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La Real Orden de Las Perdularias 7

Habíamos intentando comenzar el año de la mejor manera posible, pero me temo que las buenas intenciones no son suficientes. Hacia mediados del mes de enero volvió a nuestro extraño grupo una de las que lo había inaugurado pero que por motivos ajenos a su voluntad había estado alejada un tiempo. Laura era mi amiga desde siempre; no recuerdo ninguna época de mi vida en que no estuviese ella presente. Ya nuestras madres habían sido amigas en su juventud y como ambas tenemos la misma edad era inevitable que fuésemos juntas al colegio y luego a la universidad. Hasta nos casamos el mismo año y con el mismo tipo de impresentable. La diferencia era que el suyo tuvo la delicadeza de morirse y el mío tiene todavía una salud como un roble. No es que le desee la muerte, pero a veces me ayudaría mucho que su salud flaquease un poco para que dejase de mortificarme aún después de estar divorciados.
Laura es una persona muy especial, con una apariencia muy fuerte, muy segura de si misma, pero que en realidad esconde sus miedos tras esa máscara de mujer de negocios fuerte y decidida. Y en la vida diaria, con su marido y sus hijos, no pasaba de ser una pobre víctima a quien su marido chuleó todo el tiempo que estuvo vivo, y aún después de muerto siguió dándole numerosos problemas porque dejó deudas a doquier. Llegó un momento de desesperación tal que cada vez que sonaba el timbre de su casa, Laura se negaba a abrirle la puerta a otro acreedor del difunto. La mayoría eran deudas de juego y algún que otro alquiler atrasado del nidito de amor de su última churri. Me gusta más esta palabra que ese “querida” o amancebada que usaba mi abuelo. Una tarde que fui a visitarla y la encontré tan desanimada, la animé a que se viniese una temporada a mi casa. Desde que mis hijos se habían ido, el piso de cuatro dormitorios se me hacía enorme y confieso con vergüenza que había empezado a tener conversaciones con las cortinas del salón, con la nevera, y hasta con el fantasma de mi abuela, que salía a las tres de la mañana a reprocharme que usase la secadora en lugar de tender la ropa, como se había hecho toda la vida de Dios. Ya esto último me dio la medida de que algo iba muy mal en mi vida, cuando me dedicaba a tales devaneos mentales.
Como en nuestros tiempos de universitarias, volvimos a compartir piso Laura y yo. La diferencia era que en estos momentos ninguna usaba ya la talla 36, los pechos se nos habían caído más de lo que es decente contar, y ya no soñábamos con príncipes azules montados en blancos caballos; más bien rogábamos por no tropezar dos veces con la misma piedra.
Ay, pero Laura si que tropezó y con una piedra exactamente igual a la primera, sólo que ésta no tuvo la delicadeza de mudarse al otro barrio. Le conoció en unas clases estúpidas de autoayuda a las que se apuntó, a pesar de que le dije que me parecía una solemne tontería. Cuando una está deprimida hay varias opciones: ir a la peluquería a que te hagan un nuevo peinado, la manicura y la pedicura (nunca se sabe cuando habrá que enseñar los pies ni en qué condiciones, aunque sea invierno), irte de compras a fundir la tarjeta o reunirte con una amiga a tomar café y bombones, ver películas de llorar y despotricar de los hombres y de esta perra vida de mierda que nos ha tocado vivir. Pero ella, como de costumbre, no me hizo caso y se largó a un seminario de fin de semana en un pueblo donde Cristo perdió las sandalias, con media docena de chalados patéticos que si no sabían solucionar sus propios problemas, mal le podrían ayudar a que solucionase los suyos. Volvió con un pendejo colgado del brazo, la cartera menos llena y una especie de ánfora pringosa que a decir de su profesor de expresión artística representaba la anchura del mundo y unas acogedoras caderas femeninas. Un huevo, y la yema del otro. Aquello era una cosa informe que la muy tonta pretendía colocar en una esquina de mi salón. Se lo prohibí. Mi casa es completamente shabby chic y solo admite muebles decapados en tonos pastel, tonos rosados y lavanda en las paredes y muchas florecitas y etéreos visillos. Esa fue una de las satisfacciones que saqué del divorcio: decorar mi casa cómo me dio la real gana. El padre de mis hijos, las raras veces que ha pisado mi nuevo hogar, ha dicho, según como tuviese el día, que parecía un sultanato, una casa de muñecas o un puticlub. Creo que ninguna de las dos cosas, aunque confieso que siempre tuve la fantasía de ser la Madame de una de esas casas de lenocinio de la postguerra, desde donde se movían los hilos del poder y la política. Demasiado tarde, me temo, para ponerme a ello.
De nuevo me he desperdigado y estaba hablando del pendejo que Laura se trajo del seminario. Me parece recordar que se llamaba Eusebio, pero no podría jurarlo. De todos modos, era un gañán que se la llevó a vivir a una granja donde criaban cerdos y gallinas y la pobre estaba todo el día aperreada entre plumas y excrementos. Volvió a los seis meses, con el cutis ajado por el sol, las manos agrietadas, el pelo marchito y la cuenta bancaria bajo mínimos.

Beth23 de marzo de 2012

6 Comentarios

  • Asun

    Ay estas perdularias, si es que te digo yo que parece que me ves por un agujerito, cuando quedo con mis amigas...
    Besos Beth y buen finde.

    23/03/12 09:03

  • Beth

    Juro que no te espío, pero en el fondo las cosas no son muy diferentes en los distintos grupos que la vida va formando.

    Un beso Asun

    23/03/12 09:03

  • Davidlg

    Volvió con un pendejo colgado del brazo, la cartera menos llena y una especie de ánfora pringosa que a decir de su profesor de expresión artística representaba la anchura del mundo y unas acogedoras caderas femeninas. Un huevo, y la yema del otro. Aquello era una cosa informe que la muy tonta pretendía colocar en una esquina de mi salón.

    jajajajajjajajajjajajja

    según como tuviese el día, que parecía un sultanato, una casa de muñecas o un puticlub.

    jajajajajjajajajjajajjaja

    Por un momento creí que las dos habían compartido al mismo gañan. No ya en serio, está buenísimo como siempre. Saludos y un abrazo enorme!

    24/03/12 06:03

  • Beth

    Ah no, las perdularias no hacen tríos. Sobre todo doña Guiomar es muy exclusivista. Los coches y los hombres no se le prestan a nadie, te los devuelven siempre en mal estado.

    Un abrazo David y mi agradecimiento por la lectura y comentarios

    24/03/12 11:03

  • Danae

    Plas, plas, plas, querida Beth. No dejes nunca de escribir sobre las Perdularias. Me engancha, me hace reir, y también me siento identificada con mucho de lo que narras. Además, yo también tengo una buena amiga totalmente abducida por esos cursos de gurús varios, que además, resultan por lo general carísimos. Espero de corazón que algún día vuelva al mundo real ...antes de arruinarse.
    Un enorme abrazo, y mis felicitaciones más cálidas.

    05/04/12 04:04

  • Beth

    Es que curiosamente, querida Danae, estos guros aconsejan desprenderse de lo material pero ellos te piden un riñón y mitad del otro por pasar hambre un fin de semana y colocarte en unas posturas que luego te quedas anquilosada hasta el verano siguiente...Espero que a tu amiga no la líen en ninguna granja de cerdos. Me encanta el jamón, pero es que ellos, pobrecillos míos, huelen que apestan.

    Te mando un beso y mi agradecimiento

    05/04/12 05:04

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