Cartas de Amor En la Distancia
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03 de octubre de 2011
por beth
Tuvo extraños sueños aquella noche. Soñó con su infancia, cuando correteaba por los prados y los campos de los alrededores, después de merendar, con las trenzas al viento golpeándole la espalda y las rodillas siempre raspadas de caÃdas y demás desastres. Siempre habÃa sido un poco chicazo y preferÃa subirse a los árboles que jugar con muñecas. Cuantas veces Mamá habÃa tenido que curarle las heridas cuando ya al anochecer llegaba a casa, con los calcetines por los tobillos y el dobladillo descosido. Pero extrañamente en su sueño aparecÃa Gabriel tal y como era ahora, en la actualidad, con su barba entrecana y su aire indolente. No sabÃa por qué, entre todos los hombres que conocÃa habÃa tenido que enamorarse precisamente de él. Llevaban juntos cinco años y ella le querÃa más que a su vida, pero se daba cuenta de que el suyo era un amor complicado. Quizá el que no se pudiese quedar embarazada era un designio, algo que le venÃa a dar a entender que esa unión nunca llegarÃa a buen puerto. Gabriel era una persona encantadora, el hombre que ella consideraba ideal para compartir su vida, pero nunca podrÃa darle lo que ella necesitaba. Entonces, ¿Qué sentido tenÃa seguir adelante? Un año antes, cuando él volvió a las andadas, pensó que nunca serÃa capaz de perdonarle, y tuvo la maleta hecha para abandonarle, pero al final no fue capaz. Bastó con verle sentado en el borde de la cama, con las lágrimas resbalando por sus mejillas y mojando las manos, posadas encima de las rodillas, para que no fuese capaz de marcharse. Y le perdonó; aunque el corazón le doliese hasta hacerle perder el sentido. Hubiese sido más fácil el perdón si el desliz hubiese sido con otra mujer, pero con ella, con Ana, le resultaba muy difÃcil olvidar. SabÃa que sus lazos nunca se habÃan roto del todo, porque ella usaba a una tercera persona inocente, a su pobre hijo Enrique, enfermo desde el dÃa en que nació, para tenerle atado a ella y a sus caprichos por la fina cadena de la culpabilidad y la dependencia. Y él siempre caÃa, no se daba cuenta de que le usaba a su antojo como si en vez de un hombre fuese un pobre muñeco de trapo.
Se despertó sudorosa y con el pelo revuelto. Se pasó una mano por los ojos para despejarse y al mirar el reloj vio que eran las cinco de la mañana. Demasiado temprano para levantarse, pero sabÃa que ya serÃa incapaz de conciliar el sueño de nuevo. Asà que se levantó despacio y se abrigó con su vieja bata de franela, descosida ya en muchos sitios y que seguÃa colgada en el armario de su habitación desde que era apenas una adolescente. Se calzó las zapatillas y bajó a la cocina despacio, tanteando las escaleras, sin querer ni encender la luz por temor a que su hermana se despertase. Acercó al fuego la tetera y se sentó en la mecedora que habÃa sido de Mamá. ParecÃa conservar todavÃa algo de su calor. Cuantas veces, al llegar del colegio o del cercano pueblo, se la habÃa encontrado allà sentada, leyendo, cosiendo o simplemente con la vista perdida en el vacÃo, pensando. Mamá era una mujer callada, nunca habÃa sido demasiado comunicativa y estaba segura de que algo en su vida habÃa ido siempre terriblemente mal, aunque no pudiese decir exactamente qué. Cuando la sorprendÃa asÃ, con la mirada tan triste que parecÃa que su corazón iba a romperse en pedazos, el mundo de Isabel parecÃa desmoronarse. Mamá era su referente, su fortaleza, la columna vertebral de la casa y de la familia. ¿Qué harÃan todos si ella se desmoronaba? Pero nunca lo habÃa hecho. Apenas se daba cuenta de que alguien habÃa llegado, mudaba el gesto, se alisaba el pelo y el vestido y dibujaba una sonrisa valerosa mientras indefectiblemente preguntaba
-¿Te preparo algo de cenar?
La mayor parte de las veces Isabel no tenÃa hambre, pero le decÃa que si, porque sabÃa que su madre solo se encontraba contenta y útil cuando daba de comer a la gente o se preocupaba por su bienestar.
Mamá siempre pensaba que en la comida y en la cotidianeidad estaba el consuelo a todos los males. Y puede que tuviese razón; habÃa algo medicinal y profundamente calmante en el hecho de aferrarse a las tareas cotidianas y repetitivas. Mientras fuese necesario hacer las camas diariamente, limpiar, sacar a pasear al perro o planchar, todo iba bien. Mientras tomaba el te y se calentaba las manos al mismo tiempo contra la taza, volvió a pensar en el sueño que habÃa tenido. Ella amaba a Gabriel, le amaba con toda el alma, como nunca habÃa querido a nadie, pero no podÃa llegar del todo hasta él. HabÃa una parte suya en la que nunca podrÃa entrar. Y tenÃa miedo, siempre temÃa perderle. En el fondo, aunque la gente la viese como la mujer triunfadora y valiente que era capaz de hacerle frente a todo, sabÃa bien que era una persona frágil, a la que bastaba una mirada frÃa, una palabra seca o la sospecha de que la persona amada se estaba alejando, para hacer que su precario equilibrio se derrumbase. Ella habÃa aceptado que Gabriel tenÃa una vida anterior y lo habÃa hecho con todas las consecuencias. Se habÃa casado cuando era muy joven con Ana, una compañera de estudios, y habÃan tenido un niño que ahora contaba diez años y que siempre, desde el dÃa en que nació, habÃa tenido una salud muy delicada, debido a una extraña afección en el riñón. Aunque el matrimonio hacÃa mucho tiempo que iba mal, él se resistÃa a una separación por el niño. Isabel habÃa soportado la situación durante cinco años, viéndole solo algún fin de semana o alguna noche esporádica que podÃa pasar con ella en su casa. Al principio pensó que le bastarÃa, pero pronto se dio cuenta de que era muy duro ser la otra. Y aunque hacÃa dos años que se habÃan divorciado y supuestamente Gabriel se habÃa mudado con ella, las cosas no iban bien. Ana, aprovechando la enfermedad del niño, le llamaba a cada momento y la mayorÃa de las veces de noche. Cuando eso sucedÃa ella sabÃa que ya no volverÃa a casa a dormir. Y en una de esas ocasiones, supo que habÃan vuelto a acostarse juntos. Él mismo se lo confesó al dÃa siguiente, sábado, cuando volvió a las ocho de la mañana. Ella estaba todavÃa acostada, aunque no dormÃa. De hecho, no habÃa sido capaz de cerrar ojo en toda la noche. Pero cuando oyó girar el picaporte, se arrebujó bajo el edredón y fingió dormir. No querÃa pasar por la humillación de que la viera preocupada. Oyó como se acercaba a la cama, pero apenas se detuvo. Y a los cinco minutos le escuchó darse una ducha. Y entonces lo supo; se habÃa acostado con ella y ahora estaba quitándose su olor. Rogó en silencio que al menos no se lo contase; asà todavÃa podrÃa disimular y hacerse la tonta. Pero a veces Dios sufre de sordera aguda y este fue uno de esos casos. A los quince minutos notó que estaba a su lado porque olió su colonia. Esperó, quieta como una muerta bajo las sábanas. Y de hecho temÃa que de pronto su corazón dejase de latir, tal era su dolor.
-Isabel, ¿estás dormida? Me gustarÃa que hablásemos.
Ya no le quedó otro remedio que abrir los ojos. Se incorporó despacio, como si se marease, y quedó sentada en la cama, mirándole a los ojos. Vio en ellos culpa, pena, arrepentimiento.
-No me rompas el corazón, Gabriel, no lo hagas. No digas nada. Prefiero no saber.
Le conmovió ver sus dulces ojos castaños, grandes y almendrados. La ducha le habÃa dejado un aspecto de niño inocente, a pesar de barba canosa, que tuvo que cruzar los brazos sobre el pecho para evitar abrazarle, tocar su cara con la punta de los dedos, revolver su pelo una y mil veces, como le gustaba hacer antes de amarse. Pero se mantuvo quieta, hierática como una cariátide.
-Isabel, no podrÃa mirarte de nuevo a los ojos si no te lo cuento.
-¿Es por mi o para descargar tu conciencia?- le acusó.
-No lo se. Tal vez por ambas cosas. Pero tienes que saber que esta noche, no se todavÃa como, me he acostado con Ana.
-Pues solo hay una manera de hacer esas cosas, con muchas variantes y posturas, pero una manera-le acusó frÃamente, con los ojos echando chispas.
-No nos hagas esto, cariño, por favor.
-¿Qué yo no haga qué? Eres un hijo de puta cabronazo y falso. Otra infidelidad creo que la podrÃa perdonar, pero esto no. No me creo capaz. He sido la otra durante muchos años, te he compartido, me he quedado con las migajas y me he pasado muchas noches sola; llorando abrazada a la almohada, más de las que quiero recordar. Y ahora me dices que no haga esto. Hay que tener la cara muy dura para pronunciar esas palabras.
-Entiendo entonces que no me lo perdonarás, haga lo que haga.
Ella no le contestó. No era capaz de hacerlo porque sentÃa la garganta como si se hubiese tragado una pelota de tenis y le impidiese hablar, tragar, hasta respirar. Se levantó de la cama con toda la dignidad que pudo reunir y cerró la puerta del baño tras ella. Allà abrió la ducha y despojándose del camisón entró y dejó que el agua templada le cayese por la cabeza, por la cara, por todo el cuerpo hasta derramarse a sus pies. Y fue entonces cuando se dio permiso para abrir las compuertas de la pena y del llanto más amargo.
Vaya, vaya. con Gabriel, vaya morro que tiene...
Ya me has enganchado a la trama.
Portales como éste. ofrecen la experiencia increÃble de poder leer una novela y comentar con su ator@ el desarrollo, es un lujo.
Un beso
Esteban.