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Cartas de Amor En la Distancia 4

Esos pensamientos iba desgranando Isabel mientras picaba las verduras para la cena y ponía la mesa. De Mamá había heredado el amor por la cocina y las cosas cotidianas. Cuando el año pasado Gabriel y ella estuvieron a punto de dejarlo todo, lo único que la mantuvo cuerda fue el hecho de entrar en su cocina y hacer cosas rutinarias, como preparar café o tostar pan, o mejor aún, mezclar harina, agua, aceite y sal y amasar; hundir sus manos y trabajar la masa…Era entonces cuando mejor pensaba, cuando las ideas fluían más claramente y cuando tomaba decisiones respecto a las cosas importantes de la vida. Fue allí donde decidió perdonarle a Gabriel su engaño, porque en la balanza pesaban más las cosas buenas que le había dado que aquel pequeño desliz. Aunque nada sería ya igual, eso también lo sabía; la confianza ciega ya no existía, y quizá fuese mejor. Mamá le había dicho en una ocasión, una tarde en que ambas estaban sentadas tomando café en el porche, que no era bueno darse a nadie totalmente.
-¿Por qué?-le había preguntado Isabel mirándola fijamente. Mamá era guapa, no de una manera llamativa ni estridente, pero sus facciones eran delicadas, sobre todo por una estructura facial privilegiada, y además había envejecido muy bien.
-Porque cuando se quiere sin medida, se sufre de la misma manera, sin medida también.
Ambas se quedaron calladas, Mamá mirando a algún punto del bosque, o tal vez no mirase a ningún sitio en concreto…su mirada parecía algo extraviada. Y ella miraba fijamente a Mamá, y por un instante se asustó, porque la pilló desprevenida, con la guardia baja, y fue entonces cuando Isabel se dio cuenta del enorme sufrimiento que su madre arrastraba, aunque no sabía bien por qué. Ella nunca había sido excesiva, ni en las alegrías ni en las penas. Era comedida, suave, callada la mayor parte de las veces, pero con una ligera alegría de vivir que emanaba de cada poro de su piel. Era de esas personas que sabe disfrutar de las pequeñas cosas; de un amanecer, de la puesta de sol, de un libro nuevo. No era necesario mucho para alegrarla y solo con ver que los tulipanes habían brotado en su jardín le bastaba para estar todo el día con la sonrisa en los labios.
-Pero el amor es alegría-le rebatió Isabel.
Y la madre sonrió ligeramente; una media sonrisa con un poco de ironía y un mucho de desilusión. Suspiró, cansada, mientras posaba la taza de café en la mesa de madera de teca. Aquella taza pertenecía a un juego de doce que le habían regalado cuando se casó. Era porcelana china, delicada y quebradiza como una flor, y ya solo le quedaba la cafetera, el azucarero y cuatro de las tazas con sus platillos. Uno de sus mayores placeres era verter el café oscuro y caliente en aquella maravilla de otra época y llevársela a los labios. Recordó que la primera taza que se rompió del juego fue a los pocos meses de casada. La había roto Leandro, su marido, en uno de sus accesos de furia, aunque ahora ella no podía recordar qué le había enfadado en aquella ocasión. ¿Qué importaba? No hacía falta demasiado para enfurecerle. Podía ser la comida demasiado caliente o demasiado fría, una camisa que estimaba mal planchada o quizá el que la mesa no estuviese puesta a las dos en punto de la tarde. Ella había recogido, sumisa, los trozos de porcelana y los había tirado a la basura. Los pedazos eran tan pequeños que era imposible pegarlos. Pero cuando los arrojaba al cubo, sentía amargas lágrimas que le quemaban primero los ojos y luego las mejillas. ¿Por qué la cólera parecía estar siempre reservada a los hombres? La voz de su hija la hizo volver al presente.
-Perdóname, Sabela, ¿Qué decías?
La hija suspiró, en un esfuerzo por no perder la paciencia.
-No me llames Sabela, Mamá, odio ese nombre. Y te decía-le repitió con paciencia, que el amor debe ser alegría.
La madre cerró los ojos, dolorosamente, para esconder su emoción.
-No, hija-respondió sacudiendo la cabeza. El amor, cuando es verdadero y profundo, nunca es alegría. Es profunda desdicha.
Y ella no le había preguntado nada más, porque vio los ojos empañados de su madre, y supo de alguna manera que había una herida antigua y sin cicatrizar que no debía de ser removida. Pero Isabel se había repetido muchas veces aquellas palabras, que cada día que pasaba le parecían más sabias. Quien no amaba, ciertamente no estaba del todo vivo, pero vivir era tan doloroso a veces que quizá era preferiblemente estar ligeramente anestesiado. Ella tuvo ocasión de aprenderlo, como casi todas las cosas, con tremendo dolor, hacía apenas un año.
-¿Tú crees que nuestros padres fueron felices? –le preguntó a Eulalia mientras cenaban.
Su hermana se quedó con la cuchara a medio camino de la boca, mirándola como si hubiese dicho una tremenda inconveniencia.
-¿Qué clase de pregunta es esa? No se que quieres decir. ¿Felices?
-Si, felices. Eran nuestros padres, pero también eran personas, con sus defectos y virtudes, con ansias y anhelos que no sabemos si pudieron satisfacer juntos.
-Nunca me lo he preguntado, la verdad, pero supongo que serían todo lo felices que pueden ser dos personas que han pasado media vida juntos.
Eulalia se levantó para retirar los platos y traer el postre. Era justo que si su hermana había hecho la cena, ella ayudase a quitar la mesa. La miró de reojo, dándose cuenta de que la pequeña de la familia era la única que se parecía a Mamá. Tanto ella como Carlos habían salido a su padre y a la familia paterna. Como ellos eran morenos, de ojos negros y altos. Isabel era de piel más clara y pelo casi rubio, de baja estatura como Mamá y de huesos delicados. Ahora mismo, mientras se levantaba para poner la fruta, parecía que su frágil cuello se iba a quebrar de un momento a otro, como el tallo de una flor. Como Mamá tenía los pies pequeños y estrechos, como los de una niña, y las manos afiladas, manos de pianista. Ella siempre se las había envidiado, pues las suyas eran grandes y anchas, con uñas cortas y huesos poco delicados. Las manos de Isabel eran pálidas, casi translúcidas, y de toda ella emanaba un aire de desvalimiento que la hacía especialmente atractiva. La mayoría de los hombres se la quedaban mirando cuando pasaba, a pesar de que no era una belleza, pero era tan etérea que todos sentían ganas de protegerla. Ella, sin embargo, era cualquier cosa menos delicada, tanto en su aspecto como en su manera de ser.
-Dime, ¿piensas que fueron felices-insistió Isabel.
-Menuda perra te ha entrado con la felicidad. ¿Quién es feliz? Solo los tontos, pienso yo. Mamá y Papá pasaron muchos años juntos, hasta el terrible accidente de Papá, así que supongo que se querían y que eran felices, si.
-Pues yo no estoy tan segura, Eulalia. El que pasasen juntos toda la vida no quiere decir que fuesen felices. De hecho, recuerdo haberles oído discutir mucho cuando éramos pequeños, y ya luego, más adelante, en la adolescencia.
-Todos los matrimonios discutimos, Isabel. ¿Acaso tú no lo haces? Porque el inútil de mi marido y yo nos pasamos la vida a la greña.
-Hablo de algo distinto. Yo no recuerdo nunca a nuestros padres haciendo cosas juntos, como salir a pasear, ir al cine o irse de vacaciones, los dos solos. Ni recuerdo ver en ellos miradas cómplices o simplemente algo tan normal como verles darse un beso. Y no hablo de los formales besos en la mejilla…
-Mujer, eran otros tiempos y ellos eran personas que no demostraban sus sentimientos en público.
Pero las palabras de su hermana no la convencían. Tenía en mente alguna conversación que había escuchado de pequeña, que ahora no podía recordar del todo, pero que de alguna manera le hacía estar segura de que no habían sido felices juntos

Beth28 de septiembre de 2011

11 Comentarios

  • Leonora

    BUEN TEXTO,UN POCO LARGO PERO MUY AMENO.
    SALUDOS.

    28/09/11 05:09

  • Serge

    Beth:
    "Mamá le había dicho en una ocasión, una tarde en que ambas estaban sentadas tomando café en el porche, que no era bueno darse a nadie totalmente".
    Ese dicho no solo debe tomarse en las relaciones de pareja, sino en todo. Muchas veces nos entregamos o nos exigimos más de la cuenta y los resultados no son los esperados. Hay que vivir la vida como un juego, día con día.

    Un gusto leerte amita.

    Serge.

    28/09/11 05:09

  • Endlesslove

    uff , me han quedado muchas frases revoloteando :

    "Porque cuando se quiere sin medida, se sufre de la misma manera, sin medida también".
    "El amor, cuando es verdadero y profundo, nunca es alegría. Es profunda desdicha".

    Tengo ya el corazón arrugado, ya quiero saber por que la mamá se expresaba así del amor y le hablaba a sabela de esta forma...

    28/09/11 09:09

  • Beth

    Gracias por haberlo leído Leonora

    28/09/11 09:09

  • Beth

    Mi querido gatito, aunque suene egoíosta, siempre debemos guardar un trocito de nuestro corazón para que cuando nos lo rompan, algo se quede intacto. Una caricia

    28/09/11 09:09

  • Beth

    Ay nena, no me seas impaciente. Mamá ha vivido mucho y tendrá sus cicatrices, que iremos desvelando poco a poco. Un beso

    28/09/11 09:09

  • Laredaccin

    Ok, perfecto, escritora.
    Pensaba resaltar una frase, pero ya lo ha hecho Endlesslove, la del amor sin medida.
    Saludos.
    Esteban.

    30/09/11 01:09

  • Beth

    Gracias, Esteban. El amor cuando es verdadero debe ser inconmensurable también, y por eso precisamente muy doloroso en ocasiones. Y parece que la madre sabe algo del tema. Saludos cordiales

    30/09/11 02:09

  • Vocesdelibertad

    "Era comedida, suave, callada la mayor parte de las veces, pero con una ligera alegría de vivir que emanaba de cada poro de su piel."

    Coincido con Endlesslove, todas estás páginas con expresiones de sentimientos puras hechas poesía.

    Preciosa obra

    05/10/11 05:10

  • Beth

    Muchas gracias, querida, viniendo de una maestra como tú es doble elogio

    05/10/11 09:10

  • Danae

    -Porque cuando se quiere sin medida, se sufre de la misma manera, sin medida también.

    Cuánto sufrimiento callado en esa mujer que tuvo el valor de enfrentarse a su propia debilidad, y ahogarlo por amor a los suyos.
    Me encanta el personaje.

    11/10/11 11:10

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