La Real Orden de Las
Perdularias 27
por beth
Nunca me había visto en semejantes bretes. ¿Qué se hace cuando el marido de una de tus mejores amigas se la está pegando? Y si además le sumamos la manera de ser de Luisa Fernanda
era como echar gasolina al fuego. Aproveché que el camarero pasó por mi lado y le pedí la cuenta. Apenas había probado bocado y tuve que convencerle de que no era problema de la comida, que estaba deliciosa, sino que simplemente tenía que marcharme cuanto antes. Afortunadamente mi trabajo me había enseñado como mentir sin sonrojarme. Si quisiera decir la verdad tendría que confesar que la comida era una bazofia cara; pero no me gusta destrozar las ínfulas de la gente a lo tonto. Si existían personas que pensaban que por poner nombres raros a los platos y hacerlos irreconocibles, aumentaba su exquisitez
allá ellos.
Con el estómago vacío y malhumorada puse rumbo de nuevo a mi triste y solitaria casa. Estaba visto que mí sino era que los fines de semana fuesen horribles. Casi lloré de alegría y alivio cuando me senté a la mesa de mi cocina, me hice un bocadillo y me lo comí leyendo un libro. Así era mi vida desde hacía bastante tiempo y así debería seguir. ¿Para qué salir a la calle? Lo había hecho y ahora tenía otro problema añadido a todos los demás. El teléfono me sobresaltó al punto de que tiré encima de la mesa el yogur que me estaba comiendo.
-¿Dígame?
-Hola, ¿te viene bien que Mateo y yo vayamos a tu casa a tomar un café?
Suspiré. ¿Serviría de algo decirle a Laura que no? Conociéndola, haría como que no me había oído. Ya me había puesto el pijama y la bata, pero volví a mi cuarto para vestirme de nuevo. Dudé que ponerme; me sentía algo nerviosa ante la idea de conocer a ese misterioso Mateo. Al final me decidí por un vestido que me había regalado mi hija en Navidad y ni siquiera había estrenado. Era azul, del mismo tono que mis ojos y de una lana suave que me proporcionaba sensación de calidez. Tocaron a la puerta justo cuando acababa de maquillarme. Al abrir me encontré con una Laura de la mano de un hombre alto y moreno, con amplia sonrisa y unos magníficos ojos verdes que despedían chiribitas luminosas. Me aparté a un lado con una sonrisa y ambos entraron. Laura hizo las presentaciones, y Mate me dio primero la mano y luego un beso en la mejilla. Olía bien, lo cual hizo que me predispusiese a su favor. El olor de la piel de una persona me dice muchas cosas, y también la calidez de su mirada.
-Pasad. ¿Habéis cenado? La verdad es que yo acabo de tomarme un bocadillo, pero puedo hacer una ensalada y una tortilla
-No, no es necesario. Solo estaremos un momento. Quería que os conocieseis-contestó Laura, algo nerviosa.
Les preparé un té y mientras lo servía aproveché para mirarles de nuevo. Apenas podían estar uno al lado del otro sin tocarse, sin agarrarse de la mano o echarse tiernas miraditas. Yo estaba pasando por un momento parecido, aunque me da la sensación de que Alexander y yo éramos bastante más contenidos. Para empezar Alexander era muy callado, casi siempre aparecía como ensimismado y le costaba bastante hablar de sus sentimientos. No me lo imaginaba cogiendo mi mano y diciéndome cosas tiernas delante de nadie. Y
creo que a mi tampoco me agradaría demasiado. Pero en este caso, con Mateo y Laura, parecía normal que lo hiciesen. Los dos daban la sensación de ser personas un tanto perdidas y necesitadas de cariño.
-Laura me ha contado que sois amigas desde pequeñas.
Tenía una voz fuerte pero agradable, con un timbre cálido. Asentí, dejando la taza y el platito encima de la mesa de centro. Recosté la cabeza en el respaldo del sofá; de repente me sentía cansada, laxa y sin ganas de nada más que de cerrar los ojos. Pero tenía visita y habría que dejar el cansancio para más tarde.
-Si, desde que nacimos, supongo. Su madre y la mía ya eran amigas, así que
imagina.
-Y ya sé que ella no te oculta nada.
Me eché a reír. ¿A dónde quería ir a parar?
-No estaría yo tan segura. Todos ocultamos algo.
-Quiero decir-continuó él apretando la mano de Laura entre las suyas y sonriéndole-que sabes dónde nos conocimos y de mi enfermedad.
-Si, lo sé.
No dije nada más. Temía ser inconveniente y además, parecía que era él quien venía dispuesto a darme unas explicaciones que yo no había pedido, pero que para mi tranquilidad estaba más que dispuesta a escuchar.
-Quiero que sepas que mi enfermedad es crónica pero está controlada, no soy un peligro para Laura. La quiero demasiado y lo que más deseo es hacerla feliz.
De repente me sentí algo avergonzada; creo que hasta me puse colorada. ¿Quién era yo para ejercer de juez ante la relación de dos personas adultas?
-De verdad, esto no es necesario-le interrumpí. Confieso que, como casi todo el mundo, estoy llena de prejuicios. Y cuando Laura
No seguí; soy valiente pero creo que no tanto como para admitir que una persona con una enfermedad mental crónica me asustaba. Sabía de sobra que era totalmente injusto verlo de manera diferente a alguien que tuviese
diabetes, por poner un ejemplo.
-Si, ya lo sé. No hace falta que sigas. Lo entiendo perfectamente. Y conozco el pasado de Laura. Sé que no lo ha pasado bien.
Mi amiga estaba como convidada de piedra; callada como una muerta y girando la cabeza de un lado a otro como en un partido de tenis, escuchándonos a los dos por turno. De repente empecé a verle el lado cómico de la situación y me eché a reír, primero suavemente y luego a carcajadas. Sólo paré cuando noté el dolor en las costillas, y sujetándome los costados traté de calmarme.
-¿Y se puede saber qué te pasa ahora?-me preguntó Laura.
-Nada, no me pasa nada; sólo que me acabo de acordar cuando le pegué aquella tremenda paliza a ese niño horrendo que te molestaba en los recreos. Pobrecito, le dejé casi preparado para los Santos Óleos.
Laura también se echó a reír al recordarlo. Las dos éramos de la misma edad, pero no sé por qué motivo yo me creía en la obligación de velar por ella.
-Siempre has tenido muy mala baba-me acusó.
Mateo estaba callado, escuchándonos atentamente y supongo que preguntándose en dónde se había metido.
-No te preocupes-me apresuré a decirle-he cambiado desde los ocho años. Digamos que me he vuelto algo más civilizada.
-¿No me vas a dar una paliza?
-No, por el momento no. Pero-le advertí apuntándole con el índice, aunque sonriendo a la vez-te aseguro que si le pones los cuernos o le haces acarrear mierda de cualquier animal de cuatro patas o de dos y con plumas, te dejaré tan desfigurado que ni tu propia madre te reconocerá.
-Te prometo que no tendrás que hacerlo. Soy el primero que quiere que esta aventura salga bien. Y ahora que ya tenemos tu bendición, igual es hora de plegar velas. Mañana es lunes y todos trabajamos, ¿no?
-Si, y yo tengo un día muy duro por delante. Sin embargo, aquí no son necesarias bendiciones. Yo soy una persona muy insegura y con una vida demasiado complicada para dar consejos. Más bien los necesito yo misma. Lástima que ese consultorio de nuestra infancia, el de la señora Francis, no exista.
-Era un hombre, guapa-me informó Laura, enfadada. Cuando me enteré casi me muero del disgusto.