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El Enigma Del Tunel

Las vías parecían converger en la distancia... El velocímetro, en el preciso instante de pasar por aquella pequeña estación perdida en la inmensa llanura, marcaba más de 220 kilómetros por hora.
El conductor, pendiente de las distintas señales, y también de los aparatos que indicaban los distintos parámetros de la máquina, miraba de vez en cuando al frente. Los pocos árboles que adornaban aquella pradera sin límites, blanca por la nieve de los últimos días, pasaban como una exhalación a ambos costados del tren.
En los vagones, caldeados por la calefacción, se notaba una cierta somnolencia en los rostros de los viajeros, mientras fuera el blanco manto de la nieve lo cubría todo. Los viajeros pasaban el tiempo de muy diversas maneras: mientras unos leían el periódico recostados en los cómodos asientos; otros, prestaban atención a la película que se proyectaba en las pequeñas pantallas de plasma. Algunos, estaban en el vagón cafetería tomando algo o echando una partida de naipes.
El tren, después de dejar atrás un apeadero en el que solamente paraban los convoyes de mercancías, se encaminaba velozmente hacia el mayor túnel del país: sus 120 kilómetros de longitud, lo habían convertido en algo así como un monumento a la ingeniería humana, siendo considerado todo un récord de longitud bajo una montaña de duro granito. Su construcción, durante casi 15 años y con el tributo de un buen número de vidas, fue en su día una obra faraónica para poder salvar la majestuosa cadena montañosa que hacía de frontera natural entre los dos países vecinos, pero de cultura y sistema político muy diferentes.
Mientras en Ameland se vivía en democracia desde hacía ya siglos, en el limítrofe Hammerland las dictaduras se habían sucedido como una imparable maldición.
El nivel de vida era también muy diferente y saltaba a la vista de cualquier visitante: mientras a un lado de la montañosa frontera se vivía en la abundancia y los escaparates de los comercios mostraban una variada oferta de mercancías, en el otro y nada más llegar, uno se veía asaltado literalmente por bandadas de harapientos muchachos que pretendían sacar unas monedas al visitante. Por sus calles, los uniformes de soldados y policías eran tan numerosos que parecían ser los únicos habitantes de aquel pobre país, además del sostén de sus eternas dictaduras.
El tren había entrado en el túnel reduciendo un poco su velocidad, como si la máquina sintiese algún extraño temor al adentrarse en aquel angosto y oscuro agujero horadado en el gris granito de la montaña. Una vez dentro, el convoy pareció recuperar la confianza y la velocidad fue aumentando lentamente...
El maquinista, observando los distintos indicadores, comprobó una vez más todos los parámetros. Si bien todo resultaba rutinario, un pequeño detalle llamó su atención: el indicador de distancia por recorrer dentro del túnel, que normalmente tenía que señalar 120 kilómetros desde la entrada a la salida del mismo, marcaba 3.000 kilómetros. El maquinista achacó a una avería en el marcador aquella indicación a todas luces errónea. Un poco nervioso por desconocer la distancia exacta hasta la salida del túnel, miraba una y otra vez el indicador que marcaba 2.800, 2.400, 2.100 kilómetros de distancia hasta la salida al otro lado de las montañas. El recorrido, quizá por aquella errónea información, se le estaba haciendo demasiado largo. Tenía la extraña sensación de estar recorriendo más kilómetros de los habituales.
Habituado a pasar el túnel dos veces al día con aquel tren, sabía que el tiempo transcurrido era mayor del habitual. A estas alturas del viaje ya tenían que haber llegado a la frontera.
Encendió el aparato transmisor para comunicar con la estación de salida y confirmar los kilómetros recorridos según el sistema de seguimiento automático:
«¡Atención central! Aquí tren rápido 315 EAU, en dirección a la frontera con Hammerland. Se ha averiado el indicador de distancia recorrida dentro del túnel fronterizo y solicito confirmación de la misma.»
Solamente un ruido, mezcla de chisporroteo eléctrico y algunos zumbidos extraños, fueron la respuesta a la llamada del conductor. Lo intentó una y otra vez, pero sin éxito. El marcador, en estos momentos, indicaba 1.800 kilómetros hasta la salida del túnel.
Los viajeros habituales de aquel recorrido ya habían notado algo raro en el viaje. Se hacía demasiado largo; mucho más de lo normal. El revisor, se vio desbordado por un alterado grupo que preguntaban la razón de no haber llegado aun a la frontera. Tan nervioso como los viajeros, se dirigió a la máquina en donde preguntó al conductor la razón de semejante tardanza: «¿Cuándo saldremos del dichoso túnel?»
El conductor, le explicó lo que ocurría y le informó que, al igual que él, estaba confuso. Tenían que haber llegado a la frontera hacia ya horas y, sin embargo, continuaban a una velocidad de casi 300 kilómetros por hora, dentro de aquel maldito túnel sin vislumbrar la salida. ¡No existía ninguna explicación lógica!
Los viajeros, poco a poco, fueron exteriorizando su nerviosismo y el revisor ya se veía incapaz de contener las iras de alguno de ellos que, muy agresivo, intentó incluso agredirle. En el tren, no había fuerzas de seguridad o vigilante alguno que pudiera reprimir o mantener a raya una sublevación como la que se estaba gestando.
La máquina, incansable, seguía devorando unos kilómetros que nunca antes había recorrido. El conductor, una y otra vez, llamaba a la estación de salida y a la de llegada. ¡Todo en vano! Solamente ruidos extraños en la radio, contestaban a sus nerviosos requerimientos.
La máquina parecía haberse vuelto autónoma. El maquinista había intentado, varias veces, reducir la velocidad, pero de manera inexplicable, la manipulación de los distintos mandos no ejercía ningún efecto sobre la marcha del convoy… Éste seguía su frenética marcha por aquel túnel interminable del que no se vislumbraba el final.
Uno de los pasajeros, ingeniero del ferrocarril y que viajaba hasta el vecino país por vacaciones, después de identificarse entró en la cabina de mando. Junto con el maquinista, estuvo comprobando los distintos indicadores del panel de control durante un tiempo.
El hombre, experto en locomotoras modernas, y que había efectuado aquel viaje multitud de veces, tampoco se explicaba lo que estaba sucediendo. Intentó llamar a la estación de llegada, pero extraños ruidos fueron la respuesta. Cambió de canal, y la sorpresa fue mayúscula: en un idioma totalmente desconocido para él, alguien estaba hablando de manera pausada. Era como un monologo cadencioso, en una lengua sumamente cantarina...
Apretó el interruptor del micrófono y lanzó una llamada en aquella frecuencia. Cuando regresó a la posición de escucha, la voz había desaparecido; solamente unos fuertes silbidos salían del altavoz.
El revisor, entró de nuevo en la cabina para, de manera apresurada, informar de lo que sucedía: «Cada vez que paso por los vagones ––por costumbre ya sabéis que siempre cuento los pasajeros––, faltan viajeros. En este último recuento he echado de menos unos 25».
«¿Cómo 25? ––preguntó extrañado el maquinista–-. ¿Seguro que has contado bien?»
El revisor asintió desolado y con rostro pálido dijo: «Aún descontando 10 que pudiesen encontrarse en los servicios; aun suponiendo que hubiese contado alguno de menos, sabes que llevo haciendo esto muchos años. ¡Te repito que faltan viajeros!»
El ingeniero, también escuchaba asombrado las noticias del revisor. Tampoco él comprendía lo que estaba sucediendo. El tren, desde su salida hasta este momento, no había parado en ninguna estación o apeadero. Resultaba fuera de toda lógica que faltasen viajeros. ¡En algún lugar tendrían que estar!
El ingeniero, en su última lectura de los distintos indicadores de la máquina, había descubierto algo insólito: el combustible, a estas alturas, debería haberse agotado por completo. Curiosamente, el depósito estaba tan lleno como a la salida de la estación de origen. ¡Algo muy extraño estaba sucediendo!
Los viajeros estaban totalmente alterados. Algunos de ellos, pretendían entrar en la cabina del conductor para pedir explicaciones de manera harto agresiva. Los golpes en la puerta blindada despertaron el temor en los ocupantes de la cabina de la locomotora.
Tanto el revisor como el ingeniero trataron de tranquilizarlos, por medio de los altavoces, con los más peregrinos argumentos que se les ocurrían en aquel momento, pero sin éxito. Poco a poco, la situación se volvía caótica y resultaba aventurado predecir lo que podría suceder en los próximos minutos.
El jefe de la estación de llegada, después de comprobar la inusual tardanza del tren y la falta de conexión por radio, había contactado con la de salida en Ameland. Tampoco ellos, a pesar de los múltiples intentos de establecer contacto con el convoy, habían tenido noticias, desde la salida, hacía ya muchas horas.
Pensando en lo peor y puesto que el túnel era fronterizo, y la mitad del mismo correspondía a cada uno de los países limítrofes, las medidas de búsqueda y socorro se pusieron en marcha. Después de solicitar los correspondientes permisos de los dos Gobiernos, las expediciones de auxilio salieron hacia el túnel.
Una máquina con cinco expertos del ferrocarril, partió de la estación fronteriza en Ameland para inspeccionar el túnel, tratando de obtener información sobre la extraña desaparición del tren rápido.
Desde el otro lado de la frontera, en Hammerland, otra máquina con un grupo de trabajadores del ferrocarril y un equipo sanitario, salió para inspeccionar su mitad del túnel.
La intangible frontera, entre ambos países, estaba justo en el kilómetro 60 del túnel; en la mitad de su longitud total.
Cuando la máquina de los ferrocarriles de Ameland llevaba apenas unos 50 kilómetros de túnel recorridos, vieron unos bultos esparcidos por el estrecho arcén de la vía. Cuatro personas yacían amontonadas, con graves heridas y con muestras de estar inconscientes...
Pararon la máquina, y los sanitarios se ocuparon de comprobar la importancia de las lesiones. Uno de los heridos, con voz apenas audible pudo decir: «¡hemos descarrilado! ¡Hay muchos muertos!»
Una vez recogieron a los heridos y los acomodaron en el vagón, la máquina siguió avanzando lentamente. Apenas un kilómetro mas allá otros cinco heridos les hacían señales desde el centro de la vía.
«Nosotros ––relataban los rescatados en el túnel––, llevamos caminando más de una hora, intentando pedir ayuda. Pensamos, por lo que pudimos ver y oír, que la mayoría de los viajeros han muerto a consecuencia del descarrilamiento. ¡Ha sido terrible! Los gritos de los heridos... La impotencia de no poder ayudar por la oscuridad reinante».
Después de hacer una primera cura a alguno de los heridos, les dijeron que esperasen allí la llegada del siguiente equipo de socorro.
Los componentes de la expedición procedente de Hammerland, también se encontraron con un espectáculo dantesco: hierros retorcidos que abrazaban a grupos de viajeros destrozados por los golpes del tren contra las paredes del túnel; trozos de cuerpos humanos desperdigados por las vías; cuerpos colgando de las ventanillas, muchos de ellos decapitados por la fuerza del impacto contra los pétreos muros del túnel...
Al poco tiempo, ambos convoyes se encontraban a uno y otro lado de aquel dantesco amasijo de hierros retorcidos, iluminando con sus potentes focos el terrible espectáculo.
Los miembros de ambos equipos comenzaron la búsqueda desesperada de supervivientes entre los restos, pero, aparentemente, no los había. Solamente parecían haberse salvado 25 viajeros rescatados en varios trechos del túnel por ambos equipos de rescate. ¡Ninguna señal de más cuerpos o supervivientes!
En la cabina de la locomotora del accidentado tren, encontraron a tres personas aprisionadas entre los hierros: el maquinista, el revisor y otra más. Por su posición ante los paneles rotos y ensangrentados, parecían haber sido sorprendidos por el accidente cuando estaban examinando los instrumentos.
Otros miembros de los equipos de rescate, cubiertos sus rostros por mascarillas, y pertrechados con guantes de goma, se afanaban por recuperar los numerosos restos humanos esparcidos por el suelo o pegados en las rugosas paredes de cemento del largo túnel fronterizo.

***
El tren, a pesar de las horas transcurridas, seguía devorando kilómetros dentro de aquel interminable túnel. Los viajeros, todos los que habían partido de Hammerland menos los 25 desaparecidos que el revisor no había podido encontrar, parecían estar ahora plácidamente dormidos en sus asientos. Todos tenían una extraña y enigmática sonrisa en sus rostros…. ¡Un extraño silencio reinaba en los vagones!
La máquina, acompañada por el rítmico sonido del roce de las ruedas sobre los raíles, seguía devorando kilómetros a gran velocidad. El depósito de combustible, según el indicador, seguía estando lleno. Las paredes del túnel, iluminadas a ráfagas por las luces de los vagones, tenían un raro color entre rojizo y azul.
El revisor, cansado de recorrer los vagones contando una y otra vez, en busca de los 25 viajeros que faltaban, se había quedado dormido con la misma extraña expresión que los demás ocupantes del tren...
Los periódicos del día siguiente, a ambos lados de la frontera, daban la noticia del accidente y la inexplicable desaparición de todos los pasajeros, excepto los encontrados en el túnel…

El tren, con los pasajeros extrañamente dormidos, seguía a toda velocidad por aquel extraño e interminable túnel rojizo…




© 2009-Fernando J. M. Domínguez González









Canteiro05 de enero de 2010

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