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Cartas de Amor En la Distancia 39

Fue tal la ansiedad y el dolor que vio en sus ojos que Isabel estuvo, por un breve instante, tentada a contarle que la mujer que había amado ya no estaba en este mundo. Pero, ¿para qué? Probablemente le causaría un enorme dolor y a este anciano le quedaba apenas un soplo de vida; se hacía evidente en su mirada y en todo su porte. Y sobre todo, estaba el temor que todavía le inspiraba hacer frente a la realidad. Víctor Medina había sido un nombre, unas líneas escritas por su madre mucho tiempo atrás; pero ahora la persona que había sido y la que era se materializaba ante ella y no sabía muy bien qué hacer. Ante la duda, se limitó a seguir sentada a su lado, escuchando su respiración trabajosa y preguntándose cómo habría transcurrido la vida de este hombre que parecía tocado por un especial sentimiento de soledad y abandono.
-Algo me dice que ha habido algún cambio en su vida.
-¿Por qué?-quiso saber ella.
Él se encogió de hombros y empezó a toser. Isabel se levantó para servirle un poco de agua de una jarra que vio encima de la mesa de centro. Bebió despacio y le dio las gracias con un gesto. Se le notaba agotado, le costaba hablar y hasta respirar.
-No lo sé, es una sensación que tengo. ¿Sabes? Ella y yo éramos capaces de saber el uno del otro sin hablarnos, sin vernos. Una especie de comunicación telepática o cómo quieras llamarle.
Isabel se echó a reír; era curioso este hombre. ¿Un sacerdote que aceptaba este tipo de fenómenos? Le resultaba increíble.
-Ya, ya sé que por mi condición de sacerdote no debería creer en esas cosas; o al menos no tener la caradura de decirlo en voz alta. Pero ya ves-siguió diciendo con sorna-si en mis circunstancias me voy a parar a pensar lo que es correcto y lo que no. Cada día está más cerca el momento en que tenga que rendir cuentas ahí arriba, y casi todo me da igual. Pero bueno, no quiero aburrirte con mis batallitas de viejo; tú tendrás cosas más importantes que hacer que escuchar mis lamentos.
-No se preocupe; me ha encantado hablar con usted, aunque ahora tenga que marcharme ya. Se me hace tarde. De todos modos, si no le importa, mañana sobre las cinco de la tarde volveré a recoger los documentos y podremos charlar otro rato, si le apetece. ¿Le viene bien esa hora?
-Claro, hija. Mi agenda no está muy ocupada últimamente y siempre es agradable tener a alguien con quien hablar. Mañana lo tendré todo preparado y podrás devolvérselo a Maite.
-Hasta mañana entonces, Padre.
-Hasta mañana hija mía. Pero puedes llamarme Víctor, sin más ceremonia, y hablarme de tú. No necesito sentirme más viejo de lo que ya soy.
Isabel asintió sonriendo y se marchó. Al llegar a la casa de su madre descargó el coche con las provisiones que había traído para aquellos dos días y encendió la cocina de leña y la estufa de la sala. No podía posponer por más tiempo la charla con sus hermanos acerca del futuro de la casa, y por eso les había invitado a merendar aquella tarde. Almorzó un plato de sopa en menos de diez minutos y preparó masa para galletas con que acompañar el café. Mientras cortaba la pasta con los moldes de Mamá, en forma de estrella, de corazones y de medias lunas, se acordó de cuántas tardes habían estado las dos haciendo esa misma tarea mientras ella era pequeña. Y la recordó con aquel enorme delantal blanco al que tenía que dar dos vueltas para ajustarlo a la cintura; con aquel moño que resaltaba su cara menuda, y sus eternos zapatos de tacón, que llevaba hasta en la cocina. No pudo evitar sentir nostalgia de cuando la tenía a su lado. Mamá siempre estaba al otro lado del teléfono para escuchar lo que fuese; bueno o malo. Nunca se asombraba de nada ni hacía preguntas; y sólo daba su opinión si se la pedían. Esa era Mamá; y ya no estaba. De repente tuvo que sentase en una de las sillas de enea, y abrazarse a sí misma para darse calor y sobre todo consuelo. El mundo era un lugar mucho más inhóspito, oscuro y frío desde que ella había cerrado los ojos para siempre.
-Respira, idiota, sigue respirando y viviendo-se dijo a sí misma con enfado. Hazlo por Mamá, vive por ella e intenta ser feliz.
Cuando llegaron sus hermanos la encontraron sonriente y calmada. El mal rato lo había pasado ya a solas que era como se sobrellevaban estas cosas. Primero les ofreció la merienda y tuvieron una animada charla que ella intentó encauzar hacia los recuerdos de su niñez, quizá de manera interesada para que entendiesen lo importante que era aquella casa en su vida. Cierto que dada la diferencia de edad que había entre ella y sus hermanos mayores, ya no les dio demasiado tiempo a compartir cosas. Cuando Carlos y Eulalia se marcharon a estudiar fuera ella era todavía una niña y en cierto modo se crió como hija única.
Fue Andrés, el marido de su hermana, quien puso fin al rato de comunión familiar. A Isabel no le gustaba su cuñado; nunca le había gustado. Odiaba su aire de perdonavidas y la manera altanera en que miraba a todo el mundo. Cierto que era un importante abogado mercantilista y que a decir de todos había amasado una pequeña fortuna; pero eso no le daba derecho a mirar a la gente por encima del hombro.
-Supongo que no nos has hecho venir para escuchar cuentos de vuestra niñez, ¿no?-le preguntó en tono sardónico, aplastando su cigarrillo en el plato del postre de manera provocativa y soberbia.
Isabel se había mordido la lengua para echarle en cara que fumase en la sala sin haber pedido permiso, sobre todo cuando no había ceniceros a la vista; lo cual quería decir que el humo no estaba invitado a aquella reunión.
-No, Andrés, no era eso lo que tenía en mente. Ahora mismo hablaremos sobre el asunto por el que os he llamado. Aunque la verdad es que por encima de todo quería encontrarme con mis hermanos en la casa de nuestra madre, donde todos hemos nacido y crecido.
-Una casa que espero que pronto se venda-adujo su cuñado.
-En principio tú no tienes nada que esperar-puntualizó Isabel. Esta casa es de tu mujer, de Carlos y mía, y venderla o no es cosa nuestra.
-Todas las cosas que atañen a mi mujer, me importan-insistió él.
-Eso es cosa vuestra y desde luego no entraré en como lleváis vuestros asuntos. El caso es que en la última reunión que he tenido con la gente de la inmobiliaria me han dicho que resultará algo complicado venderla. Las cosas no están bien para pedir préstamos a los bancos y por un motivo parecido poca gente hay que tenga el dinero contante y sonante.
-¿Entonces, qué quieres decirnos?-la interrumpió de nuevo Andrés, encendiendo otro cigarrillo.
-Entonces haz el favor de callarte-le exhortó Blanca, harta ya de su prepotencia. Y apaga el puñetero cigarro, que nos estás ahogando a todos. No creo que ni tú ni yo tengamos mucho qué decir puesto que no somos herederos.
Iba a responderle, pero una mirada huraña de Carlos le hizo desistir de su idea, e Isabel pudo seguir hablando.
-Lo que os quiero proponer es que me vendáis vuestra parte de la casa. Sé que a vosotros no os interesa conservarla, y a mí me dolería profundamente que fuese a parar a manos extrañas. Estoy dispuesta a pagaros el mismo dinero que os daría el agente de la inmobiliaria, con lo cual nadie saldría perdiendo.
-¿Y tú para que quieres la casa?-inquirió Eulalia de malos modos. Era evidente que estaba molesta por el trato que le habían dado a su marido.
-No es de tu incumbencia, hermana, pero te diré que quiero conservar la memoria de nuestra madre; tener un hogar al que volver y donde pasar temporadas cuando me apetezca. En definitiva, no quiero perder mis raíces y lo que soy.
-Por mí no hay problema, Chiqui-le contestó Carlos, con una sonrisa. Me alegro de que seas tú quien la conserve.
Isabel le devolvió la sonrisa. Su hermano mayor, que siempre le había llamado así, Chiqui, de chiquitina; el que la había protegido y quien le había enseñado a leer, a atarse los cordones de los zapatos y a pegarle puñetazos a los chicos que la molestaban en el patio del colegio.
-¿Y tú Eulalia?
Pero ella antes de contestar miró a su marido, que se encogió de hombros con displicencia, y fue quien tomó la palabra.
-Mientras haya dinero, ¿qué más da quien la compre?
Isabel se aferró con fuerza a los brazos del sillón en donde se sentaba para evitar decirle que se metiese en sus cosas. Pero al fin y al cabo ya tenía lo que quería y no era cuestión de estropearlo.
-Bien, pues entonces me pondré en contacto con el notario para que vaya redactando el documento y os avisaré con la fecha de la firma.
Cuando se marchó a la cama aquella noche estaba aliviada y cansada a un tiempo. Por fin iba a quedarse con aquella casa que era tan importante para ella. Lástima que no pudiese compartirlo con Gabriel, que al parecer tenía demasiado trabajo para acompañarla este fin de semana.
Beth19 de enero de 2012

7 Comentarios

  • Laredaccion

    Afortunada Isabel, que en tiempos de crisis se puede comprar la casita.

    Un capítulo muy bien narrado; me ha interesado y me ha entretenido. Buen trabajo.
    Un beso.

    19/01/12 10:01

  • Beth

    Gracias Esteban. Igual es que Isabel es muy homiguita y si se ha pasado trabajando toda su vida, algo habrá ahorrado. O eso espero.

    Otro beso para ti

    19/01/12 10:01

  • Beth

    Democles, te lo digo por experiencia, de los peores momentos si uno sabe llevarlos se resucita más sabio y fortalecido. A mi me ha pasado y estoy segura de que en tu caso así será. Mira siempre adelante y piensa que lo mejor está por llegar. Un abrazo muy miy fuerte y mis mejores deseos

    20/01/12 01:01

  • Luisjose

    Sra Beth!:)... Su historia me recuerda, a algo parecido que ocurrió con mi tía cuando falleció hace unas semanas. Los problemas entre mis primos y mi tío político, por las cosas personales entre ellos se fue extendiendo en tonos grises. Aunque, la situación no fue a nivel material... sino afectivo. Me gusto mucho su texto. Lo fui leyendo poco a poco. Y al principio note, el aire de nostalgia que envolvía al personaje, por los recuerdos de niños. Que luego, se fue pasando al asunto familiar como tal... un cambio de escenarios, de forma discreta sin perder el hilo. Por cierto, referente a historias... le recomiendo el blog de una amiga, que escribe muy bien sobre cuentos así como el suyo. Ella se llama Yuni, y su blog es capriyuniluz.blogspot.com. De verdad, se lo recomiendo. Y bueno, para finalizar, con su permiso, me llevo este texto a mis favoritos.! Abrazos!

    20/01/12 04:01

  • Serge

    Beth:
    "En definitiva, no quiero perder mis raíces y lo que soy".
    Es lo mejor que puede hacer. El patrimonio de los padres no se puede perder y mucho menos por dinero.
    Me alegra la actitud de Isabel, yo haría lo mismo si me viera en esa situación.

    Un gusto enorme leerte,amita.

    Sergei.

    20/01/12 06:01

  • Beth

    Es un honor, LuisJose, y gracias por la recomendación del blog, lo visitaré. La verdad es que la muerte de los seres queridos siempre mueve muchos sentimientos y también ambiciones en cuanto a herencias. Supongo que son las miserias del ser humano. Un abrazo

    20/01/12 06:01

  • Beth

    Isabel sabe que es la única de los hermanos a quien su madre ha confiado su legado, y no quiere echarlo a perder. Hace bien, conservar las raíces nos hace mantener los pies en el suelo. Un abrazo a mi gatito precioso

    20/01/12 06:01

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