."
Beth15 de noviembre de 2011

6 Comentarios

  • Endlesslove

    Solo hay momentos felices, pero acaso ¿estos a veces no son suficientes para sentir que hay felicidad?

    Tengo que esperar... si se separará de Leandro?

    15/11/11 02:11

  • Beth

    si, supongo que la felicidad es eso, algunos momentos, como oasis en el desierto

    15/11/11 03:11

  • Serge

    Beth:
    "La palabra que solía usar y que tanto odiaba yo era que el sufrimiento nos haría evolucionar en lo personal".
    Como escuche por allí el sufrimiento es un gran maestro.
    Amita, esa relación debio terminar hace tiempo. Cuando algo no va es mejor decir adiós. Ojalá que Leandro no se ponga obstinado.

    Un gusto leerte.

    Sergei.

    18/11/11 07:11

  • Beth

    La agradecida soy yo por tu lectura, gatito mío

    18/11/11 10:11

  • Laredacción

    ¿era necesario terminar con la relación?..., ya veremos.

    18/11/11 10:11

  • Beth

    A veces se piensan cosas que luego no se hacen. Habrá que esperar y ver que pasa

    18/11/11 10:11

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