En la cumbre sin vértices habita por momentos el sonido del viajero sin cuerpo. La anciana de la cocina maldice en su pensamiento y siente no pecar, anda de arriba a abajo con ese olor a orina que la persigue desde hace una década y media.
Un lazo de ixtle sostiene los cueros de serpientes, zorrillos y jabalíes, que narran tanta evidencia sin expresar palabra; abren la imaginación desde las pupilas de quien les observa, y cada uno recrea mil historias verdaderas con el mismo final tétrico y absorto.
La cúspide de lámina es el cielo de los ancianos. Gris, poroso y frío, como emulando la repetitiva vida de quien ya está con su muerte próxima platicando emblemáticas experiencias.
Los pisos de tierra, casas de alacranes y hormigas voraces. Caminan entre los pies más andados del mundo y resbalan de su caparazón de cartón. Se requiere, antes de morir, una evaluación personal de la vida propia y de la de los dependientes emocionales agregados a este cabús que ya llega a la estación última.
La anciana tose y escupe; esa misma fuerza recorre todo su cuerpo y exalta la vejiga, expulsando pequeñas gotas de pestilente urea. Pero así, sus platillos son deliciosos.
Los niños directos, claros y pulcros, no la quieren abrazar por temor a que les transfiera ese aroma. -"Como si ellos trajeran la cola muy limpia"- dice entre sus únicos dos dientes de rústica presentación.
Llega el momento de irse. La anciana se vuelve loca buscando bolsas, cubetas y trastos para regalar un sinfín de frutas: -"¡Aquí llévense unas naranjitas, acá caben unos aguacates"-. No se ha dado cuenta que este año las plagas acabaron con casi todo en su gran terreno frutal.
Recogimos pocos tamarindos, dos o tres naranjas y un solo aguacate que, para ser honesto, estaba podrido del hueso hacia la pulpa.
Nos despedimos y llegamos a nuestro hogar, con la promesa semanal de volver a visitarla, a adorarla independientemente de cómo huela y cómo trate a los bisnietos.