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La Real Orden de Las Perdularias 11

Y ya perdida la vergüenza, que en ocasiones no sirve para nada, decidimos casi de manera unánime, si exceptuamos a Luisa Fernanda, que en la próxima reunión de los martes Anastasia se encargaría de traer los pertinentes juguetitos para que todas pudiésemos echarles un vistazo.
Laura seguía viviendo en mi casa y por las noches, después de cenar, las dos en pijama, solíamos quedarnos hablando al menos una hora antes de irnos a la cama. No se si ella era mi mejor amiga, porque suele suceder que el corazón no tiene medida y cuantas más personas admitimos en nuestra vida, más aumenta la capacidad de amar. Con cada una de mis hermanas perdularias tenía una relación especial, aunque a Laura era a la que conocía más a fondo. Habíamos sido siempre como hermanas y poco había que no conociésemos la una de la otra. Aquella noche habíamos ya cenado y recogido la cocina y ambas estábamos sentadas en el sofá, escuchando música, y hablando, recordando cosas del pasado y también pasando revista a nuestro presente.
-Supongo que lo del granjero ya está olvidado, ¿no?-quise saber.
Se encogió de hombros y se arrebujó más entre la manta con que se cubría. Eso era precisamente lo que solía hacer de pequeña cuando algo la asustaba.
-Contéstame. ¿Le has olvidado o no?
- A él claro que si. No valía tanto.
-¿Entonces?
-Lo que siempre cuesta olvidar, Guiomar, es la desilusión, más que a las personas que la han causado. Si te soy sincera, ya casi no me acuerdo de cómo eran sus ojos o del tono de su voz, pero no he olvidado el vacío que sentí cuando me di cuenta de que me estaba utilizando y yo le importaba un pepino como persona.
Asentí en silencio. La entendía muy bien. Aunque el que nos causa el daño no merezca la pena y nosotras lo sepamos sobradamente, la sensación de desánimo, de soledad y abandono, de no merecer que alguien nos trate mal, es lo que al final se queda. Igual que cuando nos tomamos un café recalentado el estómago nos avisa de que no lo hagamos dos veces; cuando alguien vuelve a herirnos, aunque el verdugo no sea importante, su herida sigue dejando huella.
-Te entiendo.
-¿Lo haces? ¿Me entiendes? Tú pareces ahora muy feliz, tienes a alguien a quien querer y que te quiere.
-Tú, mejor que nadie, sabes lo mal que lo he pasado. Y también sabes que no es fácil olvidar; aunque la herida esté curada, cuando hay cambio de tiempo sigue molestando-le confesé. Y es verdad que ahora mismo quiero a alguien, pero no creas que las tengo todas conmigo.
-¿Por qué no?- se asombró.
-Porque a mi me horroriza querer, me da pánico. Me hace vulnerable y no quiero serlo. Si no quieres, no sufres.
-Ni vives-me contradijo ella.
-No lo se, Laura. Igual a veces compensa, no estar muerta, pero si anestesiada. Yo ya me había hecho a la idea de acabar mi vida sin volver a sentir mariposas en el estómago y de repente llega este mentecato y…
Se echó a reír a carcajadas y golpeó con la mano el cojín que mantenía abrazado al pecho.
-Tú le quieres como no has querido a nadie. Estás enamorada de él.
-¿Tú que sabrás?
-Si que lo se. Solo insultas con tanto brío a quien quieres. Te conozco muy bien.
Para no verme obligada a responderle, le dije que estaba muy cansada y me fui a la cama. Mientras me ponía mis cremas de noche, me miré al espejo y puse las cosas en claro conmigo misma. Este es el momento del día que suelo reservar para hacer eso que mi madre llama examen de conciencia. Y me pregunté lo que significaba en mi vida este hombre que se había abierto paso sin avisar, sin pedirme permiso. Yo no deseaba enamorarme pero cuando Alexander llegó a mi vida sin llamar no estaba preparada para decirle que se marchase y poco a poco se instaló en ella y ahora no sabía cómo decirle que se fuera. Más bien, si había de ser sincera, no deseaba que se marchase. Era alemán y le había conocido en el aeropuerto y por pura casualidad, como suelen pasar las mejores cosas. Yo regresaba de Londres de un viaje de trabajo y había pasado la noche anterior sin dormir. Mis ojeras llegaban al suelo y para disimular mi mala cara me puse las gafas de sol, sin tener en cuenta que con ellas no veía ni torta dentro de la terminal. Por eso no es extraño que de camino a la cafetería me tropezase con alguien que se interpuso en mi camino. Acabé dando con mis cansados huesos en el suelo y una mano misericordiosa me ayudó a levantarme. Cuando fui capaz de reunir la voluntad necesaria, le miré a los ojos y me encontré con una mirada limpia y luminosa, y una sonrisa abierta. Me invitó a tomar un café y no supe decirle que no. Le miré con detenimiento mientras estábamos sentados en la cafetería. No parecía alemán; no era alto, ni rubio, ni tenía los ojos azules. Pero me gustaba; su voz era cálida tenía un punto sensual que me hacía desear que me hablase, que dijese algo, cualquier cosa…Sin darme cuenta estuvimos hablando más de una hora, hasta que anunciaron la salida de mi vuelo. Nos despedimos, a regañadientes, y nos dimos los teléfonos y el correo electrónico.
Subí a mi avión medio muerta de cansancio y sin embargo, contenta, aunque no pudiese dilucidar el motivo. No presté atención a la sonatina de la azafata y sus medidas de seguridad. Si el avión se caía, de poco me valdrían esas tonterías. Me enrosqué en mi asiento y me adormilé casi sin darme cuenta. Soñé con ese extraño desconocido. Alexander… ¿cuál era el apellido? Stein, eso es. Cuando llegué a mi destino, salí al exterior del aeropuerto con paso cansado y esperé pacientemente en la cola para conseguir un taxi. Por suerte el taxista no era charlatán y pude hacer el trayecto hasta mi casa en silencio. Apenas dejé la maleta en mi cuarto, me desnudé y me metí en la ducha. Mientras me secaba, pensé en él y me llamé idiota a mi misma. Vivíamos a cuatrocientos kilómetros y no sabíamos nada el uno del otro. Estaba muy cansada, pero antes de acostarme sentí la imperiosa necesidad de mirar mi correo. Encendí el ordenador y esperé pacientemente hasta poder entrar en mi cuenta. Tenía 40 mensajes; la mayoría de ellos basura que mandé a la papelera sin abrir. Había también unos cuantos de la oficina y por precaución no quise saber lo que decían. Pero uno entre todos me llamó la atención. Era de Alexander. Lo abrí, latiéndome el corazón como cuando tenía quince años y esperaba en el portal de mi casa a mi primer novio.
"Querida Guiomar:
Espero que perdones mi atrevimiento al escribirte. Acabo de llegar a casa pero he sentido la necesidad de decirte que me ha encantado conocerte. No quiero en modo alguno molestarte. ¿Podría llamarte esta noche a eso de las nueve? Me encantaría oír tu voz de nuevo"

Alexander
Beth07 de abril de 2012

8 Comentarios

  • Davidlg

    woow! qué "imaginación" tan vívida amiga! Todo el relato es muy bueno, aunque debe reconocer que esta parte:

    -Lo que siempre cuesta olvidar, Guiomar, es la desilusión, más que a las personas que la han causado. Si te soy sincera, ya casi no me acuerdo de cómo eran sus ojos o del tono de su voz, pero no he olvidado el vacío...

    Me hizo un pinchazo en una pequeña llaga que ya creía cerrada. Sólo fue el orgullo herido; nada mortal.

    Me quedo con esa historia de amor que aunque muchos digan que ya se ha escrito muchas veces; no me importa, igual me sigue emocionando.

    Saludos y un beso!

    07/04/12 05:04

  • Buitrago

    Para cuando la publicacion integra?
    jejeje muy bueno
    saludos

    Antonio

    07/04/12 06:04

  • Beth

    Las historias de amor, amigo mío, siempre siguen escondidas aunque pensemos haberlas olvidado. Y eso le ha pasado a nuestra Laura, aunque ya no vea delante la cara de su gañán. Ahora habrá que saber cómo sigue la de Guiomar.
    Otro beso para ti

    07/04/12 06:04

  • Beth

    Hola Antonio; voly publicando a medida que escribo, y en Semana Santa de todos modos no se si será pecado ser tan perdularia. Saludos y buen fin de semana

    07/04/12 06:04

  • Febe

    Me ha gustado mucho. Beth

    07/04/12 09:04

  • Beth

    Gracias Febe, me alegro de que te haya llamado la atención

    07/04/12 10:04

  • Danae

    Aunque el que nos causa el daño no merezca la pena y nosotras lo sepamos sobradamente, la sensación de desánimo, de soledad y abandono, de no merecer que alguien nos trate mal, es lo que al final se queda.

    Duele, duele el dolor de la vieja herida ... y aunque termine "anestesiada", sigue molestando aún "en los cambios de tiempo" ...
    Esas confesiones de las perdularias llegan, Beth, porque son el registro de experiencias de la vida misma.
    Como ves, no me pierdo entrega de tu relato, Beth. Sigo con fruición todo lo que les acontece a estas amigas.
    Encantada de veras.
    Un gran beso.

    20/04/12 12:04

  • Beth

    Pues si, amiga mía, las heridas de antaño siguen molestando de vez en cuando, claro que si. Pero ya somos expertas en pasar de puntillas por el dolor y saber sobrellevarlo, ¿ a qué si?

    Es un honor que te siga interesando la historia de estas descerebradas. Un beso

    20/04/12 12:04

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