A las costumbres de los idiotas nada les gana. Suelen ser peligrosos, porque tienen boca de pistola y una saliva tan ácida, que derrite los marcos de las ventanas con todo y cortinas.

Luego corren como alacranes, murmurando entre sus propios pensamientos, que resultan evidenciar una pobreza intelectual extrema.

Creen que la gente les respeta, pero es solamente miedo. Traen consigo el plomo y las piernas ligeras. Alcanzan pues, a correr por delante del viento y refugiarse por debajo de los otros elementos.

Yo los critico entusiasmado, pero soy igual que ellos. Alguien que escribe ocurrencias y las vende baratas.

Vemos al espejo a ese que se cree héroe de los lápices, pero que siempre los mata frotándolos entre el papel y sus estupideces. Juzgo a los demás porque, con precisión, sé que necesito desahogar mis frustraciones representadas en sus propios cuerpos.

Escrito, dicho, escuchado y visto esto, voy a colgarme en la higuera de mi jardín. Ya muerto quizá me llene de flores como esos dulces frutos.

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