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Cartas de Amor En la Distancia 35

"En esa semana de fiestas mi madre, para empeorarlo todo, había venido de visita. Y era como tener en casa a todo un pelotón de detectives prestos a descubrir lo que pasaba. Recuerdo como si fuese hoy que cuando fui a buscarla a su casa, nada más subirse al coche y cuando le hube ayudado a colocar el cinturón, empezó a decirme todo lo que se le pasaba por la mente, que era mucho.
-Tienes un aspecto horrible-soltó de repente, agarrando el bolso en la primera curva al salir del pueblo. Y conduce con cuidado, que no he llegado a mi edad sana como una manzana para que me estrelles en el primer árbol que encontremos.
Suspiré, en un alarde de paciencia, y contuve las palabras que pugnaban por salir de mi boca. No era cosa de empezar mal esta semana en que estaba viviendo mi Vía Crucis particular.
-¿No me has oído? Te he dicho que tienes un aspecto horrible.
-Sí, mamá, te he oído-le contesté con paciencia franciscana.
-Y entonces, ¿no tienes nada que decir al respecto?
-Sí, que me estoy haciendo vieja.
-Bobadas-respondió golpeando con su bastón el salpicadero del coche. Rogué al dios de las artes diplomáticas, si tal deidad existe, que me dotase de la suficiente cordura como para no tirarla en marcha.
-Bien, ¿qué quieres que te diga?
-Quiero que me cuentes lo que te pasa, así de sencillo. Es ese imbécil de marido tuyo que no te da buena vida, ¿verdad?
-Deja de meterte con Leandro, mamá. Tengamos la fiesta en paz. Es un buen hombre.
-Es un gañan; no sé por qué demonios tuviste que casarte con él. Menos mal que tu pobre padre no vivió para verlo.
No perdí el tiempo en rebatirle nada, porque mi padre se había muerto un mes antes de mi boda y estaba muy contento de tener a Leandro en la familia; era mi madre la que nunca le había aceptado, aunque no sabía explicar el porqué de su inquina hacia él. Siempre me he considerado una persona justa y el que mi matrimonio me hubiese causado más decepciones que otra cosa no me impedía reconocer que mi marido era un buen hombre; quizá no el más adecuado para hacerme feliz, pero un buen hombre al fin y al cabo.
-Bueno, a lo que íbamos-prosiguió mi madre, imperturbable. Siempre se había parecido a un tanque; arrollaba todo lo que hallase a su paso y que la molestase. Dime de una buena vez lo que te pasa, porque te conozco muy bien y a mí no me engañas. Y tiene que ser algo gordo, por las pintas que llevas.
Sin pensarlo me miré en el espejo del retrovisor. Era cierto que mi cara había enflaquecido y se marcaban los pómulos todavía más que de costumbre; y también que mis sempiternas ojeras estaban de color violeta. El pelo me pendía a ambos lados de la cara como las orejas de un perro de caza, porque aquella mañana ni siquiera había tenido la fuerza necesaria para hacerme el moño que siempre llevaba.
-Mírate-prosiguió mi madre. No te has arreglado las uñas, llevas el pelo suelto como una perdularia; a cara lavada una mujer que ya no cumplirá los cuarenta. ¿Es eso lo que te he enseñado? Pareces María Magdalena.
Me mordí los labios para no contestarle con malas palabras. ¿Es que tenía que meter por medio más cosas de religión? A este paso me iba a olvidar de ese maldito cura cuando las ranas tuviesen pelo. Agarré el volante con fuerza para frenar las ganas de pisar el acelerador hasta que el coche se empotrase en alguna cerca de las que jalonaban la carretera rural. Mi madre se aferró con más fuerza a su bolso y me reconvino con la mirada, quizá porque tenía el extraño poder desde que yo era pequeña de leer dentro de mí y saber lo que pensaba en cada momento.
No tuvo ocasión de seguir con sus diatribas, porque llegamos al pueblo y aparqué el coche en la plaza. Tenía que ir al mercado a recoger la carne que había dejado encargada. La ayudé a que se bajase del coche y le ofrecí mi brazo para que se apoyase, pero lo rechazó con un gesto de impaciencia y caminó a mi lado, erguida y apoyada en su bastón de mango plateado como una reina. Cuando regresábamos al coche nos tropezamos con Víctor, que había salido a pasear a su perro. El animal me reconoció y empezó a mover el rabo con alegría y a tirar de la correa para venir hasta mí; y a su amo no le quedó más remedio que seguirle.
-Hola, Sam; hola precioso-le susurré acariciándole el lomo. Él, en respuesta, me lamió la mano. Buenos días, Padre-le saludé de manera formal, como hacia siempre que había gente delante.
-Hola, Natalia. Tu madre, me imagino.
Les presenté y mi madre le saludó de manera bastante cordial, dado su carácter. Aunque habíamos hablado tan solo cinco minutos, no le había sacado ojo de encima. Cuando ya estábamos llegando a casa, me dejó helada su comentario, a la manera de una sentencia.
-Tienes que aprender mejor a disimular tus sentimientos, so pánfila. ¿O quieres que todo el pueblo se entere de que bebes los vientos por el cura? Ya veo-siguió diciendo mientras me miraba con enfado, que he criado a una tonta. Que Dios nos asista.


Seguí conduciendo con la mirada fija en la estrecha senda que me llevaba directamente a la puerta de mi casa. No sabía qué decirle.
-¿Acaso se te ha comido la lengua el gato? Atrévete a decirme que no es verdad. Estás loca por el cura, y él por ti. A mí no me engañas. A ver si eres lo suficientemente lista para que tu marido no se entere, porque si no aquí se armará Troya. Al tiempo…Y di algo, niña, no te quedes como una alelada, tampoco es el fin del mundo.
Aparqué el coche y empecé a sacar las bolsas de la compra y la maleta de mi madre, sin decir nada todavía. Cuando ya estuvimos en la cocina y con los silbidos de la vieja tetera que nos avisaba de que había terminado su cometido, me atreví a abordar la cuestión. Le serví te a mi madre y le puse delante un plato de galletas de almendras que había horneado antes de irme a recogerla. Eran sus preferidas. Las saboreó con los ojos cerrados.
-Te salen mejor que a mí, bruja. A saber qué les pones.
-Les añado canela, Mamá, quizá eso haga que tengan un sabor distinto a las tuyas.
-Sí, siempre has sido poco ortodoxa con las recetas de cocina-sentenció mientras seguía masticando delicadamente, saboreando despacio cada bocado. Pero el resultado es bueno, hay que reconocerlo. Y bien, ¿estoy equivocada en relación al cura?
-No, Mamá. No estás equivocada, así que ya puedes empezar con la retahíla de regañinas, de insultos y de diatribas. Soy una mujer descarriada que merece todo lo malo por haberme fijado en otro hombre mientras estaba casada; y encima, en un ministro del Señor.
Mi madre tomó un sorbo de té y luego se limpió los labios delicadamente con una servilleta que ella misma había bordado para mi ajuar.
-¿Has terminado el té?
-Sí, he terminado.
-Pues entonces será mejor que salgamos a dar un paseo por el bosque trasero. No hace demasiado frío y a mí me conviene estirar las piernas.
La ayudé a ponerse el abrigo y le ajusté el pañuelo que le protegía la garganta. Esta vez sí aceptó cogerse de mi brazo, aunque llevase el bastón en la otra mano. Acomodé mi paso al suyo y juntas echamos a andar despacio, hacia el que había sido siempre mi rincón preferido; el bosque que lindaba con el patio trasero de mi casa. Fue mi madre quien inició la conversación.
-Hija mía, no debes nunca juzgar a las personas sin saber. ¿Por qué piensas que te iba a abroncar o a insultar?
-Porque estoy haciendo algo que se sale de lo común, de la más elemental de las normas morales.
-No, no es por eso-disintió ella mirándome con la fijeza de sus cansados ojos grises, algo velados ya por las incipientes cataratas. Tú pensabas en mi desacuerdo basándote en que soy tu madre y una vieja. Así que se supone que mis ideas morales han de ser estrechas y cortas; y he de juzgarte como si fueses una meretriz.
Me eché a reír, no de lo que mi madre había dicho, sino de la palabra que había usado.
-¿De qué te ríes, niña boba? ¿Acaso he dicho alguna tontería?
-No, Mamá, me río de tu lenguaje. La palabra meretriz ya no se usa. Puta iría mejor.
-Cállate, perdularia. Todavía no tienes tantos años como para que no te pueda lavar la boca con jabón. Las señoras no dicen esas palabras tan barriobajeras.
-Bueno, Mamá, como tú quieras. En todo caso, probablemente tienes razón; me resulta difícil pensar que me puedas entender.
-No tienes ni idea de las cosas que las personas de mi edad, las mujeres sobre todo, somos capaces de entender. Nunca me has dicho nada, pero sospecho que tu matrimonio no es feliz.
-No, no lo es. Por decirlo suavemente.
Me resultaba difícil hacerle a mi madre estas confidencias, pues sólo Esther estaba al tanto de mis sinsabores con Leandro.
-No quiero que me entiendas mal, Mamá. Leandro no es mala persona, pero somos tan distintos…Me ahogo a su lado. Para él sólo existe el trabajo, sus negocios, sus pocas aficiones, como la caza o la pesca; y nada más. Ahí se acaba su mundo. No le gusta leer, no le gusta el cine, no le gusta salir a conocer nuevos lugares. La vida con él se me hace aburrida, sosa, todos los días lo mismo. Y esto tal vez podría soportarlo, pero discutimos mucho por la manera de educar a los hijos. Yo creo en el diálogo, en ponernos en su lugar y tratar de que nos entiendan a nosotros. Leandro es lo de los del “ordeno, mando y hago saber”. Cada vez nos alejamos más y yo ya no encuentro excusas para mantener una conversación con él. Cuando paseo por la calle, siempre sola, envidio, y lo digo con vergüenza, a las parejas que van caminando de la mano, echándose miradas cómplices y hablando de sus cosas. ¿Sabes cuánto tiempo hace que mi marido no me toma de la mano para pasear? Las raras veces que salimos más bien parecemos una pareja de la Guardia Civil haciendo la ronda que un matrimonio enamorado.
-Tampoco es que me estés contado nada nuevo, nena. Así son la mayoría de los matrimonios. Pero me parece que tú pides más, ¿verdad?
-Sí, pido más. Lo quiero todo; quiero un hombre que me ame y al que amar. Un hombre con el que pueda compartir la vida entera, que le gusten las cosas que a mí me gustan, y que podamos estar hablando durante horas sin aburrirnos. Y que sienta que yo soy lo mejor que le ha pasado en la vida.
Mamá se detuvo un rato. Supongo que el paseo se había hecho demasiado largo; así que de común acuerdo empezamos el regreso a casa. De todas maneras tenía que empezar ya a disponer la comida.
-Pides mucho, hija mía. Lo que no sé es si eso que pides lo vas a encontrar en el Padre.
-No, Mamá, y esa es mi doble tragedia: un matrimonio infeliz que me pesa como un bloque de piedra que alguien me ha colocado encima y que estoy deseando descargar de mi espalda, y el inmenso amor por un hombre que nunca podrá ser mío. Esa es mi desgracia y es ahora cuando empiezo a entender que tendré que aprender a vivir con ella. Y no sé si tendré fuerzas; Mamá. ¿Todavía te asombra el mal aspecto que tengo?
Mi madre no me contestó y por vez primera desde que era pequeña, me abrió sus brazos para que me refugiase en ellos. Aspiré su olor a lavanda y a polvos de talco, y me sentí segura. Mamá me entendía, estaba conmigo, y bajo sus maneras bruscas y autoritarias, había un corazón en el que yo tenía mi sitio. Me acarició la cabeza con su mano arrugada.
-Pobre hija mía. Qué Dios nos ayude a llevar esta nave a buen puerto porque no será cosa fácil."
Beth12 de diciembre de 2011

2 Comentarios

  • Serge

    Beth:
    Me sorprende la capacidad de la madre para conocer a su hija a la perfección y descubrir en un instante cuál era el problema.
    Ay, amita; este capítulo esta matizado de muchos momentos graciosos. Por aquí muchas veces escucho palabras barriobajeras jejejejeje...

    Un gusto enorme leerte.

    Sergei.

    12/12/11 03:12

  • Beth

    Ay gatito, las madres conocen siempre a las hijas mejor que ellas mismas. Yo lo se, porque soy hija y también madre, y he padecido las dos situaciones.

    Bueno, ya sabes que antiguamente las señoras no decían ciertas palabras, al menos en público. De todos modos, la abuela es todo un personaje y no se deja convencer por nadie

    12/12/11 03:12

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