TusTextos

Highlander

Cuando era pequeño me gustaba vagar solo por el campo; y hacía planes para el mañana. La grandeza de la niñez es que todos nos creemos especiales y pensamos estar destinados a grandes hazañas, a proezas sin fin; que casi nunca se cumplen. Pero ni en los sueños más locos pude imaginarme el rumbo extraño que tomaría mi vida; ni la cantidad de sucesos que me quedaban por presenciar; la mayoría tristes, otros inesperados; unos cuantos totalmente ajenos a cuanto me habían enseñado desde el día en que nací. Fui educado con una mezcla de cariño y dureza, y nunca se me permitió elegir mi camino libremente, porque era el mayor y como tal estaba destinado a suceder a mi padre en el gobierno de nuestras gentes. En la Escocia del siglo XVIII un Laird tenía ciertos privilegios, pero también muchos deberes, y de ellos el mayor y más importante, que siempre se debía cumplir, era velar por la seguridad y bienestar, no sólo de su propia familia, sino también de las personas que vivían dentro de sus propiedades, y cuyas vidas en cierto modo dependían de él. Así es como habían educado a mi padre, y eso fue lo que él me transmitió desde que nací. Por desgracia, le perdí cuando era muy pequeño, y el resto de mi niñez ya no fue tal. Cuando Ian Mc Donald, mi padre, decidió apoyar el Levantamiento de Carlos Estuardo, el Joven Pretendiente; no sólo selló su destino, sino el de toda su familia y su gente. No es que mi padre fuese un jacobita radical como otros miembros del clan Mc Donald, pero si pensaba que Escocia debía ser libre, regir sus propios destinos y separarse de un pueblo, los ingleses, para quienes éramos simplemente salvajes; bebedores de whisky y ladrones de ganado. Me educaron en el orgullo de ser escocés, y el primer idioma que aprendí fue el gaélico; el inglés vino más tarde. De hecho, a pesar de tantos años transcurridos, todavía pienso en gaélico, y rezo en gaélico, y sobre todo en Latín. Poco recuerdo de la época previa al Levantamiento, salvo que veía a menudo llorar a madre, a pesar de que era una mujer fuerte, a la que no gustaba mostrar sus sentimientos. Pero lloraba cuando pensaba que estaba sola; y a nosotros, a mi hermano y a mi, aquello nos dejaba desasosegados el resto del día. Recuerdo bien la alegría, la algarabía, más bien, que hubo en todo el pueblo cuando nos llegaron noticias de que el ejército del Joven Pretendiente había vencido a los ingleses, capitaneados por sir John Cope, en la batalla de Prestonpans, el 21 de septiembre de 1745. Carlos Eduardo Estuardo se aposentó en el castillo de Holyroodhouse y hacía planes para llegar hasta Londres; pero como siempre, planeaba con el corazón y no con la cabeza, y todo falló. Menos de un año después, el 16 de abril de 1746, el duque de Cumberland, con un poderoso ejército, acaba en una mañana lluviosa y fría con el ejército de highlanders que lo dieron todo por su libertad. Cientos de hombres quedaron despedazados en Culloden Moor; mientras otros cientos eran hechos prisioneros, y muchos de ellos murieron en las cárceles antes de ser juzgados. Por desgracia para él, las heridas de mi padre eran demasiado leves y él demasiado fuerte para que le causasen la muerte. No se le juzgó, no se perdía el tiempo en esos pequeños detalles; era el Laird de los Mc Donalds de Inverness, y por tanto, jacobita y culpable. Fue condenado a ser ahorcado en Edimburgo, el 31 de mayo, y lo único que pudo lograr fue que no ejecutasen también a sus hombres. Rogó y se humilló para conseguir que Cumberland se contentase con enviarles a prisión durante un tiempo. Supongo que deberíamos de estar agradecidos porque permitieron que su esposa y sus dos hijos acudiesen a despedirse de él antes de que le enviaran a la capital para colgarle. Ahora que voy a tener un hijo y estoy rememorando y recordando esto para él, para entregárselo cuando tenga edad suficiente para entenderlo y que me conozca mejor, puedo imaginar el dolor tan enorme que mi padre debió sentir cuando nos dio el último abrazo.
Mi madre ni siquiera tuvo el consuelo de poder enterrar a su marido, que fue arrojado a una fosa común con el resto de los ajusticiados ese día. La vida en las Highlands se hizo cada vez más difícil; nos requisaban la mayor parte de la cosecha, aunque aprendimos pronto a esconder todo lo que podíamos, y en ocasiones se llegó hasta a guardar el grano en imágenes de los santos de la iglesia que previamente habían sido vaciadas. Era la única manera de que el pueblo tuviese lo suficiente para comer. Yo era el Laird de derecho, aunque no de hecho, debido a mi corta edad. Mi madre era quien tomaba la mayor parte de las decisiones, aunque el capataz de mi padre, que además era su primo hermano, Douglas Mc Donald, estaba siempre pendiente de ayudarla en todo lo que podía. Era él quien se ocupaba de dirigir el trabajo en las tierras de labor, y quien trataba con los arrendatarios. Si echo la vista atrás, creo que él fue quien mejor sustituyó a mi padre, en todos los sentidos. Mi madre le dio carta blanca en muchas cosas, y una de ellas era que si Douglas me pescaba haciendo algo indebido, tenía permiso para castigarme e incluso para darme una buena tunda, por más que nominalmente, yo fuese su señor. Y no se recataba de arrearme cuando era necesario. Creo que todavía me duelen algunas partes del cuerpo. En aquellos tiempo no se consideraba malo, sino todo lo contrario, pegar a los niños cuando se portaban mal. Era algo saludable, que sería difícil que entendiese la gente en los tiempos actuales. No sé si era bueno o malo, pero la verdad es que no estoy descontento con la educación que me dieron. Mi hermano Malcom también recibía a menudo sus buenas palizas, aunque menos que yo, tal vez porque él era el pequeño, o porque yo me portaba peor. Cuando estaba a punto de cumplir doce años, se acabaron mis correrías por los campos como un animal salvaje. Mi madre decidió que era hora que empezase a trabajar duro, para dirigir un día las tierras. Así que cuando volvía de la escuela del pueblo, ayudaba en los trabajos que ese día tuviese asignados, y dos días en semana el contable me enseñaba a manejar los asuntos económicos y los libros. He de reconocer que me escapaba del trabajo en cuanto podía, pero siempre andaban cerca Douglas o mi madre, para agarrarme de las orejas y traerme de vuelta al redil. Poco a poco me fui acostumbrando a la idea de que mi tiempo de juegos se había acabado, y cuando lo entendí y me resigné, tuve mayor tranquilidad, que pronto se vio truncada por problemas más serios, que tenían que ver con lo que todos los adolescentes tienen que pasar; unos antes, otros después.
Beth29 de abril de 2010

4 Comentarios

  • Nemo

    Lo que he leido me ha gustado...
    Me has llevado a ese tiempo y voy a ver que pasa!
    Saludos muchos!

    07/05/10 04:05

  • Beth

    Eso es lo que pretendía, trasladarme en el tiempo y a quien lo lea. Espero lograrlo con alguien más. Gracias

    07/05/10 10:05

  • Voltereta

    Un relato muy interesante, manejas muy bien las herramientas literarias a tu alcance.

    Saludos.

    10/05/10 08:05

  • Beth

    Gracias, Voltereta

    10/05/10 09:05

Más de Beth

Chat