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El Demonio de Lusitania - Iv

Observé atento como el herrero fundía todos aquellos objetos de plata que le llevé. El horno desprendía un calor infernal y el olor a sudor y leña ocupaba toda la estancia. Los musculosos brazos de aquel hombre alzaban una y otra vez el martillo que golpeaba la incandescente hoja arrancando chispas.
Cuando acabó su obra, Domicio Seyano, que así se llamaba el herrero, me mostró la espada. Una perfecta aleación de acero y plata. Una inmaculada y argéntea obra de arte al servicio de la muerte de un demonio. Bien valió mi oro aquella espada.

- ¿Cómo se llamará?
- ¿Quién?
- La espada, hombre. – Bramó el herrero. – Una espada así debe llevar nombre u ofenderás al dios Vulcano.
- Mortis Argéntea.

La hoja silbó mientras se deslizaba en su funda. Salí de la herrería y el sol golpeó mi cara. Unos sacerdotes cruzaban la calle, gritando plegarias a los dioses para que la sanguinaria bestia, un lobo se decía ahora, dejara de atacar a los emeritenses. Había transcurrido un mes desde que el vampyrus atacara mi casa y, desde entonces, siete ciudadanos más habían muerto.
Monté mi corcel y, al paso, cabalgué hacia la casa de Marco Livio, el cual se hallaba sumido en las investigaciones que nos indicarían donde hallar el cubil de aquella repugnante criatura. Una vez allí, yo mismo le daría muerte.
Entre en el despacho de mi amigo Marco y me serví un poco de vino en una de las copas que descansaban sobre una pequeña cómoda. El antiguo maestro estaba sentado frente a una mesa en la que varios volúmenes de extraños caracteres pugnaban por hacerse sitio.

- ¿Has averiguado algo?
- Bueno, el vampyrus necesita un lugar oscuro, que durante el día le guarde del sol. El lugar no ha de estar demasiado lejos de Augusta Emérita, puesto que ha efectuado ataques poco antes de amanecer y, por necesidad, ha tenido tiempo suficiente para regresar a su guarida.
- Supongo que, además, se tratará de un lugar poco concurrido.
- Así es.
- ¿Entonces?
- Bueno, supongo que, en otro sitio, hubiera encontrado una gruta profunda.
- Pero aquí no las hay, por lo menos a una distancia corta de la ciudad.
- Exacto. Sin embargo, bajando el cauce del Fluminus Anae, hay un antiguo horno donde los herreros del emperador Augusto fabricaban sus armas. Lleva años abandonado.
- Se me antoja un buen lugar para ese demonio.
- Jura por los dioses que sí.
Brunno25 de marzo de 2009

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