Cartas de Amor En la Distancia
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04 de octubre de 2011
por beth
Cuando salió del baño, envuelta en su albornoz y con una toalla enrollada en la cabeza, como una especie de maharajá, Gabriel seguÃa sentado en la cama, en la misma posición que antes. Ella no le miró a los ojos, si lo hacÃa posiblemente acabase perdonándole, y no querÃa hacerlo. No se merecÃa tanto dolor, nadie se lo merecÃa, y aunque estaba segura de que no querÃa dañarla a propósito, lo estaba haciendo, le estaba desagarrando el alma. Fue entonces cuando recordó aquellas palabras de Mamá, que le decÃa que cuanto más grande es el amor, más grande es también el sufrimiento. Como siempre, Mamá tenÃa razón. Ahora mismo sentÃa el pecho desagarrado por dentro y las entrañas en carne viva, como si acabasen de operarla sin anestesia.
-Isabel-la llamó cuando ella salÃa ya de la habitación.
Pero como no le contestó, la siguió hasta la cocina. Allà se la encontró, delante de la cafetera, como si fuese un sábado normal y estuviese preparando el desayuno para ambos.
-¿Lo quieres con leche y azúcar?-le preguntó intentando dando a su voz un tono lo más normal posible.
Gabriel la sujetó de los antebrazos e hizo que apagase la cafetera y se sentase ante la mesa de madera, enfrente de la ventana. Ella se quedó mirando al otro lado de la calle, al parque, desierto a aquellas horas, mientras la lluvia caÃa mansamente e iba dejando regueros en los cristales. Pensó, de una manera tonta e intempestiva, que los habÃa limpiado el dÃa anterior y que no lo hubiese hecho si supiera que iba a llover. Tampoco, de saber lo que ahora sabÃa, hubiese dejado entrar a Gabriel en su vida.
-Isabel por favor, mÃrame-le insistió él. No podemos terminar de esta manera tan sórdida. Yo te quiero y tú lo sabes, al igual que se lo mucho que tú a mi me quieres.
-Todo tiene un lÃmite, Gabriel-le avisó sin mirarle. Mi paciencia no es infinita, al igual que no lo es mi amor. He tenido mucha paciencia, he aguantado lo inaguantable, y me he cansado. No me veo capaz de seguir adelante con esta situación absurda en la que yo siempre soy la última, la que recoge las migajas. Nunca te librarás de la sombra de Ana y yo no puedo soportarlo.
-Ayer cometà un error, por eso he querido confesártelo, para pedirte perdón y jurarte que nunca más volverá a suceder.
Ella negó con la cabeza. Y Gabriel sintió un cuchillo hundirse en su corazón cuando apreció la pena y el dolor en sus ojos azules, cuando vio como le temblaba la boca en un vano esfuerzo por retener los sollozos. Al igual que supo que estaba retrasando la respuesta porque no era capaz de articular un frase sin que su voz se quebrase. No le dio prisa; esperó pacientemente a que se recuperase un poco.
-No, Gabriel. Tú me lo has confesado para limpiar tu conciencia. Pero no importa, ya esa tarde, tarde para todo. No quiero verte más. Me voy a pasar el fin de semana con mi madre. Volveré el lunes por la mañana y no quiero verte aquà entonces. Vete, de mi casa y de mi vida. Para siempre. Ya me has hecho bastante daño. Si era eso lo que querÃas, puedes estar contento porque lo has conseguido. Aprobado con matrÃcula de honor.
Se levantó lentamente, como si cada pierna pesase una tonelada, y se acercó al fregadero para lavar la taza en la que habÃa bebido. Era el viejo fregadero de porcelana de Mamá, que tercamente no habÃa querido cambiar. Lo más probable era que ahora, quienes comprasen la casa remodelasen toda la cocina. Le daba pena pero ya no era tema suyo. Cuando hubiese sacado la última pertenencia de su madre aquella serÃa ya una casa cualquiera y no su hogar. Mientras secaba la taza y la guardaba en el armario de pino, recordó la sorpresa inicial de su madre cuando la vio aparecer aquel sábado a la hora de comer, con la maleta en una mano y su portátil en la otra. Mamá no era de las que hacÃan preguntas vanas; solo con mirar su cara sabÃa que algo importante y penoso habÃa pasado, asà que no tenÃa sentido iniciar un interrogatorio. Se limitó a estrecharle entre sus brazos y ella aspiró el aroma de lilas mezclado con la crema de vainilla que se ponÃa en las manos. Ya estaba en casa, ya podÃa descansar. Sin decir nada, se apoyó en su madre y dejó fluir las lágrimas y Natalia simplemente le acarició la cabeza, como cuando era pequeña y se caÃa o la castigaban en el colegio. Cuando la notó más calmada la tomó de la mano y la condujo como a una niña hacia el aseo que estaba en el pasillo, debajo de la escalera.
-Lávate las manos antes de comer. Tenemos sopa de verdura y revuelto de espárragos y gambas. Y hay flan de postre, del que te gusta.
Hasta después de que hubieron terminado de tomar el café, ya en la sala, no se sintió Isabel con fuerzas para hablar ni su madre le preguntó nada.
-He dejado a Gabriel-anunció con una voz átona que no reconocÃa como suya. ParecÃa que la garganta le quemaba al pronunciar esas palabras.
-¿Definitivamente?-le preguntó su madre volviendo a servir más café para las dos.
-SÃ. Le he dado hasta el lunes para que recoja sus cosas y se vaya.
Las dos se quedaron calladas. Isabel mirando al fuego y su madre limpiando la falda de unas pelusas imaginarias.
-¿No vas a preguntarme por qué?
-No, no lo haré. Pero te escucharé si eres tú quien quiere contarlo.
Mamá era asÃ, ella nunca preguntaba nada y como consecuencia acababa sabiéndolo siempre todo, porque cuanto menos preguntaba mayor necesidad nacÃa en su interlocutor de contar.
-Me ha sido infiel.
-Y tú no le puedes perdonar-dijo con voz tranquila, no preguntando, sino dándolo como hecho.
-No, porque se ha acostado con Ana. Con otra se lo hubiese perdonado, con ella nunca.
Natalia se habÃa levantado para alimentar de nuevo el fuego con otro grueso tronco. En aquel lugar de montaña siempre hacÃa frÃo y ella era friolera por naturaleza. Se arrebujó más con el chal turquesa que llevaba sobre su vestido de lana negro. El tiempo, benéfico con ella, y los cuidados que prestaba a su piel habÃan dado como consecuencia que su cutis no fuera el de una anciana, sino todavÃa terso, sonrosado y suave. Se sentó de nuevo en su mecedora.
-Los hombres son muy extraños, hija mÃa. A veces se me da por pensar que Dios los ha puesto en el mundo tan sólo para poner a prueba la paciencia de las mujeres.
-Las cosas ya no son como en tus tiempos, Mamá-le contestó Isabel con un deje de superioridad en la voz.
-No, supongo que no-acordó ella llevándose delicadamente la taza a los labios. Nada es como en mis tiempos, y no sé si es bueno o malo. En todo caso las circunstancias siempre varÃan. Creo que nunca has aceptado que Gabriel haya tenido y tenga todavÃa otra vida, querida, y ese es tu gran problema.
-Pero es que esa vida tenÃa que haberse acabado con el divorcio, Mamá.
Su madre movió la cabeza desganadamente como la maestra que está cansada de explicar por enésima vez un problema difÃcil a una alumna despistada.
-Nunca son tan fáciles las cosas. Ellos tienen un hijo en común, y enfermo además. Es normal que tengan que hablar, que tratar de cosas.
Isabel se revolvió contra su madre como si ella fuese la culpable de sus desdichas.
-Pero no es normal que con la excusa del niño le llame a cada momento y que yo sea siempre la última en sus prioridades. Está el niño, el trabajo, su ex mujer y luego yo. Y estoy harta. Hasta aquà hemos llegado.
Natalia se ajustó el moño, del que se habÃan salido unos mechones y mirándose al espejo de la sala, miró también a su hija.
-Y esto que me estás contando, ¿se lo has dicho a él? ¿Le has dicho que no te conformas con ser la última en su lista de prioridades?
-¿Hace falta acaso? No es idiota de nacimiento, deberÃa darse cuenta él solito.
-Ay, hija qué inocente eres y cuanto vas a sufrir en la vida como no espabiles-le contestó la madre, riendo sin alegrÃa. A los hombres hay que explicarles hasta cuando se tienen que atar los cordones de los zapatos. Ellos no se dan cuenta de nada, o de poca cosa
Al Alba1364 lecturas, 4 comentarios
buah me ha gustado un monton! muy realista! un besote! te pongo de favorita :P